LA
NIÑA QUE QUISO IR AL HORIZONTE
(1938)
Hay
sitios que son el paraíso en nuestros deseos, similares
a un edén donde lo posible existe como aguijón incitador
o como síntoma desvelado o como celeste zona para
que sepamos de trechos a recorrer para alcanzar su
armonía. Hay sitios vastos en alusiones de plenitud
guiñadera. Hay siempre un corazón en viaje…
Dalma,
una niña sirvienta, quiso ir al horizonte.
¿Cuándo
fue el alba de su deseo imperioso? ¿Por qué fue el
mar y esa línea sugerida en el confín de una extensión
inconmensurable, los que develaron a su alma sedentaria,
un brusco y signador anhelo de alcanzar los ámbitos
azules, los espacios de promesas?
Pepita
Turina desarrolla en breve espacio el tema fundamental
de la superación del acontecer desvaído, representado
en el vivir sin ilusiones, sólo con el deber y la
repetición como norma y proyecto, únicamente con los
días dispuestos en servicio adjetivo para otros. Porque
Dalma, esa niña pobre que nunca había visto el mar,
existía apenas cómo un dato en el acontecer de sus
patrones, por lo menos, así puede suponerse, puesto
que su ubicación en la escala zoológica social no
podría permitirle más anchas espectativas. Y sin embargo,
un día el estupor de quienes no podían concebir que
ella, la sirviente, no conociera el mar, les mueve
a invitarla. Es entonces cuando se le ocasiona el
despertar de sus impulsos etéreos, ensoñadores, anhelantes
de plenitud.
“Desde
un montículo de arena, Dalma miraba estática, sorprendida,
hacia afuera. Ojos obscuros e ingenuos en un rostro
ambarino, cabellera fusca. Todo su cuerpo tendía al
mar, alzando el pecho hacia sus movimientos rítmicos”.
Los
otros, sus anfitriones, desaparecen. Sólo Dalma. Sólo
el mar. El amasijo de ojos e inmensidad. Ceñidura
inconsútil enajenada de todo lo que no perteneciera
a esa armonía de infinito reconocimiento. Es un Tabor,
un éxtasis natural, o mejor, con y a base de realidades
veríficables por cualquier ojo, aunque no su experiencia
de parentesco entrañable, como lo es la delectación
de la niña.
Pero,
“Cuando sintió cerca voces y presencias miró hacia
el ruido humano; y preguntó anhelosa: —¿Qué es eso?
Su mano extendida hacia la colaboración del crepúsculo
parecía querer cogerlo por impresión de cercanía.
Su voz fue casi ronca de ansiosa curiosidad”.
La
voz humana es el ruido, la molestia, el descenso,
aunque a su interrogante le traiga la utilidad de
la respuesta:
“Es
el horizonte —le dijeron.
El
horizonte —repitió quedo.”
La
narración se
encamina
sencilla hacia su epifanía o desenlace. Los elementos
que la conforman en cuanto a descripción viven en
la alusión o sólo en el servicio para fundamentar
el corazón de la protagonista. Poco importan también
otros datos sobre ella, porque su espíritu vive una
dimensión totalizadora: su anhelo de ir más allá.
Y es éste impulso el que sustenta todos los demás
aspectos del relato. Diríamos que la protagonista
vive la unidimensionalidad que le otorga su urgencia.
Lo demás no importa: ni tos otros, ni el entorno,
ni el cuerpo descrito, ni los diálogos. Estos últimos
aparecen también según la necesidad de hacer más vívida
la narración, pero el verdadero diálogo reside en
el coloquio de la niña, es decir, en lo que se dice
aunque sea silencio y no en lo que se hable, diciendo
impotente nada. Por ello, los demás son la respuesta
y luego es Dalma quien continuará saboreando, repasando,
posesionándose de la, palabra mágica que abriera en
ella apetitos de traslado para saber de cimas necesarias
para su espíritu que avizora en el ensueño la plenitud
que el diario acaecer jamás le había revelado.
“Vislumbró
el paraíso. Soportó la palabra pensando, imaginando
el significado. Estuvo largo rato mirando esa cosa
nombrada y su camino hacia allá, alfombrado de aguas
y espumas, sinuoso, de ondas, blando, movedizo, tentador..
Poder ir allá”.
Es
entonces cuando brota la decisión de acudir al lugar
desde donde las señas de lo inmenso y de lo incontaminado
le invitan. Estamos en medio del relato y los demás
habrán de desaparecer totalmente, salvo en la voluntad
referencial que ella, Dalma, consigne. La narradora
da a conocer la voluntad del espíritu de la niña,
como si en ella residieran sus propios anhelos, su
necesidad de ser, sobre todo, lo que se quiere constituir
en los verdaderos logros.
Desde
ahora la vida sólo existirá como un acrecentamiento
del deseo de colmar necesidades de experiencias sustanciales
en la única posible o, más bien, en la única realmente
querida.
Los
dos mundos: tierra y mar con horizonte contraponen
sus voces. El primero será desdeñado, porque
el segundo es descubrimiento que ya no puede olvidarse
y ante el cual no caben liberaciones, tal si constituyera
una obsesión, único contenido para el ojo del alma.
“¡No!
Ella no volvería más tierra adentro, aunque desesperado
la llamase Rosamel. Otras voces ultraterrenas la invitaban
a aproximarse. Las palabras usuales de llamamiento
ya no servían para ella que se había enamorado del
horizonte”.
Es
entonces cuando el día venidero resulta ser el adiós
terrestre y, sobre todo, el ingreso al nuevo mundo,
a la nueva dimensión espacial que debe otorgarle todo
aquello que la tierra grave le negó o, por lo menos,
jamás le dio respuesta completadora para su sed de
eternidad y de vencimiento de límites. Sí, se había
enamorado del horizonte y todo enamoramiento consiste
en la confianza de alcanzar a través de otro —de lo
otro— ese grado de perfecta completación en el cual
no será la necesidad y, en consecuencia, habrá de
experimentarse la dicha, esa lejanía de todo lo que
falte. Dalma, conocedora de la posible felicidad,
ya no puede ignorarla, por lo cual, sólo en la consecución
de ese horizonte se verá gratificada hasta lo insondable,
más allá del precio que deba cancelar en su consecución.
Los
dos motivos básicos del cuento: el ansia de fundirse
con el mar y el deseo irresistible de alcanzar ese
horizonte, se funden en uno solo: superar un espacio,
una condición, para vivir la plenitud incontaminada
de un más allá, aunque terrestre. El primero, propio
de ese “estar enamorada”, porque todo ser aspira a
fundirse, a ser uno con quien constituye el todo afectivo
de lo posible. El segundo, porque es el espacio propio
para vivir el nuevo estado de plenitud. Por eso se
relacionan, por ello uno es el camino y la condición
para el otro.
“Rozó
la arena húmeda y fría de la resaca, humedeció sus
plantas y sus talones, se mojó hasta los tobillos,
hasta las rodillas, hasta la cintura. La envolvió
el agua. Ni temor ni frío. El horizonte la llamaba,
la aguardaba. Su pecho ansioso, su cuello, su boca,
se sumergieron en el mar. Sus pies audaces que querían
llegar, alcanzar y hollar el horizonte, se desprendieron
de la tierra sin saber que llevaban el cuerpo a la
muerte”.
Porque
en el peregrinar al estado perfecto de la anulación
de sí, de la desmemoria de propia conciencia o de
la incorporación a un ser más vasto como lo es, este
caso, el mar, vive también el acecho de la muerte,
manifestación que hechiza desde el oleaje y superación
del movimiento y del tiempo. Mas, lo que la enamorada
del horizonte desea no es la muerte, quizás sí morir
a sí misma, a su estado anterior, pero siempre con
la esperanza de alcanzar el límite de la felicidad,
ese horizonte lejano y que semeja ocasión de logo.
“El
agua la cubrió, y ella, sin una protesta, sin un grito,
se dejó hundir esperando aflorar en el horizonte”.
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