LOS
CABALLOS QUE CAMBIARON DE COLOR
(1975)
No
es extraño que en un relato infantil exista la presencia
importante de los animales; y más aún, si sabemos
que para el niño todo ser vivo le habla con su movimiento
y su misterio, y en ello su capacidad de belleza.
Los niños están próximos a todo lo que les sensibiliza
su disponibilidad amplísima de atención admirativa.
Paralelamente ellos existen en un asombro inalterable,
como no sea por otro asombro.
Un
lugar donde nacen corceles de distintos colores, menos
blanco. Los niños de allí buscan la proximidad de
las crías y establecen con ellas un lenguaje interrogativo,
de ver cuales provienen las respuestas silenciosas
de la indiferencia animal, que, naturalmente, no puede
ser comprendida por ciento cinco pequeñuelos. Pero
entre los niños había uno más soñador. Su padre tenía
una biblioteca llena de muchos libros. Y nadie le
prohibía acercarse a ellos y mirar lo que allí había.
Es
que no sabía leer. Todavía no había ido a la escuela
y parece que en esa biblioteca no se guardaban libros
con estampas prohibidas, que no pudieran ver los niños.
Así es que sacaba libros y libros para mirar los que
estaban ilustrados”.
En
más de alguna ocasión al ver caballos, pero ninguno
blanco, lamentó no poder conocer ese color de pelaje.
Es entonces cuando asistimos en un 24 de diciembre,
durante la Noche Buena, al acontecimiento maravilloso
del relato: una claridad refulgía desde una estrella,
la cual llevaba a todos los corceles de, su solar:
“Los caballos caminaron y caminaron guiados por esa
luz. Al llegar a un pesebre donde había nacido un
niño, a quien llamaban Jesús o Niño Dios, formaban
una tropilla blanca y su pelaje brillaba como iluminado.
Allí se detuvieron toda la noche y al amanecer tomaron
el camino de regreso”.
La
transformación de la realidad o, mejor, la superación
de ella para encontrar respuesta al deseo infantil
de ver y poseer caballos blancos alcanza cumplimiento
pleno y, en ese sentido, la transformación maravillosa
que suelen asumir los lugares en este tipo de relatos:
“Y desde entonces ese lugar se llama la “región de
los caballos blancos”, porque en todo el globo, en
ninguna parte, hay caballos más blancos que los que
allí viven, que los que allí nacen”.
Las
palabras anteriores no sólo concluyen el cuento, sino
que perfilan e individualizan perfectamente el ámbito
especial, distintivo de este lugar frente a todo el
resto. La dicha se presume colmada de permanencia
y el niño radiante de alegría.
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