Pepita TURINA
o
la vida que nos duele

Juan Antonio Massone

 

Pepita TURINA
o
la vida que nos duele

Juan Antonio Massone

)

          EL HOMBRE SE ACUERDA DEL NIÑO
(1940)

          Alguna vez el tiempo devuelve al que hemos sido y al hacerlo nos posibilita la comprensión de ese que fuimos antes: “De grandes somos descubridores de nosotros mismos”. En estas palabras reside la actitud expuesta en el presente relato compuesto de dos partes o jornadas. La primera: el niño; la segunda: el hombre.

          Alguien recuerda su infancia acorralada y sus días de soledad y fastidio porque entonces le motejaban de “tonto”. ¿Razón? “Yo era tonto porque se me olvidaban los encargos o las recomendaciones”.

          De este modo nos enfrentamos al vivir de un niño asediado por sus familiares, quienes le agravian constantemente por no corresponder al rol que ellos le adjudican. Es el problema de siempre: ser de una manera, aún cuando sea una transgresión del parecer ajeno. El yo en pugna con los demás; lanceado por el juicio apresurado, superficial, demoledor y agresivo de los otros. Aquellos que están siempre a la vera del corazón juzgado, siempre dispuestos a conferir sus denuestos porque ven burladas sus espectativas y las propias necesidades que esperan ver satisfechas con la actuación ajena.

          El niño —aquí no tiene nombre— es víctima de una familia, de aquellas que existen sin miramiento para lo que les sobrepasa su rutina. Todos resultan verdugos para el infante.

          “Mis hermanos mayores, mi tía Susana la solterona, mi prima gorda, negra, huasa y murmuradora y mi abuela, una señora semianalfabeta que aseguraba —de no se sabe qué estudios pedagógicos— que yo era un niño mal educado, sostenían mi tontería”.

          De este modo muéstrase —más allá del posible convencimiento o no de la razón expuesta— una actitud verificada en tantos casos. Pero era Esteban, hermano mayor, quien resulta ser el más cruel de todos, por su particular autoridad que ejercía en casa. Ante él no cabe sino la distancia del niño: “Yo le tenía un respeto miedoso; sobre todo cuando decía que se preocupaba de la dirección espiritual mía. Así debió ser, me digo yo ahora, porque nunca, fraterno, le vimos por ninguna parte. Como Dios”.

          La última, parte de la cita entrega una constante en estos relatos: la ausencia del Ser transcendente, la ajenitud ante el destino humano o simplemente su inexistencia.

          Ante el efecto ausente, no le quedaba sino su propio ensueño, la construcción imaginativa de una realidad más amable que, disimulaba o escamoteaba el verdadero problema suyo: su incomunicación afectiva con el resto, o mejor, de ellos para con él, y hasta sus primos menores con quienes jugaba, jamás sospecharon de su problema.

          Era éste: “si me conocieran, si lograran conocerme esas beatas sosas; la prima mandona, la tía gruñona, la abuela tonta, el hermano circunspecto…"

          El juicio para los demás no puede ser sino la resultante del trato recibido de aquéllos. El intercambio de sentires, aunque silenciado en el caso del niño, no deja sino la evidencia de un mundo sin afecto, de una familia desconectada, superpuesta, pero que jamás podría alcanzar el grado de una aceptable convivencia. El yo y los otros es tensión y conflicto, tedio organizado, estatuido en la costumbre de los deberes sociales cimentados en una moral que no era tal sino rutina. El narrador, aquel niño crecido, explica la verdad de sus olvidos en aquellos tiempos.

          “Se me olvidaban las cosas. No. Dejaba de hacer las cosas precisamente por todo lo contrario de lo que me achacaban aquellas gentes sumergidas e inamovibles: se me olvidaban por inteligente. De esto, si se dieron cuenta algunos, no lo demostraron jamás”.

          Luego el cuento se desdibuja, pierde consistencia narrativa en tanto inicia disímiles explicaciones y líneas comparativas. De estas últimas es fácil advertir algunas: la reflexión del hombre que se recuerda, la comparación de su memoria infantil con la de su hermano Esteban, algún ejemplo de la propia valía demostradora de inteligencia y los juicios y opiniones de los demás ante el caso correspondiente. En fin, su “olvido” tan denostado se le aplica una explicación afectiva: el desinterés de los encargos para su espíritu inquieto y soñador. Y corno si le hubieran dejado una inseguridad insuperable insiste en los ejemplos, mas su mala fortuna aleja el testimonio de una de las pocas personas que podrían confirmar sus argumentos.

          “Estas y otras cosas, muchísimas otras cosas, podrían ser las pruebas que yo podría presentar ahora para testimoniar mi calidad de niño inteligente. El doctor Palacios sería uno de mis testigos valiosos, pero acaba de morir”.

          La segunda parte del relato es mucho más breve y también menos valiosa, porque se la siente y lee como epílogo prefabricado, ya sin la fuerza del dolor de la primera, sin la cercanía del problema y como si el protagonista no sintiera más el sufrimiento de entonces, ni tampoco algún interés por regresar a plantear dicha situación. Ahora apenas si le interesa la venganza de la simulación de su pésima memoria, al confundir voluntariamente los recuerdos familiares mientras conversa con su hermano Esteban, de quien sin embargo, dice ser primo hermano. Esto último no lo entiendo sino como descuido argumental.

          Creo podría rehacerse parte del relato y así conseguir ese tono de drama tan propios a los cuentos de la autora.


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© Karen P. Müller Turina