Pepita TURINA
o
la vida que nos duele

Juan Antonio Massone

 

Pepita TURINA
o
la vida que nos duele

Juan Antonio Massone

LA NIÑA QUE QUISO IR AL HORIZONTE
(1938)

          Hay sitios que son el paraíso en nuestros deseos, similares a un edén donde lo posible existe como aguijón incitador o como síntoma desvelado o como celeste zona para que sepamos de trechos a recorrer para alcanzar su armonía. Hay sitios vastos en alusiones de plenitud guiñadera. Hay siempre un corazón en viaje…

          Dalma, una niña sirvienta, quiso ir al horizonte.

          ¿Cuándo fue el alba de su deseo imperioso? ¿Por qué fue el mar y esa línea sugerida en el confín de una extensión inconmensurable, los que develaron a su alma sedentaria, un brusco y signador anhelo de alcanzar los ámbitos azules, los espacios de promesas?

          Pepita Turina desarrolla en breve espacio el tema fundamental de la superación del acontecer desvaído, representado en el vivir sin ilusiones, sólo con el deber y la repetición como norma y proyecto, únicamente con los días dispuestos en servicio adjetivo para otros. Porque Dalma, esa niña pobre que nunca había visto el mar, existía apenas cómo un dato en el acontecer de sus patrones, por lo menos, así puede suponerse, puesto que su ubicación en la escala zoológica social no podría permitirle más anchas espectativas. Y sin embargo, un día el estupor de quienes no podían concebir que ella, la sirviente, no conociera el mar, les mueve a invitarla. Es entonces cuando se le ocasiona el despertar de sus impulsos etéreos, ensoñadores, anhelantes de plenitud.

          “Desde un montículo de arena, Dalma miraba estática, sorprendida, hacia afuera. Ojos obscuros e ingenuos en un rostro ambarino, cabellera fusca. Todo su cuerpo tendía al mar, alzando el pecho hacia sus movimientos rítmicos”.

          Los otros, sus anfitriones, desaparecen. Sólo Dalma. Sólo el mar. El amasijo de ojos e inmensidad. Ceñidura inconsútil enajenada de todo lo que no perteneciera a esa armonía de infinito reconocimiento. Es un Tabor, un éxtasis natural, o mejor, con y a base de realidades veríficables por cualquier ojo, aunque no su experiencia de parentesco entrañable, como lo es la delectación de la niña.

          Pero, “Cuando sintió cerca voces y presencias miró hacia el ruido humano; y preguntó anhelosa: —¿Qué es eso? Su mano extendida hacia la colaboración del crepúsculo parecía querer cogerlo por impresión de cercanía. Su voz fue casi ronca de ansiosa curiosidad”.

          La voz humana es el ruido, la molestia, el descenso, aunque a su interrogante le traiga la utilidad de la respuesta:

“Es el horizonte —le dijeron.
El horizonte —repitió quedo.”

          La narración se encamina sencilla hacia su epifanía o desenlace. Los elementos que la conforman en cuanto a descripción viven en la alusión o sólo en el servicio para fundamentar el corazón de la protagonista. Poco importan también otros datos sobre ella, porque su espíritu vive una dimensión totalizadora: su anhelo de ir más allá. Y es éste impulso el que sustenta todos los demás aspectos del relato. Diríamos que la protagonista vive la unidimensionalidad que le otorga su urgencia. Lo demás no importa: ni tos otros, ni el entorno, ni el cuerpo descrito, ni los diálogos. Estos últimos aparecen también según la necesidad de hacer más vívida la narración, pero el verdadero diálogo reside en el coloquio de la niña, es decir, en lo que se dice aunque sea silencio y no en lo que se hable, diciendo impotente nada. Por ello, los demás son la respuesta y luego es Dalma quien continuará saboreando, repasando, posesionándose de la, palabra mágica que abriera en ella apetitos de traslado para saber de cimas necesarias para su espíritu que avizora en el ensueño la plenitud que el diario acaecer jamás le había revelado.

          “Vislumbró el paraíso. Soportó la palabra pensando, imaginando el significado. Estuvo largo rato mirando esa cosa nombrada y su camino hacia allá, alfombrado de aguas y espumas, sinuoso, de ondas, blando, movedizo, tentador.. Poder ir allá”.

          Es entonces cuando brota la decisión de acudir al lugar desde donde las señas de lo inmenso y de lo incontaminado le invitan. Estamos en medio del relato y los demás habrán de desaparecer totalmente, salvo en la voluntad referencial que ella, Dalma, consigne. La narradora da a conocer la voluntad del espíritu de la niña, como si en ella residieran sus propios anhelos, su necesidad de ser, sobre todo, lo que se quiere constituir en los verdaderos logros.

          Desde ahora la vida sólo existirá como un acrecentamiento del deseo de colmar necesidades de experiencias sustanciales en la única posible o, más bien, en la única realmente querida.

          Los dos mundos: tierra y mar con horizonte contraponen sus voces. El primero será desdeñado, porque el segundo es descubrimiento que ya no puede olvidarse y ante el cual no caben liberaciones, tal si constituyera una obsesión, único contenido para el ojo del alma.

          “¡No! Ella no volvería más tierra adentro, aunque desesperado la llamase Rosamel. Otras voces ultraterrenas la invitaban a aproximarse. Las palabras usuales de llamamiento ya no servían para ella que se había enamorado del horizonte”.

          Es entonces cuando el día venidero resulta ser el adiós terrestre y, sobre todo, el ingreso al nuevo mundo, a la nueva dimensión espacial que debe otorgarle todo aquello que la tierra grave le negó o, por lo menos, jamás le dio respuesta completadora para su sed de eternidad y de vencimiento de límites. Sí, se había enamorado del horizonte y todo enamoramiento consiste en la confianza de alcanzar a través de otro —de lo otro— ese grado de perfecta completación en el cual no será la necesidad y, en consecuencia, habrá de experimentarse la dicha, esa lejanía de todo lo que falte. Dalma, conocedora de la posible felicidad, ya no puede ignorarla, por lo cual, sólo en la consecución de ese horizonte se verá gratificada hasta lo insondable, más allá del precio que deba cancelar en su consecución.

          Los dos motivos básicos del cuento: el ansia de fundirse con el mar y el deseo irresistible de alcanzar ese horizonte, se funden en uno solo: superar un espacio, una condición, para vivir la plenitud incontaminada de un más allá, aunque terrestre. El primero, propio de ese “estar enamorada”, porque todo ser aspira a fundirse, a ser uno con quien constituye el todo afectivo de lo posible. El segundo, porque es el espacio propio para vivir el nuevo estado de plenitud. Por eso se relacionan, por ello uno es el camino y la condición para el otro.

          “Rozó la arena húmeda y fría de la resaca, humedeció sus plantas y sus talones, se mojó hasta los tobillos, hasta las rodillas, hasta la cintura. La envolvió el agua. Ni temor ni frío. El horizonte la llamaba, la aguardaba. Su pecho ansioso, su cuello, su boca, se sumergieron en el mar. Sus pies audaces que querían llegar, alcanzar y hollar el horizonte, se desprendieron de la tierra sin saber que llevaban el cuerpo a la muerte”.

          Porque en el peregrinar al estado perfecto de la anulación de sí, de la desmemoria de propia conciencia o de la incorporación a un ser más vasto como lo es, este caso, el mar, vive también el acecho de la muerte, manifestación que hechiza desde el oleaje y superación del movimiento y del tiempo. Mas, lo que la enamorada del horizonte desea no es la muerte, quizás sí morir a sí misma, a su estado anterior, pero siempre con la esperanza de alcanzar el límite de la felicidad, ese horizonte lejano y que semeja ocasión de logo.

          “El agua la cubrió, y ella, sin una protesta, sin un grito, se dejó hundir esperando aflorar en el horizonte”.


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© Karen P. Müller Turina