NO
HAY PARA QUE SOÑAR
(1940)
Existen
seres que hacen del ensueño permanente su manera,
su estilo inveterado de existencia, como si así pudieran
vivir doblemente las dimensiones de crear vida a imagen
y semejanza de la necesidad, mientras reciben la gratificación
de ser protagonistas de la propia creación. Así pues,
son a la vez soñadoras y soñadas. Gilda es una de
estas personas.
El
escenario es una sala de conferencias. Allí, dispuesta
a escuchar del tema que la entusiasma, lentamente,
con ese traspaso imperceptible del desdoblamiento,
cuando la atención es atraída, por un objeto —persona
o cosa— hasta llevar a olvidarse de sí, la van dejando
en disponibilidad de ingreso al mundo a que vive y
consagra buena parte de su tiempo: soñar despierta.
Gilda, como toda mujer, convierte su abstraído espíritu
en especie de satélite en torno al conferenciante,
porque: “Cualquier varón universal es individual para
alguna mujer”. Por eso es que "lo mira, lo observa,
lo siente y sufre; por la mujer lejana que no se encuentra
a su lado. Sufre del hombre universal el dolor de
la mujer universal en ese olvido. Ve al hombre que
actúa y que trabaja desplazando su amor y sus sentimientos
de ternura, cogido totalmente por su actividad. Nosotros
somos el motivo del trabajo del hombre, de que ellos
trabajen, pero les servimos para el ocio”.
La
narradora comparte sus reflexiones con el lector a
medida que el argumento del relato avanza hacia los
momentos cimeros. Pepita Turina logra concitar el
máximo interés justamente cuando reflexiona o expone
en pensamiento conclusivo y revelador el plano de
su mente dispuesta a consignar en vocablos sus observaciones
de la experiencia. Una vez más el argumento cede interés
y verosimilitud para dejar espacio a lo que deba
explicitarse del pensamiento inquieto y rotundo.
Gilda
conoce al conferenciante. Conversa con él, no sin
mengua de oposiciones argumentales en su coloquio,
porque ella posee un sentido no descubierto por otros
en cada tema abordado, porque ella es mujer que sobrepasa
los cálculos más previsibles de quienes conviven o
creen conocerla. Porque Gilda es una mujer que sueña...
Por
su parte, el otro personaje femenino, Nora, aporta
también su cuota de pensamiento y de habilidad para
contrarrestar los juicios desvaloradores del conferenciante
cuando dice:
“El
hombre tiene con frecuencia una sonrisa especial para
cuando la mujer se desilusiona en esas formas de detalle
considerados frívolos. Y él no se interesa sino por
la mujer de su instinto. El hombre también tiene juicios
frívolos para la mujer de condiciones que desarrolle
una actividad política, intelectual o la que sea,
fuera de lo que se ha considerado de especial atributo
femenino, antes de interesarse por ella o por saber
hasta qué punto vale, indaga si es joven, si es bonita,
si tiene atractivo sexual”.
Naturalmente,
después de esta, intervención se produce una tregua
o, por lo menos, una disminución del sentido rotundo
deI personaje masculino en sus aseveraciones. La autora
va logrando perfilar perfectamente las psicologías
masculinas y femeninas —en cuanto genéricas— cuando
se trata de la relación psico-física entre ambos.
Por ello permite a cada personaje un, decir adecuado
a la realidad ambiental de nuestros países. Y al decir
del conferenciante:
“Reconozca,
eso sí, que todavía los hombres de esta América del
Sur están poco acostumbrados a la “mujer de condiciones”.
De la autoridad paterna pasan ellas a la marital.
No tienen un resquicio adulto en donde pueden asomarse
a la libertad de saber qué prefieren. No se trata
sólo de obedecer. Se requiere discernir. Y como a
la mujer de estos lados le gusta casarse temprano
es como si viviera en un bote en que primero reman
los padres y después el marido, y ella mientras tanto
mira el paisaje”.
Luego,
la convivencia se prolonga al día siguiente entre
él y Gilda. Pero en el cine no logran coincidir en
el estilo vital, en el motivo del encuentro que los
mantiene tan juntos. Ella se embebe en el espectáculo.
Él desea la cercanía que le proporciona la oscuridad.
Tampoco coinciden cuando van por la calle. Él es célebre,
escritor que sabe de éxitos, aunque deba admitir que
nadie repara en él mientras caminan. Es la importancia
del juicio externo, el crecimiento horizontal del
aplauso concertado, que en su vanidad, cree merecer.
Gilda, por su parte, “no le da a eso ninguna importancia”,
porque ella vive abstraída, siempre en más allá de
concreciones inmediatas, siempre dispuesta a ser la
que no puede ser. Los motivos de ambos son tan opuestos
como la percepción primera, como la actitud en la
sala de conferencias o como la otra en casa de Nora.
Son mundos simultáneos destinados a coexistir ¿por
cuánto tiempo?, más nada hace considerar un real y
hondo encuentro para que uno sea el sueño de otro
y, a su vez, el primero, motivo del segundo.
Ahora
es Gilda la que debe asumir la vida escénica de la
representación operática. Ahora es su momento estelar
de hacer la unidad de persona y personaje en el papel
de la obra de Verdi. Pero ahora es cuando el destino
le enrostrará la inconsistencia de su estilo etéreo
de vivir. Por eso Nora, al declararle que él se ha.
marchado luego de su reciente visita, antes de escena
le espeta:
“Para
hacerte comprender que los sueños de arte; o de lo
que sean, son coronaciones inconsistentes, inútiles
cuando desplazan a la realidad”.
Gilda
es el personaje que no admite síntesis de hechos y
de sueño. Para ella existe la dicotomía abisal de
ambos y no alienta la menor ocurrencia que esto pueda
ser de otro modo. Una vez más el personaje se muestra
unidimensional, inflexible, con cierto agrado de derrota
para vivir despierto.
“A
ella los sueños no la alentaban a la acción. No se
le ocurría que para ir a Hollywood, por ejemplo, la
imaginación que urde el deseo no es el paso con que
uno se acerca a esa consumación. Como ella mudaba
tanto en los sueños, lo que menos se le ocurría era
mudar de vida. Y seguía soñando por razón de que su
vida le parecía estática, y no le quedaba otro substituto
que continuar en el mundo mejor de la fantasía”.
Existencia
como círculo, como inseguridad radical para la actuación
que supone riesgo, como si cualquier roce le disminuyera
el deseo de confrontación, precio o condición necesaria
para alcanzar cualquier objetivo. Sin embargo,… siempre
puede venir ese algo o alguien que consigue descentrar
o desarticular la costumbre de vivir acompasadamente
por el sí mismo. Y como sólo en la pérdida se puede
valorar, porque ella supone distancia, o amenaza de
nunca más, Gilda entiende al fin, su situación y jerarquiza
el mundo de los hechos y el de los ensueños.
“Pero
muy adentro, muy escondidamente la soñadora ingénita,
reconoce que su arte de pensar en belleza, por ebrio
o loco que estuviera, su pensamiento, no lograba superar
las creaciones que mueven y conmueven al mundo. Nunca
su sensación de arte, ni sus imaginaciones vanas,
eternamente quebradas, le dieron una sensación potencial.
Cuando se tiene alas se debe soñar sueños de águilas.
El escarabajo debe soñar para el estiércol”.
Y
esto es así, para que al fin, supiera que lo posible
requiere hechos, desplazamientos, voluntad y riesgo,
porque de lo contrario continuaría desviviendo la
vida, y ningún sueño y ningún libro y ningún arte,
le procurarían lo que el más fugaz de los aconteceres
podría acercarle y vivirla. Por eso, si el mundo solitario
de la imaginación incentivada por costumbre; si el
amor que merodeó su vida, si la persona que la invitaba
a ser juntos, eran rechazados una vez más, tendría
en lo sucesivo que repelarse o que vivir ocultándose,
como si tuviere que emprender huidas de sí misma,
y entonces, habría de saborear derrota inexorable
al saber que si la vida ofrece verdades “no hay para
qué soñar”.
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