Pepita TURINA
o
la vida que nos duele

Juan Antonio Massone

 

Pepita TURINA
o
la vida que nos duele

Juan Antonio Massone

NO HAY PARA QUE SOÑAR
(1940)

          Existen seres que hacen del ensueño permanente su manera, su estilo inveterado de existencia, como si así pudieran vivir doblemente las dimensiones de crear vida a imagen y semejanza de la necesidad, mientras reciben la gratificación de ser protagonistas de la propia creación. Así pues, son a la vez soñadoras y soñadas. Gilda es una de estas personas.

          El escenario es una sala de conferencias. Allí, dispuesta a escuchar del tema que la entusiasma, lentamente, con ese traspaso imperceptible del desdoblamiento, cuando la atención es atraída, por un objeto —persona o cosa— hasta llevar a olvidarse de sí, la van dejando en disponibilidad de ingreso al mundo a que vive y consagra buena parte de su tiempo: soñar despierta. Gilda, como toda mujer, convierte su abstraído espíritu en especie de satélite en torno al conferenciante, porque: “Cualquier varón universal es individual para alguna mujer”. Por eso es que "lo mira, lo observa, lo siente y sufre; por la mujer lejana que no se encuentra a su lado. Sufre del hombre universal el dolor de la mujer universal en ese olvido. Ve al hombre que actúa y que trabaja desplazando su amor y sus sentimientos de ternura, cogido totalmente por su actividad. Nosotros somos el motivo del trabajo del hombre, de que ellos trabajen, pero les servimos para el ocio”.

          La narradora comparte sus reflexiones con el lector a medida que el argumento del relato avanza hacia los momentos cimeros. Pepita Turina logra concitar el máximo interés justamente cuando reflexiona o expone en pensamiento conclusivo y revelador el plano de su mente dispuesta a consignar en vocablos sus observaciones de la experiencia. Una vez más el argumento cede interés y  verosimilitud para dejar espacio a lo que deba explicitarse del pensamiento inquieto y rotundo.

          Gilda conoce al conferenciante. Conversa con él, no sin mengua de oposiciones argumentales en su coloquio, porque ella posee un sentido no descubierto por otros en cada tema abordado, porque ella es mujer que sobrepasa los cálculos más previsibles de quienes conviven o creen conocerla. Porque Gilda es una mujer que sueña...

          Por su parte, el otro personaje femenino, Nora, aporta también su cuota de pensamiento y de habilidad para contrarrestar los juicios desvaloradores del conferenciante cuando dice:

          “El hombre tiene con frecuencia una sonrisa especial para cuando la mujer se desilusiona en esas formas de detalle considerados frívolos. Y él no se interesa sino por la mujer de su instinto. El hombre también tiene juicios frívolos para la mujer de condiciones que desarrolle una actividad política, intelectual o la que sea, fuera de lo que se ha considerado de especial atributo femenino, antes de interesarse por ella o por saber hasta qué punto vale, indaga si es joven, si es bonita, si tiene atractivo sexual”.

          Naturalmente, después de esta, intervención se produce una tregua o, por lo menos, una disminución del sentido rotundo deI personaje masculino en sus aseveraciones. La autora va logrando perfilar perfectamente las psicologías masculinas y femeninas —en cuanto genéricas— cuando se trata de la relación psico-física entre ambos. Por ello permite a cada personaje un, decir adecuado a la realidad ambiental de nuestros países. Y al decir del conferenciante:

          “Reconozca, eso sí, que todavía los hombres de esta América del Sur están poco acostumbrados a la “mujer de condiciones”. De la autoridad paterna pasan ellas a la marital. No tienen un resquicio adulto en donde pueden asomarse a la libertad de saber qué prefieren. No se trata sólo de obedecer. Se requiere discernir. Y como a la mujer de estos lados le gusta casarse temprano es como si viviera en un bote en que primero reman los padres y después el marido, y ella mientras tanto mira el paisaje”.

          Luego, la convivencia se prolonga al día siguiente entre él y Gilda. Pero en el cine no logran coincidir en el estilo vital, en el motivo del encuentro que los mantiene tan juntos. Ella se embebe en el espectáculo. Él desea la cercanía que le proporciona la oscuridad. Tampoco coinciden cuando van por la calle. Él es célebre, escritor que sabe de éxitos, aunque deba admitir que nadie repara en él mientras caminan. Es la importancia del juicio externo, el crecimiento horizontal del aplauso concertado, que en su vanidad, cree merecer. Gilda, por su parte, “no le da a eso ninguna importancia”, porque ella vive abstraída, siempre en más allá de concreciones inmediatas, siempre dispuesta a ser la que no puede ser. Los motivos de ambos son tan opuestos como la percepción primera, como la actitud en la sala de conferencias o como la otra en casa de Nora. Son mundos simultáneos destinados a coexistir ¿por cuánto tiempo?, más nada hace considerar un real y hondo encuentro para que uno sea el sueño de otro y, a su vez, el primero, motivo del segundo.

          Ahora es Gilda la que debe asumir la vida escénica de la representación operática. Ahora es su momento estelar de hacer la unidad de persona y personaje en el papel de la obra de Verdi. Pero ahora es cuando el destino le enrostrará la inconsistencia de su estilo etéreo de vivir. Por eso Nora, al declararle que él se ha. marchado luego de su reciente visita, antes de escena le espeta:

          “Para hacerte comprender que los sueños de arte; o de lo que sean, son coronaciones inconsistentes, inútiles cuando desplazan a la realidad”.

          Gilda es el personaje que no admite síntesis de hechos y de sueño. Para ella existe la dicotomía abisal de ambos y no alienta la menor ocurrencia que esto pueda ser de otro modo. Una vez más el personaje se muestra unidimensional, inflexible, con cierto agrado de derrota para vivir despierto.

          “A ella los sueños no la alentaban a la acción. No se le ocurría que para ir a Hollywood, por ejemplo, la imaginación que urde el deseo no es el paso con que uno se acerca a esa consumación. Como ella mudaba tanto en los sueños, lo que menos se le ocurría era mudar de vida. Y seguía soñando por razón de que su vida le parecía estática, y no le quedaba otro substituto que continuar en el mundo mejor de la fantasía”.

          Existencia como círculo, como inseguridad radical para la actuación que supone riesgo, como si cualquier roce le disminuyera el deseo de confrontación, precio o condición nece­saria para alcanzar cualquier objetivo. Sin embargo,… siempre puede venir ese algo o alguien que consigue descentrar o desarticular la costumbre de vivir acompasadamente por el sí mismo. Y como sólo en la pérdida se puede valorar, porque ella supone distancia, o amenaza de nunca más, Gilda entiende al fin, su situación y jerarquiza el mundo de los hechos y el de los ensueños.

          “Pero muy adentro, muy escondidamente la soñadora ingénita, reconoce que su arte de pensar en belleza, por ebrio o loco que estuviera, su pensamiento, no lograba superar las creaciones que mueven y conmueven al mundo. Nunca su sensación de arte, ni sus imaginaciones vanas, eternamente quebradas, le dieron una sensación potencial. Cuando se tiene alas se debe soñar sueños de águilas. El escarabajo debe soñar para el estiércol”.

          Y esto es así, para que al fin, supiera que lo posible requiere hechos, desplazamientos, voluntad y riesgo, porque de lo contrario continuaría desviviendo la vida, y ningún sueño y ningún libro y ningún arte, le procurarían lo que el más fugaz de los aconteceres podría acercarle y vivirla. Por eso, si el mundo solitario de la imaginación incentivada por costumbre; si el amor que merodeó su vida, si la persona que la invitaba a ser juntos, eran rechazados una vez más, tendría en lo sucesivo que repelarse o que vivir ocultándose, como si tuviere que emprender huidas de sí misma, y entonces, habría de saborear derrota inexorable al saber que si la vida ofrece verdades “no hay para qué soñar”.


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© Karen P. Müller Turina