LA
MUJER QUE NO QUISO VER EL SOL
(*)
Todas las citas corresponden al volumen: “Seis
cuentos de escritores chileno- yugoslavos”, (Edics.PlaTur,
Santiago de Chile, 1960. pp. 77-81. (1960) |
Difícil
es que viva alguien en el mundo para quien la existencia
no le haya sido en alguna oportunidad, una suerte
de condena. He aquí una encarnación ficticia del desgano
vital padecido en extremo.
Gracia
enviuda de Arnaldo. Desde entonces sólo atina a vivir
su desgracia, porque la muerte de aquél es
la clausura de todo futuro posible como realidad alegre
o grávida de sentido. La muerte le desgarró para siempre
el mundo. Desde ese instante sería desierto futuro
en cada día y Arnaldo “viviría a través de las interpretaciones
del recuerdo. Ya él no existía sino como representación
imaginativa. La fidelidad del recuerdo dependería
de la eficacia de las mentes sensibles a tos hechos
pasados. Todo el resplandor del presente, que entrega
la renovación de recuerdos, había desaparecido. Para
avivar ese resplandor no quedaba sino la fría y escalofriante
obsesión de lo que de él pudiera retenerse” (*).
Hela
en su actitud unidimensional como proyecto de vida.
Gracia es mujer que vivió, padeció y soñó para ese
otro, por eso la muerte se le allega con tono de condena
definitiva, inclaudicable en su donación de azadas.
La vida sólo le depara una posibilidad: recordar,
a modo de sobrevivencia, para salvar el pasado de
la contaminación de lo yerto y continuar sus propios
latidos como mentís a lo que ya es concluido. La otra
forma de existir la recomendada por otros —aquellos
asistentes al velatorio— no sólo la rechaza, sino
que le es imposible. El jamás de Arnaldo es para siempre
en ella. Los. contrarios se encuentran como el punto
inicial y postrero de la circunferencia. Gracia es
un personaje delimitado, partido y sin embargo, unificado
en la herida incurable de su dolor hecho memoria obstinada,
luto riguroso y caídas persianas, porque todo se le
reduce a un no querer: “No quería olvidar, ni aturdirse,
ni superar el dolor”.
Pero
ese desgano por lo vivo no corresponde únicamente
a una voluntad de negación; antes bien, le va siendo
como inficionado por esa misma muerte, pero también
hasta hacérsele naturaleza intrínseca. Existen pocas,
páginas donde el desvivir sea una consigna tan decididamente
coherente y estimada como en este cuento. La narradora
omnisciente sabe a la perfección el estado anímico
de Gracia, diciendo una y otra vez las razones o mejor
aún, la razón de aquélla para proceder como lo hace
y, además, dar cuenta del verdadero sentido y matiz
que el desvivir posee en esa viuda.
“Nada
era premeditado, sino acatado por la voluntad inquebrantable
de hacer la noche en sus días, puesto que le había
sido quitada la única luz que le interesaba: la del
amor de su marido”.
Nada
más simple y aun verificable en muchos casos Pero
lo simple de una realidad no congenia necesariamente
con la superficialidad, sino por el contrario, con
lo que es único y, generalmente, totalizador. La vida
de Gracia era simple porque la vivía amando a un ser
único: Arnaldo. La muerte de éste, debía llevarla
necesariamente a la oscuridad, puesto que su luz ya
no era. La lógica del drama en cuanto a causa y efecto,
a tipo humano y forma de vivir, en Gracia es absolutamente
coherente. Quiere el encierro de su casa porque ése
es su mundo donde puede continuar imaginativamente
viviendo el pasado. Lo que está fuera es lo otro,
lo no querido, lo distante y extraño, la indiferencia
a su dolor, la luz cegadora del día.
El
espacio es, por consiguiente, clausura. Un pequeño
y gran mundo autosuficiente en el que cabe sólo dolor
y por él se sobrevive. La casa y su jardín es el reino
de una soberana estocada hasta su epílogo. Gracia
podría suscribir las agónicas palabras de Getsemaní:
“Triste está mi alma hasta la muerte”. Pero éstas
se tornan más exactas en ella, puesto que no la alimenta
ninguna esperanza, ni en un más allá ni en un más
acá. Lo cierto en su caso, será lo que repita fielmente
a su marido, incluso en una repetición de cuerpo.
Cualquier otra forma simple y socorredora de los demás
no le es siquiera delineada en su imaginación. Vive
por y para el muerto. Tragedia suma y rotunda. Ni
siquiera esboza algo de habla. Su pasión es centrípeta
y más allá de cualquier fraternidad. Desolación omniabarcante.
“Odiaba
la vida en todas los aspectos que después, sin Él,
habrían de presentársele. De antemano estaba dispuesta
a no dejarse avasallar por el consuelo. Presentía
que no iba a conocer. Cada minuto sería un desconsuelo.
Sabía que muchos habían querido persistir en un dolor
y buscaba mantenerlo vivo. Ella no buscaría eso. En
ella el desconsuelo iba a ser tan natural como irremediable.
Al afirmarse en su decisión de no querer ver más la
luz del sol, era sincera y definitiva. Simplemente
desdeñaba querer verlo. Quién puede privar a un ser
de una necesidad intrínseca. ¿Los que quieren ver
la luz del sol? ¿ Los capaces de consolarse? Su anormalidad
no era locura. Era intensidad de dolor”.
Pero
en el fondo, ¿existe algo tan especial en la pérdida
que tantos sufren de modo análogo? Se trata de la
pérdida del todo afectivo y en esto, Gracia es diferente,
no solamente ahora en su viudez, sino que siempre
lo fue. En efecto, Arnaldo, motivo de su desamparo,
fue hombre que le dio congoja con sus permanentes
extravíos amorosos: “Era enamorado y bullanguero”.
Empero, también le había dado su cariño: “Había llegado
a quererla de una manera como saben querer los infieles”.
La había amado tan peculiarmente como "para no
olvidarlo nunca”. Porque a pesar de los devaneos afectivos
y diversiones, supo hacer de ella un ser amante y
con ello, plenitud, esa relativa suficiencia que pueden
con el amor, alcanzar los seres humanos. Se sintió
viva y su sentido estaba a resguardo de toda duda
y de cualquier acontecimiento, aunque le causaran
vivos celos. Ella los supo disimular: “su paciencia
era un ardid para retenerlo; un ardid tan cultivado
que llegó a formarle como una segunda naturaleza insensible.
Lo quería tanto, tanto, que era imposible no tener
celos. Los que no aman pueden eludirlos y ser indiferentes.
Sabía, que Arnaldo era de ella y se atrevía a compartir
las alegrías de él, que eran estar con otras mujeres,
con muchas mujeres, pero también con ella”.
Ese
“también con ella” significa renunciar a ser afecto
excluyente en el corazón de aquél, sin que por ello
vea mermada su propia importancia en la vida del hombre.
Resulta
evidente la riqueza ideativa del cuento. La narración
afinca su poder en lo dicho, no en la acción, pues
casi no existe ésta. El sentir viviendo en pensamientos
conclusivos es la materia del relato en el caso de
Pepita Turina; pensamientos que siempre rezuman inexorabilidad,
destino. Palabra ésta que explica el porqué del amor
de Gracia a un ser como Arnaldo, tan inconstante.
No obstante, para quien ama bastan las curiosas y
misteriosas causas emanadas del ser querido, para
que se conviertan en razones de fuerza e insoslayables
argumentos imposibles a la desobediencia. Pareciera
no importar demasiado lo que se nos entregue cuanto
en nosotros sea despierto en esa poderosa presencia.
El amor está más allá de la conveniencia, del cálculo,
del esquema. Se nos impone simplemente. Tampoco existe
la oportunidad de elección, sino del descubrimiento.
Por
otra parte, si los méritos son imposibles para quien
desee alcanzar ofrenda de amor, así también resultan
innecesarios en la persona que sea centro afectivo.
El amor se impone en quien está dispuesto a él. No
existe otra realidad más que la de quienes se establecen
—más allá de diferencias y defectos— un enlace de
fijaciones intensas. “¿Arnaldo merecía un amor
así? Lo había despertado. Y lo que se convierte en
un destino es como si se mereciera”.
Un
alma suspendida en un nombre vivido y padecido por
Gracia en el espacio de clausura de una casa desvinculada,
con sólo alguna expresión a la caída de la tarde.
Estos son los aspectos que se concentran en la naciente
viuda. Empero, existe otro muy importante para comprender
más perfectamente la actitud de la mujer: los demás.
¿Qué
lugar ocupan en la existencia de ella las gentes que
asisten en las primeras horas del luto? La respuesta
es una sola ninguno. Como ya lo indicáramos más arriba,
los demás son lo ajeno, lo que no se conoce ni hay
necesidad ni deseo para ello. Las gentes allí asistentes
son más bien estorbo, los codiciosos de espectáculo,
aunque puedan existir algunos sinceros y con alguna
afectividad retoñada por una cierta posibilidad de
regreso, como es el caso de un antiguo enamorado de
Gracia: “Los antiguos enamorados creen que hay un
resquicio para ellos en un corazón que una vez pudo
haber latido con alguna preferencia”. Sin embargo,
en ella esto no es ya posible. Después de Arnaldo,
sólo la memoria fiel. Nunca algún otro.
Refiriéndose
a otras personas, más distantes o ignotas, que llegan
al lugar donde la muerte existe, agregará la narradora:
“Es
difícil saber por qué en los duelos las casas se llenan
de gente. Se acercan conocidos y desconocidos. Se
saturan de tragedia y quieren ayudar a evaporarla
con su presencia, o simplemente por curiosidad
y entretenimiento de la tragedia. Las lágrimas como
las risas son espectáculo. Hay trajes, gestos, movimientos.
¿La comprensión? Eso es lo de menos”
Evidente
desencanto y escepticismo en estas palabras, no porque
no sean grandemente ciertas casi siempre, sino por
la completa ausencia de espera por alguna posible
que comprenda. Los demás son uno lejano e insensible
de varias cabezas, pero siempre estorbo. Tal es la
conclusión que nos vemos llevados a escribir.
El
estado depresivo de la protagonista se le siente explícito
aunque se diga en elíptico silencio. Se suponen algunas
frases entrecortadas, las preguntas y respuestas socorridas
en tales ocasiones, el mirar sin objeto los atuendos
fúnebres y, además; esa vista clavada y desnudadora
a las lágrimas de la viuda. Todo ello es distancia
inconmensurable. Nada de eso puede entregarles a los
asistentes una clave cercana al estado del pensamiento
de la protagonista y si así hubiera sido, la hubiesen
motejado de loca, pues: “Es tan fácil considerar locura
lo que no se alcanza a entender, lo que se sitúa distante
de la propia concepción”.
Aquellos,
los demás, se van. ¿Alguna vez vuelven? Quizás alguno,
pero los de esta narración jamás alcanzan perfiles
singulares y únicamente se les cita en la participación
de un acto cruel: la entrega de antiguas cartas dirigidas
por Arnaldo a otra mujer. El enterarse de esto lleva
a Gracia a un más ostensible oscurecimiento del mundo
exterior, al enviar señas de humo por la chimenea
“aunque era una primavera avanzada” y “oscureció el
sol”.
Aparte
de la congoja por el conocimiento de una infidelidad
rediviva, la viuda experimenta inconmensurable comprensión
por el dolor de aquella destinataria, obligada por
desgarradora simulación al no poder, como la mujer
legítima del luto, vivir la expresión pública de su
dolor.
Los
demás, pues, son los inoportunos que nada saben ni
pueden hacer en bien de Gracia, porque o son superficiales,
o son antojadizos, o no tienen criterio adecuado.
Aunque la razón más decisiva para ello, resulte ser
de la imposibilidad del reemplazo de Arnaldo. Al fin
de la narración se les llama distantes, los eternamente
extraños para esta curiosa “extranjera” del dolor
y de la vida.
El
tiempo apenas transcurre, sólo se amontona, como se
escribe en un pasaje. La muerte procrea muerte. El
círculo se cierra en él para siempre jamás del corazón
de Gracia. Los otros, incluyendo a los amigos, no
poseen otra significación, sino la ajenitud ante el
proceder de la protagonista.
“En
vano esperaron los amigos que se levantara una persiana
y se abriera una cortina para dejar penetrar la luz
del día. Estaban lejos de Gracia; de su mente y de
su alma, de sus reacciones, de su sensibilidad, de
su alquimia inconsolable. Distantes, como están siempre
los amigos y los enemigos”.
Gracia
es “la mujer que no quiso ver el sol”. Su pesimismo
es total y el entero universo le resulta desmayo y
ausencia. Cuento este, muy cercano al ensayo narrativo,
como si el relato de anécdota apenas fuera pretexto
para comunicar una sensación, una conducta y una certidumbre
dolorosa.
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