Pepita TURINA
o
la vida que nos duele

Juan Antonio Massone

 

Pepita TURINA
o
la vida que nos duele

Juan Antonio Massone

“ZONA ÍNTIMA: la soltería”
(1941)

          Las posibilidades de un autor al enfrentar el mundo están regidas por una razón interior, involuntaria, genética, definitivamente inexorable. Una y otra vez el autor insiste sobre lo  mismos aspectos que Ie son urgentes, que le despiertan heridas o le causan obsesiones. Inevitablemente, el mundo transcrito y significado en las páginas de sus obras habrá de corresponder a la apetencia más honda: deseo urgente de, hallar cierta luminosidad para lo que se revuelve oscuramente en todos los planos del ser. A esos aspectos del mundo que traducen determinada temática y perspectiva les llamamos zonas de lo real. Nadie puede abarcar en sus propias hojas algo más que los mandatos deseosos de aclaración para los fantasmales habitantes; por lo menos, nadie con aspiración a la auténtica escritura.

          Las zonas de lo real en la obra de Pepita Turina concentran su intensidad y se acotan en la vivencia de la desdicha. Sus narraciones mostrarán la permanencia de lo que no podremos ser y, juntamente, de lo que sin querer debemos, asumir. Siendo su núcleo o su médula este destino quebrado por el desafecto y por la imposibilidad de concordancia con el universo, resulta siempre la exaltación de un personaje trágico, extranjero, imposible de acoger por los demás, definitivamente desolado en su condición de peculiaridad y designio concluyente.

          La presente novela muestra una vez más la derrota del hombre ante su ocasión de dicha Claudia padece a lo largo de sus páginas el desvelo y discordia de  su propia alma: necesidad de amar y de recibir afecto, imposibilidad de alcanzarlo por aquello de no coincidir en el reino de las almas con quien el azar o el destino ha puesto e impuesto entre sus días. Leopoldo es el único, es el llamado y recibido, pero también el panteonero de las esperanzas de ella. Todo lleva escrito conclusión de nadería. Dos planos: ella definiéndose a partir del dolor ante los demás que son la mudez del muro, la veda irrevocable por ser diferente; él, ocasión de cima y cerrojo en el abismo.

          La estructuración del relato se ejecuta a base de epistolario, en el que se insistirá siempre en las diferencias imposibles de vencer entre los protagonistas. Los  acontecimientos son escasos en cuanto a verificación externa, más bien, el drama nace y se desarrolla al interior del monólogo insatisfecho e infatigable de Claudia, aunque todo él muestre un cansancio de siglos, de universo derrumbado. Novela de discurso, en la que cada palabra duele con la certeza de un dolor prolongándose en un presente sin remisión. Cada día —cada una de las cartas de Leopoldo—, es nueva oportunidad para desangrarse en la vanidad de una queja, porque el otro, el único, aquel que tiene poder de reino triunfante y de elocuente devastación afectiva, no podrá ser jamás del mudo como la herida protagonista lo necesita. El drama pues, reside en gran medida, en la extraña y oscura circunstancia de amar a quien resulta ser tan distinto y ante quien, sin embargo, no es posible liberarse. Su aparición rompe cualquier defensa de serenidades y obediencias para con la soledad.

          Los caracteres narrativos mencionados dejan la evidente sensación de los aciertos y yerros de la autora como novelista. En efecto, su capacidad constructora de dinamismo narrativo es débil por la ya mencionada reiteración de los dolores metafísicos y afectivos de Claudia, lo que, sin embargo, hace resaltar la enorme profundidad del pensamiento, esa conmovedora lucidez para con el dolor de las zonas íntimas. Además, la novela creemos podría ser disminuida en el grosor, sin que por ello menguara su gran eficacia de intensidad trágica. Pepita Turina pone en boca de cualquier personaje ideas precisas para moldear la sensación que uno experimenta en lo innominado. Es esta una de sus virtudes más laudables, es decir, la de aquellos autores que padecen largamente sus escritos y que, por ello, convencen en la autenticidad de ellos, aunque no exijan al lector concordancia o igualdad en las visiones. Verosimilitud tensada, exacerbadamente manifiesta.

          El argumento resulta ser muy simple: Leopoldo Glávick visita a una familia de provincia, la familia Nordel. Luego de algún tiempo comienza la vinculación afectiva, la que, sin embargo, no le despega de sus antiguas pasiones, ni alcanza a transformarle en hombre más espiritual. Su presencia en casa de Claudia es algo intermitente, ya por motivos de trabajo, ya por su derroche de sociabilidad con amistades y antiguos amores. La sostenida lejanía de ambos diseña la constancia de epístolas ya mencionadas.

          Para comprender mejor las raíces de la actitud de ella, es preciso conocer algunos antecedentes. Claudia y su hermana Jimena, han llevado durante un cuarto de siglo una existencia provinciana, virtuosa en la costumbre de repetir actos y ensoñaciones dentro de una familia tranquila. Creyéndose destinada a la soltería, Claudia no renuncia al ensueño de hallar al fin a quien entregar su vida y, su abstinencia, pues a pesar de la repetición negadora de oportunidades sabe —al igual que su hermana— de la opaca existencia que les va adormeciendo vitalidad y fantasía.

          “Tienen la convicción de que más allá de sus constantes melancolías, hay gentes que caminan por una ruta escogida, aunque áspera, mientras ellas sufren de una estagnación, arrastradas hacia la muerte por una vía monótona, indiferente, no escogida ni tampoco encontrada. (....) Atadas al mismo yugo de convencionalismos y moviéndose en el mismo ambiente, Claudia se yergue con sus rebeldías y sus sueños grandilocuentes, mientras Jimena, aunque tampoco conforme, tiene aspiraciones corrientes, de posible realización, que al ser efectivas le bastarían. Para sentirse dichosa le basta casi siempre un rayo de sol, mientras que a Claudia nada le basta o todo le sobra” (1).

          La referencia a la diferenciación de la protagonista en lo que respecta a su propia hermana, será una constante en las páginas de esta novela. Ella, la desolada y trágica amante, no tendrá centro ni reposo para la pena cósmica que le hiere en cada línea de cuerpo no menos que de alma, porque su clave espiritual es la de ser una mujer escrita con letras imposibles. Por ello es que ante los mismos problemas y negaciones, los demás alcanzarán la mejoría, mientras que para ella todo será inútil. He aquí el primer signo del hado personal de Claudia: ser peculiar, siéndolo desde la quiebra de cualquier intento de satisfacción compensatoria. Lo anterior le deja al descubierto para quien o quienes, más duros o menos vulnerables, sostengan o desarrollen sobre ella una impresión magnética o una actitud hostil. Claudia deberá acudir al silencio del monólogo, de lo que no alcanzaría a comunicar siquiera, aunque deseara decirlo, porque la velocidad de su mente no podría admitir la intromisión de la respuesta. Por lo demás, ninguna podría serle adecuada. Su rasgo continuador a la peculiar condición resulta ser entonces el silencio: monólogo, soliloquio más bien, y disimulo.

          “La desventaja de su hipersensibilidad frente a los seres y a las circunstancias, la obliga a desplegar una voluntad enorme de disimulo, no por un vanidoso contentamiento de no darse a conocer, sino por el deseo necesitado y terrible de aparecer así” (2).

          Sabiéndose demasiado, no puede argumentar con el desapego de lo que es libre de amarras lógicas o rotundas. Claudia degusta la vida a partir de su poderosa razón, la que no obstante, no alcanza a deslizar en ella la, pasión de ser no como las demás, sino la de obtener como las otras, los premios necesarios para que la vida se sostenga libre del desgano. Su propia luz racional sólo sabe alumbrar la tragedia del mundo afectivo, pero de ese que está en la vivencia con otro y aún mucho más profundo que toda insinuación de epidermis. El afecto de la protagonista consistirá en el de todos y en aquel que resulta ser causa y movimiento para vivir ganosamente.

          He aquí entonces un tercer aspecto de la consciencia sobre sí misma: recepción de su persona en los otros, especialmente en quienes podrían constituirse en liberación posibilidad de encuentro: los hombres. Sin embargo. “Se presentaba ante los hombres como un problema, no como una entretención. Y la base del querer reside en hacer la vida amable. Ella, no daba el tono de amabilidad; se transformaba, en vez de una compañera liviana, en una mujer interesante. Y a las mujeres interesantes se las admira más de lo que se las ama” (3).

          Sospechosa quizás de su impotencia para cambiar el curso del devenir de la vida, ella acepta con obediencia increíble el tejido de los acontecimientos. Sabe también que a los seres amados no se les busca, tan solo hay que hallarlos entre los involuntarios hechos que conforman la existencia. Experimenta la certeza de la inconmensurable distancia entre ella y el recién aparecido, pero “algo”, entre magnético e innominado la retiene, porque, a pesar de todo, la vida está cambiándole.

          “Claudia ha estado siempre demasiado sola. Ninguna amistad honda, ningún amor ha rodeado su vida de esa abrazadera confortante que es el afecto. El cuidadoso afecto familiar no tiene ya para ella ningún valor; le da la impresión de un cerco cerrado a las posibilidades deslumbrantes. Y he ahí que viene hacia ella un sentimiento voluptuoso de cercanías y caricias..." “No pudiera ser que en mí encontraras la alegría de vivir y que al corresponderme también me la dieras en forma intensa?"

          Ella no confía encontrar en ese amor la alegría de vivir. Vislumbra nada más que la comprensión de dos seres que se han buscado primero como amigos para salvarse de una soledad desesperante. En ese acercamiento, hasta las inquietudes han tomado formas desconocidas de belleza. Por debajo de sus negaciones, de sus defensas, desea que el hombre batalle contra ella y le enseñe “aquello” desconocido, a donde todas las criaturas anhelan encaminarse” (4).

          Curiosa existencia la de esta mujer en quien el más intenso deseo de ser amada está adherido a un dejo de fatalidad en la certeza de una derrota anticipada, porque ningún ser relativo podría satisfacerla. Lo más tremendo en sus refutaciones a la ocasión de una dicha afectiva, resulta ser la inexistencia de cualquier otro camino o ser para sus días. No hay Dios, no existen otras causas que pudieran haberla sostenido. La derrota anticipa a la nada: zozobra definitiva.

          Si el reino del amor resulta siempre un ascenso ineludible entre el oscilante deseo de entrega y de recibo, si aquel dios misterioso nos escoge por medio de un preciso otro, si sus flechas hieren y enajenan cualquier serenidad y dejan, en cambio, atrevimiento y una costumbre de soliloquios y desvelos; si el amor nos quiere compartir sin que por ello dejemos nuestra intimidad, si él descorre el engaño de creerse indispensable para uno mismo, y, en cambio, propone a un ser distinto como fuente de vida y no pocas veces, causa de pérdidas; si envalentona al tímido y endereza al malo, si sabe con una sola palabra, hacer evidente un sentido mágico del mundo, si además nos posee en completo estado involuntario y logra, más que otros bálsamos, unir lo discordante, será preciso reconocerle una potencia rayana en dimensiones infinitas. El reino del amor habita en las fronteras de las soledades, de la cruel distancia y de la cercana persona; puede hacer tanto como deshacernos por completo y no existe valentía, ni razón, ni voluntariedad para asirlo u obviarlo. El reino del amor nos tiene por vasallos. Somos siempre los expuestos, la tentación y el tentado, ese rumor de paraíso que nos recuerda a aquel otro que en la escritura, hombre y mujer han extraviado. Núcleo y periferia, principio y fin para los actos, cuna y túmulo para el sentido o sinsentido de la vida. No existe para el hombre un recuerdo más perfecto del cielo que el amor, ni uno más certero del abismo. Y si bien, genérica la experiencia de sus peripecias, no es menos su carácter de albor: en cada uno y en cada época. El reino del amor es casi siempre un recuerdo, ese otro tiempo imborrable para el cuál fuimos destinados junto a otro, aunque a veces los Iímites de su territorio anuncien un después similar al ahora. Por eso cuando amamos hacemos lo posible para que el instante de la dicha sea perenne, porque amamos la perfección de nuestro mejor estado, pero al amarlo así —y no podemos hacerlo de otra manera—, estamos sin quererlo socavando nuestra estabilidad, extremando el sueño, porque el tiempo no desea la fugacidad, sino la eternización de su plenitud. El amor es un dios encarnándose en las horas humanas. De allí su incansable optimismo, aunque uno u otro nos hayan decepcionado. Lo que muere no es nunca el amor, sino la fijación de ésta o de aquella persona en nosotros.

          Lo que une o desune a dos seres puede hablarnos con cierta proximidad de las razones profundas de la permanencia o transitoriedad de su vínculo. En la posible cercanía de lo más permanente habita el porvenir de los enlaces. Ese lenguaje sencillo con un tono exacto, mutuamente creado; esos secretos que todos saben o intuyen, pero que se les guarda afanosamente; ese mirar al otro y alcanzar su visión en la adivinanza de lo que aún es víspera de palabra.

          ¿Qué ocurre en este sentido entre Claudia y Leopoldo? El encuentro y desencuentro se continúan; los ademanes traicionan el mejor deseo y una cierta insatisfacción comienza a teñir de niebla la claridad de una presencia deslumbrante. Y es, que, como escribe Pepita Turina: “Para nosotros somos lo que sentimos, para los otros lo que expresamos” (5).

          Nueva clave del mundo interior, de la zona íntima de la protagonista: la expresividad restringida por la timidez o por la huida de lo banal, la llevarán al ocultamiento, al freno de su pasión sentida aunque no menos razonada. El mutuo lenguaje comienza a resultar imposibilitado. Leopoldo, por su parte, es hombre de apremios físicos que no consiente con la actitud de ella. Instinto frente a reflexión, brusca sangre queriendo convencer a pacientes y tensado soliloquio; instante autosatisfecho frente a imperiosa finalidad. Entonces confirma la pequeñez del mundo y sus halagos para conseguir en la vida algo más que transitorios olvidos de haber nacido demasiado singularizada.

          “Parecíame siempre como que me guardaba para un sentimiento así, único. Es que aspiro continuamente a llegar a una finalidad. El momento pasajero con toda su emoción, me entristece si está carente de finalidad. El presente me es vacío si no se adhiere al pasado y tiende hacia el porvenir. El presente es pequeño para mi avidez. (...) No podría ser una mujer de placeres fáciles. A pesar mío he debido gustar de cosas ligeras. Disfrutar de las cosas ligeras que son solamente ligeras, es lógico. Pero, lo que puede ser trascendental y lo es y puede tener continuaciones, no quiero que para mí sea interrumpido. Los que toman la vida en serio quieren hacer de los instantes una línea directiva hacia un fin, hacia una meta de posible ampliación. El estimador de lo profundo no puede menos de sentirse triste al ser empujado por corrientes locas. Yo quería vivir un amor único pleno de matices. No me interesan los cambios que a nada conducen. Lo verdadero, lo profundo es inagotable. Y siendo así y deseando vivir así, mi existencia se ha desarrollado sin finalidades…“ (6).

          Estamos en el lapso de las presencias, cuando, los protagonistas disfrutan y se recriminan con cierta inmediatez a los instantes de encuentros más sensibles. Leopoldo no puede comprenderla, porque él es palabra, acción, deseo descontento de ser satisfecho. Claudia tampoco podrá más que entenderlo a distancia, pero lo cierto es que tampoco sabrá amarlo como él lo necesita. En esto creo entender mi discrepancia con la autora, en cuanto a verlos desde una perspectiva menos parcial a los personajes. ¿Será culpa de alguien que uno no pueda entregar el amor del modo y medida que el otro lo requiere? No creo demasiado en la capacidad voluntariosa de manejar el amor según el estilo y deseo personal, por lo menos cuando dos creen entregarse. Por eso no es extraño hallar en esta novela de la intimidad —quizás si la primera novela psicológica en nuestro país, en cuanto a buceo profundo alumbrado en tipos de caracteres—, una permanente recriminación entre los amantes. Novela del desencuentro y de la frustración, porque en ambos irá restando la vida como un además doloroso al que se está predestinado a padecer.

          Leopoldo le dice: “Eres tranquila, terriblemente tranquila, hasta inexpresiva. No se te conoce hoy, ni ayer, ni nunca, si te produce agrado o desagrado, alegría o lo que sea, mi presencia. No pides caricias, no las solicitas, no las provocas. Nada nace de ti” (7).

          He aquí entonces el planteamiento fundamental de los amantes por medio de la figuración que ambos hacen del otro o de sí mismos. Luego, Leopoldo dejará la provincia y con ello Claudia habrá de vivir sobre la base de dos verbos: Esperar y Escribir. El primero, actitud de esperanza desacreditada por la futura correspondencia de mutuos reproches; el segundo, como la forma de sobrevivirse en la tragedia de ser desolada.

          El primer enfoque surgido en Claudia resulta ser el del reconocimiento de la condición de su existencia y de la significación del amado. Su alcance y justificación de actitudes no comprendidas por él. En fin, toda su rutina y sus deseos confesados a quien es distancia y abriga la creencia de poder conocerla. Mas, habrá de insistirse en la imposibilidad de la aprehensión del otro, pues tanto ella como él, quedarán siempre demasiado remotos, incluso para ellos mismos. La misiva la libera por momentos, intercala algún grado de conformidades, pero jamás logra desvanecer su consciencia lacerada, herida en el centro mismo del núcleo. La palabra la torna más juiciosa, objetiva, y por mejor pensada, muy pronta al interior que la arrebata.

          “En verdad, entre los hombres y las mujeres que me rodeaban, con sus variantes de vida y de expresiones, me sentía extraña. Sólo contigo tuve alguna afinidad más definida. Hubiera querido, desde que te volví a ver, reposar mi cabeza de niña cansada de juegos cerebrales y dejar latir mi corazón marcando los minutos felices del olvido de mí misma. Tras de tu carácter cambiante corría alocada y me olvidaba del cansancio interior de la vida monótona. Renacía persiguiéndote, es decir nacía, porque antes no había existido para ningún afecto: lazo desconocido para mi solitaria esquivez. Buscaba a tientas un corazón para hacerme pequeña y cobijarme en él como en un nido; y los corazones que mi percepción inquieta descubrió, eran pequeños; en todos sobresalía, me desbordaba en incomodidad, hasta que encontré el tuyo ahuecado para mí, inmenso como un nido gigante que apesadumbraba el árbol que lo sostenía, donde cupe toda, entera, y quedé encubierta.

          Mis vanidades, como la de no haber sido nunca, amada, nunca besada, de no haber recibido ninguna carta de amor, de ser considerada excepcional, se han ido desvaneciendo. Atormentada de continuo, esquivaba el amor adivinándolo de mucha emoción. La exasperación de mi gran inquietud desde que te volví a ver, me dio el presentimiento de algo irremediable y por eso fui cruel para tener en quien vengar mi quebranto.

          Tuviste ironías para mi frialdad aparente. No te guardo rencor por eso. Mi modo de ser, era obra del exceso de lecturas —asegurabas—. Te equivocas. Los libros no me han formado, no me hice de los libros. Lo único que me han despertado es un vago deseo de poder relatar como los escritores, de un modo elocuente y verídico; poder escribir, describirme. He desistido, he reconocido que cada frase es de por sí completa y trunca, que cada historia contable es un átomo de nuestra verdadera historia. Quisiera poder retratarme con un lente caleidoscópico en que estuviera nítida toda la impresión de mis impresiones, toda la emoción de mis emociones. He renunciado, me he visto obligada a dejar que mis instantes se derramen sin aprisionarlos en ninguna forma perceptible. Me ha sucedido que al escribir, al librarme de mi idea torturante y de apariencia verdadera, inmediatamente descienden sobre mí, formas distintas, acerca de las apreciaciones de mi espíritu. Esas verdades de un instante que no llegan a ser verdades de siempre, me producen luego una impresión molesta. Yo de un instante no soy yo de otro instante. Y siento como una angustia de las transformaciones” (8).

          Si nos atrevemos a transcripción tan extensa se debe a la insuperable lucidez con que la protagonista se analiza y explica. La precisión del lenguaje en tanto dice del vocablo urgente, cómo da cuenta de la penumbra del espíritu es verdaderamente ejemplar. Pepita Turina demuestra ser una escritora de ideas magistralmente perfiladas, pudiendo tocar incluso en esa precisión los términos más esquivos del ser: el deseo y las vagas coordenadas de su acicate.

          El genérico pero no menos lacerante llamado del amor en persona única resulta ser descrito con minuciosidad deslumbrante. Claudia repite lo único: la extrañeza de querer apertura a quien le libere de sí misma, de sus devaneos y esquiveces, porque para llegar a ser es imperioso un llamado de quien se constituya en el todo justificador de la vida. Y, naturalmente, el amado, siendo relativo, motivará alguna insuficiencia para el ansia, pues ante él se arriesga la nostalgia de absoluto, sabiendo que su poder reside mucho más en la capacidad de despertar que de responder. Ella no tiene más remedio que el riesgo, aunque jamás pueda desasirse para ser por otro.

          A la derrota de la esperanza le sigue la alternancia de los reproches. Lo que pudo ser unidad, hallazgo, disfrute de encuentro, proyección de futuros días y deseadas noches, corresponde en el ahora a un discrepante desencanto. Será tal vez por aquello de que sólo nos hieren aquellos que amamos, como ha dicho Borges. Y es en este punto cuando la voz de la protagonista adquiere el tono más atroz de la desesperanza. Antes de él, nadie; después de él, tampoco. Su amor ha correspondido únicamente, a zonas tangenciales en cuanto poder comunicativo, pero más allá de esa debilidad de unión, restan las zonas íntimas cada vez más insatisfechas, casi como condenadas, por haber sabido en su ocasión, de un poder ser, o de un posible imposibilitado.

          Los estados del amor suelen no ser convergentes ni unísonos en los amantes. Por el contrario, las más de las veces corresponden apenas a una cierta simultaneidad de los afectos. Estilos distintos; silencios desencontrados. Destiempo.

          “Nosotros hemos ido casi siempre a destiempo. Asemejándonos, no hemos seguido idéntico ritmo; los deseos, siendo los mismos, no se han despertado en el mismo instante; las aspiraciones, siendo parecidas, no han avanzado por idéntico escalón; cuando tu paso se perdía, el mío recién resonaba. No hemos sabido adaptarnos, no hemos podido. Nuestros corazones han latido desacordes. Y esto no lo podemos solucionar ni con inteligencia ni con amor. Ignoramos el recóndito impulso que nos llevó el uno al otro, que nos unió con un paso desigual” (9).

          Así es como la miseria del amor proviene de la caída de su inherente gloria. A mayor posibilidad, mayor el ansia, más crecida es su corona de espinas y envejecedor el tiempo de los frutos, porque sólo de lo que se espera positivamente puede existir desilusión.

          Historia ésta de “oscuros llamados” como diría Scarpa, porque como bien escribe la autora: “Las razones de las preferencias son lo más difícil de definir” (10). ¿Por qué eres tú precisamente quien ha despertado en mí esta pasión de ser feliz, de creer en el poder de serlo? Lo único claro consiste en que la vida debe contemplar su división entre antes y después de ti. La soledad ya no es posible sino como derrota y padecimiento; la vida entera tiene adosado tu nombre y me habrá de doler en aquello que fuimos y no fuimos, porque al decir de un poeta: “Con el número dos nace la pena”.

          La tristeza del amor tiene alcances infinitos y ha de escribirse con la totalidad de uno mismo, porque nada puede sustraérsele. Esta es una historia de la herida, del desgarro amoroso, porque ya antes de ser aquel, se estaba sufriendo la discordancia de vivir en tiempo el anhelo de eternidad. Claudia habrá de sufrir los ecos de la clausura al dar vueltas para llegar a su lecho de viudez sin matrimonio, pues la soltería es el signo que pesa sobre su incompatibilidad y su impotencia en la apertura a un amor imperfecto.

          Meses, días, años del corazón. Presencias, lejanías, soledades en Claudia. Celos, imaginaciones, turbado amor de Leopoldo. Más allá los otros, Jimena, Eva, la mujer de pasiones epidérmicas, la madre de Claudia y su moral de rutina. Todos son nadie, salvo la protagonista que afronta el juicio de la, vida, mientras el amado mantiene la cesantía de sus condiciones hasta alcanzar a otra que se le avenga al estilo más fácil y corriente de las personas. Las cartas se espacian en el abandono del físico, pero jamás del viento enamorado que es el aroma del otro, según Juan Guzmán Cruchaga, porque alguien la habita en su desierto para siempre, hasta que luego se restituye en su coherente soledad y entonces deja de responder a las últimas misivas. Los libros han de entregarle explicaciones o acercamientos para lo que nadie puede responderle. El orgullo hará su trabajo de refugiarla en empalizada de silencio: “Y no me verás llorar con ese dolor bárbaro del que se sabe solo” (11).

          “Zona íntima”, reconocimiento de una singularidad mórbida de absoluto y de sentido, un imperio de mandato profundo para conservar la lucidez de quien mira y a la vez es mirado, anillo de aire oscuro para que resplandezca el fulgor de una persona diferente. Pero en todo ello resalta el no pudo ser y la soltera no lo es tanto por no causar en otro alguna firme impresión y atractivo magnético, sino por serle posible únicamente la armonía solitaria de sí misma.

          “Ya me esperan las cosas cotidianas; el agua, el espejo, la polvera, la peineta, el libro, la labor y el ocio final de los atardeceres.

          Ya me esperan las cosas cotidianas; el dolor nocturno de mi lecho solo, mi silencio ante Dios, el ensueño de mi mente despierta y el descanso de mi cuerpo dormido.

        Y hasta mañana y siempre...“ (12).

          El mundo deja de pertenecer a las esferas mágicas como lo ha dicho Borges y una certeza de infelicidad y desierto habrán de repetir en la monotonía de lo nimio la rotura de cuanto habrá podido ser en la afirmación de un ascenso hacia lo que llamamos dicha, y, especialmente, Claudia verá la huida de las posibilidades, porque amó la eternidad sin poder olvidar ni desligarse de las tenazas del tiempo y de sus propios límites.

Citas

(1)   Págs. 10-11. Zona íntima: la soltería
(2)   Pág. 21. Zona íntima: la soltería
(3)   Pág. 22. Zona íntima: la soltería
(4)   Pág. 37. Zona íntima: la soltería
(5)   Pág. 71. Zona íntima: la soltería
(6)   Pág. 85 Zona íntima: la soltería
(7)   Pág. 96 Zona íntima: la soltería
(8)   Págs. 107- 108. Zona íntima: la soltería
(9)    Pág. 123. Zona íntima: la soltería
(10) Pág 129. Zona íntima: la soltería
(11) Pág. 216. Zona íntima: la soltería
(12) Pág. 228. Zona íntima: la soltería

LA VIDA QUE NOS DUELE

          Vivir la vida como una agónica, echar los brazos al vacío o adentrarse con frenesí en los propios ecos, resulta ser la actitud fundamental en el mundo narrativo de nuestra autora.. Cada rincón se ve alcanzado por la oscura contaminación de la tristeza imborrable. ¿Derrota ante el destino? Tal vez no es esa la explicación más exacta, sino un declarar cierta dirección de la existencia a base de negaciones, o de la única en que todas las demás, pueden hallarse reflejadas: el extraño de la dicha. Por ello es que la traducción de lo imposible sea el, núcleo en cada uno de los, protagonistas. Pero este decir de la vida en su probabilidad y negación en pensamientos rotundos, sin disimulo de tragedia en tanto ella expone una actitud, de combate acotado por la derrota.

          Padecer es el destino de cada uno de los caracteres de Pepita Turina. Su pensamiento no admite el desvío, sino la definición. Nada puede ignorarse voluntariamente, aunque el saber lleve una apetencia de abrazo ilimitado, porque la soledad jamás será compartible. Conformidad entonces sin ocasión, de mengua del dolor en la consciencia heridora. Ser la llaga en la singularidad y no alcanzar el deseo gratificado de lo más hondo. Y de todo ello la comprobada obediencia a los signos que urden más allá de la voluntad un cuociente definido.

          Imagino que ella quisiera confidenciarme algo así: Cuando alguien me dijo que existía la alegría me decidí a mirar en torno, a indagar el inmenso orbe de las entrañas celestes; me decidí a todo cuanto me fuera preciso hacer por saborear en mí ese vientecillo de ternura y proximidad porque creí en la posibilidad de la dicha. Anduve apurando muchísimas tristeza, queriendo olvidar el ala rota del amor y su música sublime, que me diera a conocer adioses y distancias. Me violenté muchas veces para seguir siendo una posibilidad de risa o de sonrisa tan siquiera. En torno a mí todo creció y murió y volvió a la vida de los días. Entonces vino todo el mundo con su placer sugestivo, llamando a voces fuertes, queriéndome quizás, aunque jamás pude o supe enterarme de ello. Porque había signos de quebranto donde otros alcanzaron la grandeza de lo mínimo, porque sí o porque no, mas no fue posible entender o sentir siquiera ese poco de dádiva escondida cuando alguien vino a decirme que existía la alegría.

          Cuando alguien quiso advertirme de la tristeza,, no tuve necesidad de indagar demasiado, ella era mi substancia, ese acontecerme dentro y fuera con la unidad de lo único posible. Me vi entonces destinada a pensarme en soledad, definiéndome siempre en la carencia, en todo y nada, en la noche imborrable porque yo no era alegre, porque yo era la tristeza.

          Ahora es siempre el violín solitario ejecutando en sus cuerdas la armonía brindada en una sala vacía.

          Todos los personajes pueden ser las circunstanciales variaciones de uno mismo. No podemos ignorarlo. Ya no existe vacilación, sino aquiescencia para lo que siendo, lleva consigo lo que no pudo ser, todo el mundo de haber sido y ser otro tan inexorablemente imposible como insistente en el que se es. Todo los personajes advierten fieles o desvaídos un fragmento insobornable del interior. Por lo demás, ellos están en la fijeza de una escritura callada, pero dispuesta a devolver en cualquier instante los signos más reveladores de la clave misteriosa y más o menos evidente del que estamos siendo.


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© Karen P. Müller Turina