Pepita
TURINA
o
la vida que nos duele
Juan
Antonio Massone
LA
VIDA QUE NOS DUELE
Vivir
la vida como una agónica, echar los brazos al vacío o adentrarse
con frenesí en los propios ecos, resulta ser la actitud
fundamental en el mundo narrativo de nuestra autora. Cada
rincón se ve alcanzado por la oscura contaminación de la
tristeza imborrable. ¿Derrota ante el destino? Tal vez no
es esa la explicación más exacta, sino un declarar cierta
dirección de la existencia a base de negaciones, o de la
única en que todas las demás, pueden hallarse reflejadas:
el extraño de la dicha. Por ello es que la traducción de
lo imposible sea el, núcleo en cada uno de los, protagonistas.
Pero este decir de la vida en su probabilidad y negación
en pensamientos rotundos, sin disimulo de tragedia en tanto
ella expone una actitud, de combate acotado por la derrota.
Padecer
es el destino de cada uno de los caracteres de Pepita Turina.
Su pensamiento no admite el desvío, sino la definición.
Nada puede ignorarse voluntariamente, aunque el saber lleve
una apetencia de abrazo ilimitado, porque la soledad jamás
será compartible. Conformidad entonces sin ocasión, de mengua
del dolor en la consciencia heridora. Ser la llaga en la
singularidad y no alcanzar el deseo gratificado de lo más
hondo. Y de todo ello la comprobada obediencia a los signos
que urden más allá de la voluntad un cuociente definido.
Imagino
que ella quisiera confidenciarme algo así: Cuando alguien
me dijo que existía la alegría me decidí a mirar en torno,
a indagar el inmenso orbe de las entrañas celestes; me decidí
a todo cuanto me fuera preciso hacer por saborear en mí
ese vientecillo de ternura y proximidad porque creí en la
posibilidad de la dicha. Anduve apurando muchísimas tristeza,
queriendo olvidar el ala rota del amor y su música sublime,
que me diera a conocer adioses y distancias. Me violenté
muchas veces para seguir siendo una posibilidad de risa
o de sonrisa tan siquiera. En torno a mí todo creció y murió
y volvió a la vida de los días. Entonces vino todo el mundo
con su placer sugestivo, llamando a voces fuertes, queriéndome
quizás, aunque jamás pude o supe enterarme de ello. Porque
había signos de quebranto donde otros alcanzaron la grandeza
de lo mínimo, porque sí o porque no, mas no fue posible
entender o sentir siquiera ese poco de dádiva escondida
cuando alguien vino a decirme que existía la alegría.
Cuando
alguien quiso advertirme de la tristeza, no tuve necesidad
de indagar demasiado, ella era mi substancia, ese acontecerme
dentro y fuera con la unidad de lo único posible. Me vi
entonces destinada a pensarme en soledad, definiéndome siempre
en la carencia, en todo y nada, en la noche imborrable porque
yo no era alegre, porque yo era la tristeza.
Ahora
es siempre el violín solitario ejecutando en sus cuerdas
la armonía brindada en una sala vacía.
Todos
los personajes pueden ser las circunstanciales variaciones
de uno mismo. No podemos ignorarlo. Ya no existe vacilación,
sino aquiescencia para lo que siendo, lleva consigo lo que
no pudo ser, todo el mundo de haber sido y ser otro tan
inexorablemente imposible como insistente en el que se es.
Todo los personajes advierten fieles o desvaídos un fragmento
insobornable del interior. Por lo demás, ellos están en
la fijeza de una escritura callada, pero dispuesta a devolver
en cualquier instante los signos más reveladores de la clave
misteriosa y más o menos evidente del que estamos siendo.
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