Pepita TURINA
o
la vida que nos duele

Juan Antonio Massone

 

Pepita TURINA
o
la vida que nos duele

Juan Antonio Massone

LOS CABALLOS QUE CAMBIARON DE COLOR
(1975)

          No es extraño que en un relato infantil exista la presencia importante de los animales; y más aún, si sabemos que para el niño todo ser vivo le habla con su movimiento y su misterio, y en ello su capacidad de belleza. Los niños están próximos a todo lo que les sensibiliza su disponibilidad amplísima de atención admirativa. Paralelamente ellos existen en un asombro inalterable, como no sea por otro asombro.

          Un lugar donde nacen corceles de distintos colores, menos blanco. Los niños de allí buscan la proximidad de las crías y establecen con ellas un lenguaje interrogativo, de ver cuales provienen las respuestas silenciosas de la indiferencia animal, que, naturalmente, no puede ser comprendida por ciento cinco pequeñuelos. Pero entre los niños había uno más soñador. Su padre tenía una biblioteca llena de muchos libros. Y nadie le prohibía acercarse a ellos y mirar lo que allí había.

          Es que no sabía leer. Todavía no había ido a la escuela y parece que en esa biblioteca no se guardaban libros con estampas prohibidas, que no pudieran ver los niños. Así es que sacaba libros y libros para mirar los que estaban ilustrados”.

          En más de alguna ocasión al ver caballos, pero ninguno blanco, lamentó no poder conocer ese color de pelaje. Es entonces cuando asistimos en un 24 de diciembre, durante la Noche Buena, al acontecimiento maravilloso del relato: una claridad refulgía desde una estrella, la cual llevaba a todos los corceles de, su solar: “Los caballos caminaron y caminaron guiados por esa luz. Al llegar a un pesebre donde había nacido un niño, a quien llamaban Jesús o Niño Dios, formaban una tropilla blanca y su pelaje brillaba como iluminado. Allí se detuvieron toda la noche y al amanecer tomaron el camino de regreso”.

          La transformación de la realidad o, mejor, la superación de ella para encontrar respuesta al deseo infantil de ver y poseer caballos blancos alcanza cumplimiento pleno y, en ese sentido, la transformación maravillosa que suelen asumir los lugares en este tipo de relatos: “Y desde entonces ese lugar se llama la “región de los caballos blancos”, porque en todo el globo, en ninguna parte, hay caballos más blancos que los que allí viven, que los que allí nacen”.

          Las palabras anteriores no sólo concluyen el cuento, sino que perfilan e individualizan perfectamente el ámbito especial, distintivo de este lugar frente a todo el resto. La dicha se presume colmada de permanencia y el niño radiante de alegría.


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© Karen P. Müller Turina