EL
HOMBRE SE ACUERDA DEL NIÑO
(1940)
Alguna
vez el tiempo devuelve al que hemos sido y al hacerlo
nos posibilita la comprensión de ese que fuimos antes:
“De grandes somos descubridores de nosotros mismos”.
En estas palabras reside la actitud expuesta en el
presente relato compuesto de dos partes o jornadas.
La primera: el niño; la segunda: el hombre.
Alguien
recuerda su infancia acorralada y sus días de soledad
y fastidio porque entonces le motejaban de “tonto”.
¿Razón? “Yo era tonto porque se me olvidaban los encargos
o las recomendaciones”.
De
este modo nos enfrentamos al vivir de un niño asediado
por sus familiares, quienes le agravian constantemente
por no corresponder al rol que ellos le adjudican.
Es el problema de siempre: ser de una manera, aún
cuando sea una transgresión del parecer ajeno. El
yo en pugna con los demás; lanceado por el juicio
apresurado, superficial, demoledor y agresivo de los
otros. Aquellos que están siempre a la vera del corazón
juzgado, siempre dispuestos a conferir sus denuestos
porque ven burladas sus espectativas y las propias
necesidades que esperan ver satisfechas con la actuación
ajena.
El
niño —aquí no tiene nombre— es víctima de una familia,
de aquellas que existen sin miramiento para lo que
les sobrepasa su rutina. Todos resultan verdugos para
el infante.
“Mis
hermanos mayores, mi tía Susana la solterona, mi prima
gorda, negra, huasa y murmuradora y mi abuela, una
señora semianalfabeta que aseguraba —de no se sabe
qué estudios pedagógicos— que yo era un niño mal educado,
sostenían mi tontería”.
De
este modo muéstrase —más allá del posible convencimiento
o no de la razón expuesta— una actitud verificada
en tantos casos. Pero era Esteban, hermano mayor,
quien resulta ser el más cruel de todos, por su particular
autoridad que ejercía en casa. Ante él no cabe sino
la distancia del niño: “Yo le tenía un respeto miedoso;
sobre todo cuando decía que se preocupaba de la dirección
espiritual mía. Así debió ser, me digo yo ahora, porque
nunca, fraterno, le vimos por ninguna parte. Como
Dios”.
La
última, parte de la cita entrega una constante en
estos relatos: la ausencia del Ser transcendente,
la ajenitud ante el destino humano o simplemente su
inexistencia.
Ante
el efecto ausente, no le quedaba sino su propio ensueño,
la construcción imaginativa de una realidad más amable
que, disimulaba o escamoteaba el verdadero problema
suyo: su incomunicación afectiva con el resto, o mejor,
de ellos para con él, y hasta sus primos menores con
quienes jugaba, jamás sospecharon de su problema.
Era
éste: “si me conocieran, si lograran conocerme esas
beatas sosas; la prima mandona, la tía gruñona, la
abuela tonta, el hermano circunspecto…"
El
juicio para los demás no puede ser sino la resultante
del trato recibido de aquéllos. El intercambio de
sentires, aunque silenciado en el caso del niño, no
deja sino la evidencia de un mundo sin afecto, de
una familia desconectada, superpuesta, pero que jamás
podría alcanzar el grado de una aceptable convivencia.
El yo y los otros es tensión y conflicto, tedio organizado,
estatuido en la costumbre de los deberes sociales
cimentados en una moral que no era tal sino rutina.
El narrador, aquel niño crecido, explica la verdad
de sus olvidos en aquellos tiempos.
“Se
me olvidaban las cosas. No. Dejaba de hacer las cosas
precisamente por todo lo contrario de lo que me achacaban
aquellas gentes sumergidas e inamovibles: se me olvidaban
por inteligente. De esto, si se dieron cuenta algunos,
no lo demostraron jamás”.
Luego
el cuento se desdibuja, pierde consistencia narrativa
en tanto inicia disímiles explicaciones y líneas comparativas.
De estas últimas es fácil advertir algunas: la reflexión
del hombre que se recuerda, la comparación de su memoria
infantil con la de su hermano Esteban, algún ejemplo
de la propia valía demostradora de inteligencia y
los juicios y opiniones de los demás ante el caso
correspondiente. En fin, su “olvido” tan denostado
se le aplica una explicación afectiva: el desinterés
de los encargos para su espíritu inquieto y soñador.
Y corno si le hubieran dejado una inseguridad insuperable
insiste en los ejemplos, mas su mala fortuna aleja
el testimonio de una de las pocas personas que podrían
confirmar sus argumentos.
“Estas
y otras cosas, muchísimas otras cosas, podrían ser
las pruebas que yo podría presentar ahora para testimoniar
mi calidad de niño inteligente. El doctor Palacios
sería uno de mis testigos valiosos, pero acaba de
morir”.
La
segunda parte del relato es mucho más breve y también
menos valiosa, porque se la siente y lee como epílogo
prefabricado, ya sin la fuerza del dolor de la primera,
sin la cercanía del problema y como si el protagonista
no sintiera más el sufrimiento de entonces, ni tampoco
algún interés por regresar a plantear dicha situación.
Ahora apenas si le interesa la venganza de la simulación
de su pésima memoria, al confundir voluntariamente
los recuerdos familiares mientras conversa con su
hermano Esteban, de quien sin embargo, dice ser primo
hermano. Esto último no lo entiendo sino como descuido
argumental.
Creo
podría rehacerse parte del relato y así conseguir
ese tono de drama tan propios a los cuentos de la
autora.
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