Pepita TURINA
o
la vida que nos duele

Juan Antonio Massone

 

Pepita TURINA
o
la vida que nos duele

Juan Antonio Massone

          “SOMBRAS Y ENTRESOMBRAS DE LA POESIA CHILENA ACTUAL” (*)
(1952)

(*)    El presente volumen corresponde a estudios realizados durante la década del 40. Fueron publicados al principio de la siguiente por Oreste Plath, el marido de la escritora, quien Ilevó el presente trabajo a Edics. Barlovento. Santiago, 1952, pág. 74.

          No es azar ni capricho el título de este ensayo, pues lo visto o entrevisto se atavía de zonas luminosas y de otras no menos importantes donde campea la penumbra. Por ello las sombras resultan verdaderas habitaciones para quien escribe y para quien lee, y, entre ellas, los haces de luz, de paréntesis de luna, por hacernos inteligibles y comprensivos el rostro más distante de lo real allí expuesto.

          Sin embargo, existe siempre la necesidad de definir lo indefinible, de hacer dominio nuestro a aquello escurrido o apenas si vislumbrado. ¿Podrá encerrarse la poesía en los límites de un poema? ¿Podrá otro, el lector, realizar el milagro explicativo de lo que naciera por una íntima necesidad, por un impulso irrazonable o razonablemente inefable?

          La duda expuesta más arriba nos predispone a responderla negativamente, o por lo menos, a circunscribir el alcance del poder de la palabra a decir de otra palabra, de los átomos encadenados del poema. Porque escribir acerca de la poesía —de cualquiera que sea— resulta ser una especie de fotografía del arcoiris que el día de lluvia muestra. Por lo demás, cuando escribimos nuestras facultades concentran sus posibilidades en fragmentos más o menos visibles, más o menos predispuestos a ellas. Escribimos acerca de los que nos representa, lo mismo vale para el poeta cómo para él ensayista. En consecuencia, el poder que alcancen las palabras estará directamente relacionado —en uno de sus aspectos— con la cercanía producida con los lectores, por aquello de que no nos pertenece sino lo que ya tenemos como predisposición en el alma. Porqué junto a la necesidad de decir para continuar siendo el que somos y debemos y creemos ser, próximo a ella nos es menester el reverso o mejor, el complemento de los otros, para que nuestra palabra se pruebe también en ajenas latitudes y pueda crecer en universalidad, en multiplicación de referencias y de verdades irrefutables cuando corresponde a personas verdaderamente sensibles y despiertas.

          La consciencia del límite es pues el principio rector de toda empresa que no quiera ser desbordada por el fracaso. Consciencia necesaria para el hacedor —sólo en ella se sabe y se admite lo ignorado—, del límite, para así asumir el asedio de la duda y de la sombra como ínsitos caracteres del trabajo intelectual y recreativo que el ensayista acepta como destino en su quehacer.

          Por otra parte, ver en la obra ajena lo que ella es, lo que es su existir de significados en tensión, vislumbrar siquiera su reino de probabilidades y concreciones, saber de la humanidad singular en ésa expresión de lenguaje diferente, no olvidar que en sus páginas subyace una experiencia, una época, mundovisión en la perspectiva de una conciencia que se ha representado a partir de zonas más o menos amplias, más o menos restringidas de lo real, todo esto es de suyo esencial y abrumador.

          El ensayista constituye en estos casos. el lector ideal y, sin embargo, el más peligroso. Lo primero, porque se detiene en las páginas con ansia indisimulada de encuentros; lo segundo, porque puede alterar, o traicionar la obra, multiplicando con ello el error o el desvío de otros lectores que conocerán el libro inicial sólo a partir de una referencia incompleta y tendenciosa. Además, el quehacer interpretativo será casi siempre provisorio, sustentándose sólo en el recuerdo de lo que le diera nacimiento. Extraña es, por lo tanto, la suerte del trabajo del ensayista literario: constituir el segundo insuficiente con respecto a una labor previa, primigenia, original. Y sin embargo, la tentación de comprender origina aquí y allá trabajos de meditación para congeniar en la palabra la irradiación magnética dimanada del cuerpo verbal de uno o varios creadores.

          Sucede de tanto en tanto la existencia de obras interpretativas que alcanzan por sí mismas la dignidad de una creación. Los casos no son pocos y, a menudo, deberán contem­plarse como consulta obligada para el recto conocimiento del orbe poético o intelectual de un autor (**).

          El presente volumen recoge enfoques parciales de la obra de siete poetas chilenos: Humberto Díaz Casanueva, Rosamel del Valle, Antonio de Undurraga, Juvencio Valle, Jacobo Danke, Chela Reyes y María Silva Ossa. Cada uno está acompañado por un matiz dominante que desea dar luz en la sombra de ese reino de súbita lucidez que es la poesía en cada uno de los casos. Entretejido a cada autor, Pepita Turina expone sus ideas del arte y del proceso creador con inequívoca claridad.

          En primer lugar, la presencia de una mente ordenadora que sospecha cuales son las íntimas leyes artísticas y del que pretenda acercarse hasta su médula. “La poesía no puede explicarse; no puede hacerse eso racionalmente, como lo qui­sieran algunos para su comodidad. La poesía no debería explicarse. Está ahí, por sobre y por bajo el universo de la mente, adquiriendo un cuerpo proteico multiforme. Y el poeta, que está en permanente pie de conquista, trata en todo momento de arrasar las palabras, de arrancarles nadie sabe bien qué: su emoción, su belleza, su musicalidad, su fondo filológico, y nos entrega ese don que se llama verso y que es uno de los tantos misterios humanos” (1).

          Puestos los cimientos del respeto necesario para el misterio de la poesía, la ensayista nos declara su personal acercamiento a la obra de los autores mencionados más arriba. Los accesos a la obra lírica son generalmente dos: el sentir y el entender. Obras hay en que el afecto llevará a la coherencia del pensar; otras, en que será necesario entender para conseguir esa latencia afectiva del sentir. En ambos casos, existe el fenómeno de la comprensión incorporada de obra y lector, la natura de la ajenitud y la consecuente proximidad de espíritus.

          “He empleado para conocerlos la facultad de sentirlos primeramente. El arte no es tanto para ser entendido como para ser sentido, gozado, como el amor, como la ilusión, como el perfume. Y aunque el arte no tiene ninguna obligación, ni siquiera la de existir, orienta, cava y distribuye inteligencia y cambia el espíritu de los hombres y, por derivación, el de la humanidad” (2).

          Y más adelante agrega la doble vertiente del conocimiento: la, voluntad e involuntariedad del hallazgo y predilección. Escribe:

          “Yo he tenido de estos poetas un conocimiento progresivo premeditado e impremeditado. La impremeditación venía desde que, sin pensar cogerlos para estudiarlos, ni menos para hablar de ellos; cuando todavía no estaban elegidos como tema, los conocía ya; sus aspectos físicos y espirituales me habían rozado. La premeditación vino cuando hubo una transición en mis observaciones y traté de captar más; cuando seguí el proceso directriz de iniciar la búsqueda de lo conocido para superconocerlo” (3).

          En efecto, la búsqueda motivada por la necesidad de encuentro de cierta materia; de cierto contenido, está perfilado en el alma, de modo que, siguiendo la tradición platónica. agustiniana, la ensayista acepta su conocimiento como un reconocimiento de lo que estaba como carencia e ímpetu de aplacamiento. Mas, subraya la acción y el carácter impremeditado de aquello que nos madura sin atención al cálculo. Diríamos que sostiene la pre-existencia de un perfil y de una clave genético-espiritual transitada de inclinaciones y de urgencias menesterosas de satisfacciones inmarcesibles, a las que la poesía presta su poder y su magia como “una manera de sentirnos menos vacíos”.

          Sabe también en su lucidez que el todo es inaccesible para cualquier deseo humano, y más aún, si el esfuerzo encamina sus anhelos en materia tan esquiva como la obra de los poetas. Estos son los llamados a coger lo difuso entregarlo a los demás como una ofrenda de humanidad fraterna, para hacernos menos remotos de nosotros mismos. “Aprisionador de lo que se desvanece, de lo que ni siquiera existe para muchos, nos enseña a sentir acontecimientos poéticos que tienen una materia extraña de realidad” (4).

El pensamiento de Pepita Turina evidencia ser fruto de una interiorización de numerosas circunstancias, lo que le hace aparecer más rotunda y segura en lo que escribe. Hace convivir la observación genérica con la peripecia singular, sus preferencias que significan esfuerzo y soledad, o por lo menos, escasa concurrencia de otros, y si se quiere, una valentía para no dejarse domesticar por el espíritu gregario o hipopotámico de nuestra época. Afirma el valor del descubrimiento como una permanente introspección, más que distracción o experiencia acumulativa de logros, externos; observación suya, en vez de citas de erudiciones pacientemente ordenadas; énfasis en la individualidad como generadora de consciencia colectiva. “La poesía es un lujo de ciertos espíritus”. Porque aquella reside más allá del ámbito mercantil y mensurable: “no pretendé responder preguntas, y menos preguntas del hombre común. No todos tienen anhelo de belleza y expresión. (...) Y el trance poético son momentos álgidos que no quieren morir y se transforman en poesía” (5).

          La última cita nos entrega algunas afirmaciones que no compartimos del todo, o al menos, en la forma tan excluyente en que están expuestas. En primer lugar, coincidimos en aquello de la poesía como don de algunos espíritus, en la medida de la escritura propiamente tal, mas no es menos cierto que cualquier persona normal distingue —aunque subjetivamente— lo bello de lo feo, y, sobre todo, posee una. cierta necesidad de disfrutar de la belleza, sea encarnada en seres humanos como en otros de diferentes especies. Si bien, por otra parte, no todas las interrogantes contenidas en la poesía son representadas en el espíritu del hombre común, no es menos cierto, que la excelsitud de algunos, su universalidad, logran representar ciertos anhelos generales, matices lo suficientemente amplios como para que los demás se reconozcan en las obras de esos “espíritus”, aún cuando la mayoría ignore existir en ellas. Finalmente, aceptamos la singularidad o el carácter esporádico de los hombres en expresarse por medio de la palabra o de los signos del arte, aunque ello no englobe la necesidad de expresión genérica de la mayoría. La diferencia fundamental reside en que sólo algunos pueden y sienten el llamado a la conciencia de lo real en sus dimensiones plurales de lo posible, de lo imposible, de lo probable y de lo inexorable. Sólo algunos pueden buscar buscándose; decir, diciéndose y diciendo; hacer mientras se hace la vida; o si mejor que todo lo anterior: dar nombre a lo que de suyo sucede con nombres sucesivos y perecibles.

          Los poetas buscan la fijación de lo que es escurridizo; eternidad para el instante; ordenamiento del caos; unidad pa­ra lo plural; palabra en el silencio.

          La agrupación de ciertos nombres de nuestra poesía nos lleva a considerar el segundo gran aspecto del ensayo de Pepita Turina: su vislumbre aunador de la obra disimil de aquéllos.

          Los define como poetas de sombras, obscuros, no fáciles. Son de esos que dejan entrever, pero no se entregan a la epi­dermis por lo fónico o la inmediatez reconocible en la crónica del día. Por el contrario: “los poetas obscuros son los poetas desilusionadores que entregan las ásperas bellezas difíciles. Su manera de exponer parece una deformación. Las zonas espirituales de estos poetas no se comunican con las nuestras por medio de fáciles señales, y no nos tienden alfombras de flores para que nos acerquemos sino caminos subterráneos que amedrentan, y que impresionan como feos e impenetrables a los que carecen de cerebros de luciérnagas es decir, con irradiaciones de luz propia o con antenas especiales con las que se nace o se puede desarrollar” (6).

          Diríamos que son poetas de zonas interiores, alejados, con una expresión próxima a la penumbra, pero no por eso menos humanos ni menos conmovedores.. Y es necesario transitar —según la autora— por aquellas zonas, pues: “Quien no se aproxima a la tiniebla no descubre nada” (7).

          El primer autor es Humberto Díaz Casanueva, a quien se le descubre en su intelectualidad y filosofía para definirlo en la sensación verbal que es goce comprensivo. Visto a partir de dos de sus obras: “El blasfemo coronado” y “Réquiem”; la autora se detiene en algunas observaciones muy acertadas acerca del gran poeta.

          “Humberto Díaz Casanueva no es de los poetas que enamoran, sino de los que hacen pensar”. “La poesía de Díaz Casanueva es una poesía de silencio que entra en las bocas que no dicen versos y no están en la “edad de los versos”...

          Y una tercera: “Es de aquellos cuya intelección, cuyo cerebro, está vigilante de esa electrificación que produce a sus sentidos el contacto con el mundo, la captación poética o la trasformación a poesía de un mundo mirado en los momentos relampagueantes del trance poético que ilumina y mueve una mano que escribe” (8).

          La poesía es también o sobre todo, una indagación de nuestro puesto o de nuestras pérdidas en el mundo. La carencia engendra el canto, como la herida, la queja. Las zonas envueltas, conjuradas, dichas o entredichas según el logro o fracaso de la palabra poética es la lucha del poeta contra el ángel hasta el amanecer de la naciente obra o hasta más allá, cuando la obra debe nacer en la recreación ajena. La obra de Pepita Turina es la experiencia de una comprensión y de una sensibilidad y en este sentido, entrega una consciencia alerta en enfoque que insinúa un mundo mucho más vasto de cada autor.

          El segundo poeta: Rosamel del Valle en su sentido espiritual. Sabemos que el autor de “Orfeo”, de “La visión comunicable” y de esas curiosas narraciones llamadas: “Las llaves invisibles”, representa al poeta iluminador de zonas inhabituales. Su poesía fue enigma y su sentido estuvo dispuesto más que a contener intelectualmente, a participar del insabible mundo para la escueta lógica. Pepita Turina así lo advierte cuando escribe: “Y lo obscuro, en la mayoría de los casos, tal vez sea lo intransitado, más que lo intransitable”.

          El acercamiento que nos entregan sus páginas a este poeta son de las más certeras. Perfila el rasgo impopular minoritario de esta poesía; acerca la distancia de quien escribió las claves que le fueron reveladas de aquellas zonas donde el hombre rutinario o seco no puede siquiera sospechar una existencia, y, de todo ello, le vienen pensamientos de comprensiva extensión y de innegable acierto. Para ella, Rosamel del Valle es “un poeta escrutador”, de aquellos que traen a la luz las extensiones sombreadas.

          Sin recaer en la cita excesiva, prefiere resumir su percepción de los enigmas de ese misterioso sistema de comunica­ciones: el sentido de una poesía enigmática y tornasol, para hablar con los vocablos del postrer título del poeta.

          Antonio de Undurraga es el nombre tercero. “Lo que a mí me ha hecho elegir, a Antonio de Undurraga, es su, angustia metafísica, que usa símbolos telúricos, marítimos, zoológicos, floreales, y de otras diversas índoles para un decir altivo, entre frío e intelectualizado, que lo ha ido marcando como un luchador osado que hace, acoge y defiende la poesía actual” (9).

          Definitivamente Pepita Turina se inclina por la poesía que alude y relaciona distintos ámbitos de la interioridad problemática, esa extensión que se contrae bajo el imperio cósmico, más allá de la lógica corriente y nunca más acá del asombro. Preferencia, por lo ininteligible, porque según lo afirma, todo poeta es un intelectual aunque no sea demasiado inteligente.

          Juvencio Valle es el cuarto poeta escogido en este estudio. Una vez más lo que importa en este enfoque son las reflexiones de la autora, como si con ellas estuvieran dialogando en su interioridad el conocimiento de la obra, su mundo y estilo peculiar, su ángulo determinante que precisa un modo dé ver y de entender el mundo. Interesante es pues aquello de la imposibilidad de la experiencia “sin una propensión subjetiva”. Ilumina el umbral del porqué un hombre puede ser sensible sólo a algunas experiencias, sólo para algunas fatalidades. Mentís a los que creen abundar su movimiento y su posibilidad a base de multiplicaciones de sitios y aconteceres. Citando el caso de Juvencio Valle, Pepita Turina prueba la existencia de una clave más honda que las simples visitas y sucesos para la energía expresiva de los autores.

          Luego se presenta a Jacobo Danke, uno de los autores más desconocidos en el conjunto de su obra, salvo el caso de “Hatusimé”. La ensayista se detiene en algunas citas de “Las Barcarolas de Ulises” (1936), “Fundación del Océano" (1945) y “Canto al Mar del Sur” (1951), para exaltar de ellos la fantasía luminosa acerca del océano. “El léxico de Danke —escribe Pepita— es aquel tras del que acude una ineludible emoción del poeta que demuestra conocer los vericuetos del diccionario y sus posibilidades. Su léxico va en busca de originalidad en un anhelar expresivo. Tras esta poesía está el poeta —el hombre— y sus temas predominantes que quieren superar la realidad y que eligen este destino de expresión” (10).

          A continuación siguen algunas páginas de repulsa a la vanidosa inclinación de los más, de aquellos que suponen derecho a opinar y criticar el arte, la poesía moderna como si ésta fuera necesariamente un atentado, una transgresión cercana a la fechoría. Mas, todo poeta es buscador porque necesita una cierta perfección estética para lograr decirse y enlazarse a los otros, incluso aquellos que desprecian o ignoran estas manos tendidas, pletóricas de corazón, de interior candente. Entonces surge inevitablemente la discordia entre lo habitual y lo que necesitará de ojos venideros para conquistar repercusiones. Agonía de rutinas contra aventuras.

          “Es curioso que siempre esté faltando el descubridor de lo que existe, el intérprete, el transformador, digamos eI aventurero” (11).

          Y unas líneas más adelante escribirá: “Los artistas son responsables de sus expresiones y de su tiempo. Ellos lo revelan y lo marcan. Esta poesía es el flujo natural de los espíritus poéticos actuales. La vida no se detiene en ningún umbral. .

          El arte es como la corriente oculta de la vida y de la muerte” (12).

          Finalmente, dos autoras: Chela Reyes y María Silva Ossa. De la primera subraya el signo amoroso personal, sin parentesco con las famosas poetas americanas de otrora: Gabriela Mistral, Juana de Ibarbourou o Delmira Agustini. Como mujer, predomina en ella la intuición, descrita como esa “luminosidad misteriosa que conquista lo desconocido en una especie de no saber” (13); de la segunda exalta cierta “preeminencia miniaturista y en ese oficio de escribir que es en ella una fuerza combinada entre el medio y su persona, usa un estilo sin ninguna retórica sabia; se manifiesta en lo que tiene de más puro en el equilibrio de los elementos que admite su emoción” (14).

          El necesario repaso de estas páginas nos descubre con más certeza la actitud de ensayista de Pepita Turina. Si el género de las proposiciones e hipótesis a desarrollar urge de verdades parciales con nostalgia de absolutas —la autora no acepta absolutismos, ni menos en estas materias de interpretación—, necesita, sin embargo, la lucidez del límite y el pronto reconocimiento de lo inefable. No. obstante, el ensayo exige siempre una cierta actitud razonadora, sugestiva además, para que en su unión pueda alzarse una parcialidad que deje adivinar ulterioridades. Mas, ¿será siempre posible no caer en la tentación de ultimar lo acometido en un texto exigente de rigor intelectual’? Una cosa es clara: Pepita Turina escribe en esta obra la incitación sobre una perspectiva de ver y significar una porción del mundo. Su fundamento y materia: los poetas de sombras y entresombras, quienes “traen a luz una parte de las enormes substancias inasequibles de los seres. Todo individuo, por muy ensimismado que sea, es un factor universal” (15).

          Este ensayo es tan provisorio como toda obra y todo tiempo. A partir de él puede intuirse el misterio de lo que siendo palabra común, sólo en algunos alcanza la luminosidad de verbo y de experiencia: la poesía. Ensayo dinámico porque lleva al lector a replantearse los supuestos reales donde más reposa que vigila y donde más repite que aventura.

          (**) A manera de ejemplo señalaremos los casos de Pedro Salinas y su visión de Jorge Manrique; el de Amado Alonso y parte de la obra de Neruda; el de Guillermo Sucre y la poesía de Borges, por citar sólo tres de los muchos que hay en este sentido.

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Citas

(1) . Pág. 5. Sombras y entresombras de la poesía chilena actual
(2) . Pág. 8. Sombras y entresombras de la poesía chilena actual
(3) . Pág. 9. Sombras y entresombras de la poesía chilena actual
(4) . Pág. 10. Sombras y entresombras de la poesía chilena actual
(5) . Pág. 11. Sombras y entresombras de la poesía chilena actual
(6) . Pág. 11. Sombras y entresombras de la poesía chilena actual
(7) . Pág. 12. Sombras y entresombras de la poesía chilena actual
(8) . Pág. 32. Sombras y entresombras de la poesía chilena actual
(9) . Pág. 37. Sombras y entresombras de la poesía chilena actual
(10). Pág. 52. Sombras y entresombras de la poesía chilena actual
(11). Pág. 58. Sombras y entresombras de la poesía chilena actual
(12). Pág. 59. Sombras y entresombras de la poesía chilena actual
(13). Pág. 67. Sombras y entresombras de la poesía chilena actual
(14). Pág. 70. Sombras y entresombras de la poesía chilena actual
(15). Pág. 61. Sombras y entresombras de la poesía chilena actual


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© Karen P. Müller Turina