Novela
ZONA
ÍNTIMA: LA SOLTERÍA.
Talleres
Gráficos “La Nación” Santiago de Chile 1941, pp. 230
Portada de Huelén (Juan Francisco González
hijo).
Pepita
Turina
En
este WEB, se ha incorporado un mes, para que
los interesados en su obra la puedan analizar.
Los capítulos eran de enero a septiembre.La
autora estaba muy arrepentida de haber publicado
sus dos novelas, los cuales fueron sus primeros
libros.
|
ENERO
Avanzan
por la playa.
En
esa hora de bienvenida y de sol de crepúsculo, forman
un claro grupo amical.
Son
dos mujeres y un hombre: Leopoldo Glávick y las hermanas
Claudia y Jimena Nordel.
Glávick
va entre las dos hermanas. Ellas lo llevan cogido
del brazo, gozosas de sentirse nuevamente amigas de
presencia, después de diez años de separación. Les
parece que no hubiera transcurrido tanto tiempo entre
el abrazo del adiós y el de bienvenida. Se sienten
hermanables, buenos amigos como antes y como siempre.
Las
adolescentes están transformadas en bellas y formales
¿mujercitas. El amigo es ya un hombre maduro. El ceño
de su frente se ha hecho más hondo. Tiene en la boca
una sonrisa indistinta y fija. Su andar, su hablar,
su mirar son cansados. Por el contrario, Claudia,
tiene una boca de labios sinuosos y graciosamente
movibles, sus ojos, aunque tristes, resplandecen de
una inteligencia vivaz que los anima; su andar es
liviano, su conversación, entusiasmada. Es discretamente
bonita; tiene la cabellera castaña con manchas de
tonos rubios, los ojos también castaños cruzados de
irisaciones claras. Su cutis es blanco, de un blanco
tenue, obscurecido en los párpados y aclarado en la
frente y en la garganta. Es delgada, frágil, fina
de articulaciones, de movimientos impregnados de languidez.
Jimena se le parece. Es más gruesa y saludable, de
cutis y cabellos más oscuros.
Los
tres caminan pesadamente por la playa. Sus pies se
entierran en la arena y se les hace
difícil la marcha.
Ríen
conversando banalidades. Disfrutan la novedad de
encontrarse juntos. La trivialidad los llena en
ese momento de regocijo, porque con ella no se descubren.
Se sienten jóvenes y despreocupados.
—Hoy
estuvimos con Claudia leyendo tus cartas — declara
Jimena.
—No
sería gran trabajo — ríe Glávick.
—Apenas
son treinta y cuatro — expresa Claudia.
—Si
serán chiquillas, que las han contado — dice Glávick.
—No
solamente eso, hasta hemos aprendido algunos párrafos
de memoria — advierte Jimena —Como eran tan escasas
y amenas, siempre tuvimos un gusto especial en releerlas.
“Acabo de divorciarme. He vivido una tragedia matrimonesca.
Iré al balneario agreste donde ustedes se refugian
este verano. Estaré encantado de olvidar... en la
compañía grata de mis amiguitas inolvidables”. ¿Te
acuerdas de esto?
Leopoldo
Gláviek sonríe con uña vaga complacencia.
—¡Qué
gracia de memorización! Se trata de un párrafo de
mi última carta — dice.
—Sabemos
de otras — exclaman a un tiempo las dos hermanas—.
“Voy haciéndome una vida nueva. Creo que algún arte,
del que guardo todavía el secreto, me cogerá”. “Me
caso con una mujer no muy de mi gusto. Es más conveniente
una mujer por la cual no se tiene mucho apasionamiento,
porque de lo contrario roba demasiadas horas, quizá
todas”... — le recitan alternativamente.
Conexos
a las palabras de sus amigas, surgen en Leopoldo Glávick
algunos recuerdos y sus derivaciones con un diluido
sabor de presente. Lo ataca un segundo de intolerancia
que no concuerda con la hora actual, que no va en
contra de las amiguitas amables, llenas de buena fe,
alejadas de todo deseo de herirle.
Ellas,
confusas y delicadas, reconocen que han sobrepasado
un límite y retroceden a la conversación banal. Vuelven
al juego sin peligro de lo sin importancia
La
noche se avecina.
De
los alrededores del mar se alejan algunos bañistas
rezagados. La sombra va diluyendo colores hacia un
solo matiz indeterminado.
En
el corredor exterior de la casita campestre los espera
la señora Nordel. Les ve venir en alegre camaradería
y sonríe. Leopoldo Gláviek se desprende de las amiguitas
jóvenes, y se dirige cordial a saludar a la anciana.
De
sobremesa Gláviek conversa animadamente. Habla de
su vida, desmenuza el pasado: describe algún camino
tortuoso eludiendo el paralelo emocional. Avanza cauto
acercándose al presente. Quiere entrar por sí mismo
al tema premeditadamente pospuesto. Quiere desligarse
de una vez de la curiosidad disimulada que arde en
los ojos de las tres mujeres. Y entra, al fin, al
tema escabroso, explicando en pocas palabras el largo
proceso de su fracaso matrimonial. Dice poco. Ellas
quieren saber más, pero son discretas porque suponen
y hasta tienen la convicción de que en los
días venideros irán descubriendo más detallada la
verdad.
Jimena,
juzgando a Gláviek como un desencantado del matrimonio,
le pregunta:
—¿
No es cierto que es preferible la soltería eterna,
al riesgo de casarse en una dudosa probabilidad de
ser feliz?
Glávick
le responde:
—Acaso,
para el hombre... La soltería es un estado incompleto;
debemos arriesgar y sacrificar algo para completarnos.
El matrimonio marca a estas alturas de civilización
la finalidad "legítima" del hombre. Y para
la mujer virtuosa, digamos mejor, prejuiciosa, la
soltería es un estado heroico en infinidad de casos.
Además el hogar propio como refugio amoroso es un
anhelo permanente. Y la culpa no es nuestra si para
cumplir esa aspiración nos guiamos por señales falsas.
Jimena
sonríe con sonrisa rara.
Claudia
sufre un sobresalto íntimo. La opinión del amigo
le significa como un descubrimiento y un reproche.
Sus veinticinco años conscientes, aunque en realidad
no excesivos, le pesan de un modo abstracto. Ella,
que no ha sentido atracción, atracción de lucha por
lo difícil, se resiente de haber sacrificado posibilidades
mediocres por aspiraciones idealizadas.
Glávick
las mira. No desentraña el secreto de sus vidas en
sus rostros quieto, en sus miradas atentas. Como mujeres
y como amigas estén frente a él inmersas en sombras
de desconocimiento.
Llevan
sobre sí veintisiete y veinticinco años de vida provinciana.
Un cuarto de siglo en un mismo pedazo de suelo,— el
que las vio nacer—, pisando las calles apáticas de
una ciudad no amada, encendiendo los juegos artificiales
de sus sueños en los días opacos, tediosos, salpicados
de alegrías tenues y castigados por ilusiones y deseos
irrealizables. Están fatigadas de vivir, aterradas
de su ambiente. Aborrecen su existencia pecando siempre
de medianía. La vida les parece sin significado. No
aspiran a nada, a nada concreto; carecen de ambiciones
cristalizadas. Se sienten vacías, sufriendo el mal
de las causas ciertas e imprecisas. Tienen la convicción
de que más allá de sus constantes melancolías, hay
gentes que caminan por una ruta escogida, aunque áspera,
mientras ellas sufren de una estagnación, arrastradas
hacia. la muerte por una vía monótona, indiferente,
no escogida ni tampoco encontrada. Lo que Claudia
tiene de complejo, Jimena tiene de sencillo. Lo que
Claudia asciende por el ideal Jimena desciende por
la burguesía. Tienen semejanzas de contornos, de rasgos
familiares, y desemejanzas enormes en aquellas tintas
indelebles de la personalidad, que hacen de cada rasgo
colectivo y familiar un motivo individual. Atadas
al mismo yugo de convencionalismos y moviéndose en
el mismo ambiente, Claudia se yergue con sus rebeldías
y sus sueños grandilocuentes, mientras Jimena, aunque
tampoco conforme, tiene aspiraciones corrientes, de
posible realización, que al ser efectivas le bastarían.
Para sentirse dichosa le basta casi siempre un rayo
de sol, mientras que a Claudia nada le basta o todo
le sobra; su pensamiento, su alma descomponen el sol
y hacen juegos de luz y sombra en. que goza, sufre,
se pierde y se encuentra.
*
Leopoldo
Glávick, montado en un caballo blanco, aparece en
lo alto del camino hacia la playa.
Claudia
y Jimena desde abajo sonríen al verlo.
Se
acercan a esperarlo. Y Claudia le grita:
—¡Napoleón
a la vista! ¡Bienvenido!
Acompaña
sus palabras con una cómica genuflexión.
Los
tres ríen.
La
risa retoza en la cara de Claudia. Alegre y riendo
parece mayor. Bajo sus ojos se marca un pliegue hondo,
y en los ángulos externos, ramificaciones de arrugas
finísimas. La alegría hace en ella más visibles los
surcos de su años. Bajo la claridad enorme del sol
y de su contentamiento está envejecida. Viéndola reír
desde lejos, parecía una chiquilla. De cerca, su aire
juvenil está impregnado de un declive de madurez.
Se
acerca a rozar las crines del caballo.
Glávick
se lo ofrece para que pasee por la playa.
Claudia
acepta entusiasmada.
El
desmonta y ella monta arrancando al trote rápido por
la orilla de las aguas.
Glávick
la mira irse, erguida gallardamente en su caballo
blanco, con la cabellera suelta al viento y el perfil
acusado relievándose frente al horizonte infinito.
La
recuerda niña, con su misma boca de risa pródiga y
forzada, con sus ojos grandes y atisbadores, exaltada
y tímida, con el rubor siempre pronto y los juegos
siempre rezagados, casi fea por lo huraña, regalona
y mal educada, privada de simpatías espontáneas. La
recuerda con él; de la mano en los paseos provincianos;
él, muchacho púber; con los ojos ávidos por las niñas
de su edad, y ella infantil y ausente encantada de
la calle y de su “ayo’ protector.
Leopoldo
Glávick encuentra en Claudia materia de estudio. Podía
haberla encontrado en Jimena o en la señora Nordel;
en cualquiera de ellas como en cualquier ser humano,
y con la misma posibilidad de descubrir motivos psicológicos.
Prefiere a Claudia. De las tres mujeres, que cerca
de él ahora le abren un paréntesis cierto de consuelo
a un pasado punzante y reciente, se le antoja la más
admirable y la más necesitada de compañía. La ha descubierto
inteligente, con una gracia de profundidad en la conversación.
Y su preferencia ha encontrado también en ella una
inclinación preferente, halagadora para ambos. impregnada
de una mutua simpatía existente desde los ámbitos
indecisos de la niñez.
Lo
que le produce extrañeza, es que hay en él un interés
que emana de algo diverso a su imperioso deseo de
zafarse de su herida moral y de su soledad física,
también diverso a lo que él cataloga su “freudiana
curiosidad”. Hay como un asomo de gustación que elude
los motivos al parecer más verdaderos y va hacia la
mujer con todos los sentidos abiertos a sus impresiones.
Lo
que le parece mayormente extraño es que en los quince
años de Claudia,— época de su alejamiento—, ella no
tuvo para él ese atractivo. La recuerda más en la
edad pueril que en la adolescente. En sus quince años,
Claudia le es una figura borrosa, hasta cree poder
asegurar insignificante. La verdad reside en que no
la vió. La tenía muy continuamente cerca. La perspectiva
de la distancia no le ayudó a seguir el movimiento
personal de ella sobre el fondo de su ambiente. Claudia,
en aquellos años, era en carácter embrionario idéntica
a su desarrollo. Embozada en gérmenes y en silencios,
era la de ahora con menos tintas fuertes. Sus motivos
y sus realizaciones no la habían desviado del modelo
adolescente. Necesariamente había tenido evoluciones;
no las suficientes para haberla hecho una mujer distinta,
más interesante, como cree verla ahora Glávick. Algo
marca una distancia y un acercamiento de hombre a
mujer que le hace mirarla al otro lado de su plano
sentimental de amigo, con una curiosidad que, no desprendida
de las primeras simpatías amistosas, va teniendo aplicaciones
en otra esfera.
Claudia
vuelve de su corto paseo. Está agitada y no ya alegre.
La curva sinuosa de su labio superior tiene un dejo
marcado de tristeza. Baja del caballo. Al acercarse
a Glávick busca con los ojos a Jimena.
—Fue
a casa. Era hora de alguno de sus quehaceres — la
informa él.
Se
hace un silencio.
—Ustedes
hablaron de mí — dice ella repentinamente al
amigo.
—Un
poco — afirma él.
—Mal
— reconviene ella.
—Entre
bien y mal — confiesa él —. ¿ Y cómo lo sabes?
—¡Bah!
Son cosas mías. Me estás mirando con
excesiva curiosidad. Sé que mamá y Jimena hablan siempre
demasiado de mí, se preocupan demasiado por mí. Más
les valiera despreocuparse.
—¿Estás
segura de eso ?
—¿De
qué?
—¿De
que no quieres que se preocupen de ti?
Claudia
enrojece un poco. Se aleja unos pasos y sin mirarle
responde en un susurro:
—No
lo sé.
Están
en el lugar favorito de Claudia; una pequeña ensenada
frente a la magnífica perspectiva de un mar bravío
cortado en la lejanía por el horizonte sumergido.
Lo infinito del horizonte y la inmensidad prodigiosa
y procelosa de las aguas parecen influir en una inconsciente
comparación para domeñar en ella lo exagerado de sus
sentires.
—Ven.
Sentémonos aquí — dice Glávick llevándola cogida del
brazo hacia un montículo de arena entre dos rocas
gigantes.
Glávick,
recuerda las palabras sobre la soltería vertidas la
noche de su llegada, y dice a Claudia:
—La
otra noche tal vez no te haya parecido bien, ni a
Jimena, mi concepto acerca de la mujer soltera. Eso
que dije no es una opinión arraigada. El matrimonio
llega a ser, en ciertos casos, un estado heroico peor
aun porque encierra graves responsabilidades. Lo sé
por experiencia, por mi caso, que fue el de un matrimonio
sin amor.
—Debiste
comprender que aquella unión sin cariño te sería fatal.
O no crees en el amor...— insinúa Claudia.
—Sí,
creo, pero no he llegado a su posible y máxima intensión.
—¿Y
ella, te quería?
—Decía
que me quería, lo que no significa que se quiere en
realidad. Y tú, Claudia. ¿crees en el amor?
—No
he amado ni he sido amada — responde esquiva.
—No
es posible, teniendo más de veinte años y siendo cautivadora
— asegura él.
—No
creo en el amor, sino en los amoríos.
—¿Has
tenido muchos?
—Ninguno.
—¿Entonces?
Claudia
esboza un gesto que no responde a la pregunta y que
provoca conjeturas.
Luego
hiende su silencio con palabras decisivas y neblinosas
por cierta bruma de temor; un algo de que es y no
es cierto.
—No
creo en el amor en el sentido de que no es un rol
que todos saben y pueden desempeñar, sino en una sublimidad
de la capacidad humana dentro de las funciones inherentes
a su condición, como es el genio, tomo es la facultad
de pensar. Todos pensamos, pocos estamos capacitados
para crear valiosos y durables procesos del pensamiento.
Me parece necesario tener condición y calidad.
Hubiera
podido todavía conversar mucho sin confesarse, en
una forma más o menos así: “He asegurado ante mucha
gente que el amor no existe; lo he asegurado por convicción
superficial. No le conozco por mí. Sólo me pregunto
si un gran amor puede ser cosa de un instante y qué
pudieran responderme a eso los que aducen la variación
como lema. ¿No se puede querer a un ser de una manera
insustituible? Todos tienen alucinaciones de amor
y se mienten a sí mismos, y sienten por los otros
una adoración que es puro incienso, sin sacrificios
y sin fervores”...
Y
hubiera podido agregar en un conato de confesión:
“Niego el amor y lo espero siempre... Lo niego con
rabia y con dolor, porque me parece que no existe
y anhelo que exista para ciertos seres privilegiados;
siquiera para algunos y para mí”.
Esta
verdad verificada en ella queda en el silencio. La
conversación se reanuda declinando a una variación
del tema
Leopoldo
habla de sí con valentía y con esforzada confianza
para inducir a Claudia a imitarle.
No
solamente por eso habla de su ruptura matrimonial.
En su confidencia aflora un deseo de dar a comprender
que su comportamiento como marido ha tenido las características
innegables del desamor.
Claudia
mira profundamente a Glávick. El relato comienza a
interesarle más de lo que quisiera. Pronto descubre
al hombre para quien la mujer es un objeto
sin interés. Ve al marido benevolente y atormentador
por indiferencia, al otorgador de libertades que empuja
a la mujer necesitada de afectos a los brazos de otros
hombres. La imagina llegando a deshora o no llegando,
y las preguntas indiferentes de él a las que ella
respondería convencida de no ser escuchada.
Leopoldo
adivina que Claudia piensa mal de él, y siente
un deseo rabioso de herirla con esa su manera peculiar
con que hirió tantas veces a la compañera de su vida:
—A
pesar de que no fuí un marido modelo, ella, como toda
mujer, se quejó por los detalles de menor importancia,
porque las mujeres no saben sino soñar con idolatrías,
con hombres convertidos en esclavos, capaces de abandonarlo
todo, todo lo que tenga algún valor en la tierra,
para estancarse en contemplación junto a ellas, que
no son otra cosa que un puñado de barro hecho estatua,
que en su forma nos atrae con la fuerza obscura del
instinto.
Su
tono enfático tiene algo de falso.
Claudia
se inclina hacia Leopoldo y murmura:
—De
todas maneras, habrás sufrido mucho con la separación.
Y anteriormente cuando supiste que te engañaba...
El
no tiene una respuesta rápida, Ya no quiere herir
a su escuchadora. Se detiene espoleado por una ansia
de sinceridad.
—Experimenté
una dolorosa vergüenza —dice con voz comprimida.
Su
acento cobra luego una firmeza casi heroica:
—La
verdad es que me sentí solo...
Claudia
se le sobrepone, defendiendo el valor de la mujer,
hace un momento negado por Leopoldo.
Él
consiente:
—Así
es, pero... a mí no me preocupó nunca el derecho a
la felicidad de esa mujer. Ella tampoco se preocupó
de la mía. Nunca le importó el grado ni la calidad
de mi amor. Yo tuve para con ella frialdad, diré espiritual.
No ignoró ni antes ni nunca mi actitud sincera de
buscador de su cuerpo. En la hora decisiva de la separación
le reproche su conducta, no por el lodo que llevó
a mi hogar, sino por su actitud de horas pretéritas,
cuando consintió en ser la compañera discreta
que su frivolidad le impidió cumplir.
—Era
una misión dura.
—No
le fue impuesta. Casi fue elegida.
Leopoldo
observa a Claudia. Piensa que le ha confiado, cuando
era a ella a quien él quería descubrir. Casi se sorprende
de no haber adelantado nada y de sentir, sin embargo,
enredado en la vaga pena del día perdido, como un
encantamiento.
Anochece.
El
paisaje se impregna de un vaho azul. Se multiplican,
ascienden las monocordes canciones del mar. Las rocas
semejan perfiles grotescos de espectadores de piedra.
Un
grupo de hombres aparece en la curva roqueña.
Claudia
y Leopoldo se ponen de pie para irse.
Los
hombres avanzan. Al estar cerca de ellos les miran
con curiosidad.
—¿Que
no es Leopoldo Glávick? — dicen.
Leopoldo
también los reconoce. Invita a Claudia para acercase
a saludarlos. Ella rehusa.
—Me
voy a casa — le advierte — ¿Esta noche vendrás a comer
con nosotras? — agrega.
Seguramente
no.
—Entonces,
hasta mañana.
—Hasta
mañana.
Los
amigos de Glávick están ya a pocos pasos. Al saludar
a Leopoldo oye Claudia que le dicen: — “¿Quién es
tu insociable compañera?”
Esa
pregunta la irrita. Se apresura para alejar pronto
y perderles de vista. Se interna por un camino ascendente
abierto a golpes de hacha entre matorrales espesos.
Al
llegar a su casa su madre le pregunta: “¿Hasta ahora
estuviste con Leopoldo?”.
Hace
una afirmación con la cabeza y se dirige a su alcoba.
Jimena
está allí. Al verla entrar la mira y sonríe con malicia.
—Mamá
estaría encantada que te casaras con Leopoldo — le
dice.
—Tú
y mamá siempre piensan disparates. No me gustan los
hombres divorciados.
—Tú
les encuentras a todos cien defectos por minuto.
Ríen.
Claudia,
sentada en la cama, se descalza para sacar la arena
de sus zapatos.
*
Amanece
un luminoso día domingo.
Claudia
y Jimena, al despertar conversan regocijadas. Hablan
de sus amigas, que, al venirse, les dejaron dicho
que los domingos de sol brillante y seguro irían a
verlas.
Se
levantan y se visten alegremente.
Ríen
de sus rostros tostados y de sus labios resecos por
el sol y el viento.
Claudia
se viste con un traje blanco, salpicado de lunares
rojos, que le sienta maravillosamente.
Jimena
se pone una pollera negra y una graciosa blusa blanca.
Salen
tomadas del brazo. Se dirigen al muelle, confiadas
de que sus amiguitas vendrán en los vapores de la
mañana.
Llega
primero el ‘‘América’’, cargadísimo de pasajeros.
Viene mucha gente conocida, pero no las esperadas.
Se
desalientan un poco; Jimena especialmente. Afirmadas
en el pretil del muelle dejan vagar sus miradas sobre
las aguas inquietas.
Al
ver acercarse el segundo vapor miran recelosas. Y
sonríen al divisar la caballera rubia de Eva Kléner.
Se
hacen señales con las manos.
Al
desembarcar Eva les dice:
—María
y Roberta vienen conmigo.
Ríen
y se abrazan con efusión.
Al
estar las cinco reunidas, charlando animadamente toman
el camino de vuelta hacia la casa,
Allá
se encuentran con Glávick.
Las
tres amigas no le conocen. Al serles presentado le
miran con curiosidad. Eva, especialmente, lo examinan
con ojos pícaros. El también mira más a Eva. Su belleza
llamativa y sus ademanes de coqueta atraen las miradas
de los hombres, aunque pasajeramente. A ella no le
importa la durabilidad de las admiraciones. Goza de
los momentos. Sabe vivir el presente. Gusta de las
emociones pasajeras. Y las miradas de Leopoldo Glávick
le pronostican un día agradabilísimo.
Piensa
un segundo en que tal vez Glávick pertenezca a algunas
de las hermanas Nordel. Se acerca a Jimena y disimuladamente
se lo pregunta.
Jimena
niega y puntualiza:
—Es
casado.
—¿Casado?
—Es
decir, divorciado.
—Muy
interesante —afirma Eva, mirándole con curiosidad
más ardiente.
Leopoldo
Glávick es de aquellos que gustan, versátiles, de
la atracción de la mujer. Y se encuentra en un momento
crítico en que necesita, más que nunca, las distracciones
sin importancia. Eva, en realidad, no le gusta. Ha
encontrado bonito en ella nada más que su nombre trilítero
y su cabellera de un rubio platinado. Empieza a divertirle
su coquetería. Sin saber por qué, antes de acercarse
decidido a Eva mira a Claudia. Pero Claudia no le
ve. Cerca de la ventana conversa en voz baja con Roberta.
A
plena tarde el grupo total se solaza en la playa.
Entre la algazara de la juventud la señora Nordel
se encuentra un poco extraña. Recostada bajo su sombrilla
abierta, cierra los ojos; deseosa de dormir, mientras
Gláviek y las cinco jóvenes se divierten sumergiéndose
en el mar.
Después
del baño, Glávick se tumba sobre la arena. Eva, de
pie ante él, mueve su cuerpo mojado, inquieta, gozadora
de las miradas, mientras Claudia se envuelve en una
amplísima capa blanca, ocultando su delgadez a los
ojos varoniles que la buscan y que pueden llegar fácilmente
a compararla.
Eva
se tiende al lado de Leopoldo.
Claudia
se acerca y se sienta al otro lado. Su capa resbala
en uno de sus hombros, dejando al descubierto la mitad
de su brazo, su garganta y uno de sus pechos menudos.
Leopoldo
la mira. Observa su cabellera brillante, sus ojos
melados, la curva de sus largas pestañas, sus mejillas
tersas y pálidas, su boca triste y su pequeño seno
eréctil. Y la encuentra hermosa.
Eva
no concibe que en su cercanía la mirada de un hombre
se pueda detener por largo tiempo en una mujer que
no sea ella. Y decidida le pregunta:
—Dígame.
Leopoldo, ¿es usted frío o ardiente?
—Según
quien esté cerca de mí —responde él, en tono ambiguo.
Eva
se siente aludida y explica:
—A
mí me gustan las personas ardientes. Claudia es glacial.
—Vaya
con la novedad —dice Claudia escondiendo su disgusto
tras una breve carcajada—. Si Leopoldo es fuego o
hielo, según quién esté cerca de él... en este momento
será entonces ambas cosas... —prosigue con sorna.
—Bajo
este sol y entre dos mujeres hermosas, no se puede
ser sino fuego —responde él, galante.
María,
Roberta y Jimena se unen al grupo.
—Ahora
me siento volcánico —dice Leopoldo, continuando en
el tema.
Todas
sonríen.
Claudia
se aparta insensiblemente de la conversación insubstancial.
Un estado de depresión y de soledad la coge en medio
del alboroto de sus amigas.
Se
siente fatigada de vivir. Vencida por una permanente
inquietud interior, el menor incidente la derroto.
La compañía de Eva, una amiga que la fastidia, y el
contentamiento frívolo de los que allí ahora la rodean,
avivan su perenne descontento, aquel aborrecer de
su existencia sin colorido y sin acción.
Su
pensamiento que nos encauza en los ideales corrientes,
refinado en continuos aislamientos voluntarios y hasta
quizá involuntarios, ha dado a su cerebro una superación
en cauces imaginativos y reflexivos. Construcciones
mentales constantes la elevan cada día sobre vacíos.
La desventaja de su hipersensibilidad frente a los
seres y a las circunstancias, la obliga a desplegar
una voluntad enorme de disimulo, no por un vanidoso
contentamiento de no darse a conocer, sino por el
deseo necesitado y terrible de aparecer así. La pulsación
continua de sus sensaciones íntimas la ha señalado
para sí misma exagerada. ¿Cuándo podía decirse ella,
verídicamente, sin ocultaciones "Estoy tranquila
o lo estuve?". ¡Nunca! La tranquilidad es en
ella como un accidente, como algo tan extraordinario
que la intranquiliza. Antes de que una perfecta, completa
tranquilidad interior llegue a invadir su ser como
para exteriorizarla sinceramente en un gesto visible,
ya está desmoronada.
Hasta
aquí, los hombres que han pasado cerca de su vida
la han desconsolado aun más. A pesar de su abstinencia
amorosa ninguno le ha parecido el salvador. Tiene
en el fondo la horma de un ideal no confeccionado,
tan indeciso como cierto. Y en esa horma nebulosa
todos le han quedado estrechos.
Más
aun. Ella había hasta cierto punto comprobado que
tenía que demostrar dotes superhumanas para despertar
la atención de aquellos que eran atraídos fácilmente
por mujercitas insignificantes. Se había formado la
convicción de que en cada etapa de la vida debía desplegar
múltiples energías, sufrir otros tantos dolores, para
aprehender lo que en un juego liviano otras lograban
en forma infinitamente más satisfactoria.
Adolecía
de problemas innatos. Cuando comprendió la razón de
sus fracasos en amor, es decir. fracasos “antes de
amar y ser amada” —porque una vez concretado el amor,
la persona menos conveniente y mas llena de defectos
gusta y se hace imprescindible—, ya su razón de ser,
su temperamento estaba arraigado. Se presentaba ante
los hombres como un problema, no como una entretención.
Y la base del querer reside en hacer la vida amable,
con su cortejo de sufrimientos o de lo que sea, pero
amable. Ella, con su razón profunda de ser y de vivir
no daba el tono de amabilidad; se transformaba,
en vez de en una compañera liviana, en una mujer interesante.
Y a las mujeres interesantes se las admira más de
lo que se las ama.
Aunque
ella hubiera querido a veces ser lo que le habría
resultado conveniente, la sinceridad para consigo
misma, privándola de espontaineidad le restó brillo
a sus intentos.
Está
crucificada en su alma inquieta por la inamovilidad
de su escepticismo. Está entumecida de repeticiones
frías.
¿Qué
pueden significar para ella esas llamaradas artificiales
de tiempo en tiempo, como alguna ilusión de amor pronto
desvanecida?: instantes que se desean más seguidos
y que no pueden ser obligados, instantes que se desespera
de esperarlos para librarse del desmesurado vacío
de siempre.
Vive
menudeando en un sinfín de cosas sin importancia,
respirando en la nada. ¿Ella había sido capaz de
contentarse con sólo eso? No puede juzgarlo; le parece
que nunca, porque está saturada. Muchas cosas pueden
ser bellas o pueden parecerlo antes del conocimiento,
de antes del cansancio, del pesimismo, del estragamiento,
de la repetición.
*
Anochece.
Claudia
y Jimena se instalan ea el comedor. Despreocupadas
oyen la voz grave de Leopoldo que conversa en la pieza
contigua con la señora Nordel.
Las
amigas ya no están.
La
hora familiar cobra su prestigio monótono, disminuido
y hecho tolerable por la presencia de Leopoldo.
No
tardan en reunirse para comer.
En
la mesa hablan de las amigas recién idas; Jimena demuestra
su predilección por María, Glávick comenta la frivolidad
de Eva.
—Me
parece que ustedes han sentido mutua simpatía —expresa
Jimena.
—Muy
sin importancia —hace notar Leopoldo.
—Es
una mujer brillante.
—Brillantemente
tonta —tercia Claudia—. Hace cinco años,— desde que
la conozco—, la oigo hablar de lo mismo. Apenas se
le presenta una persona le pregunta si es fría o ardiente,
y, da su opinión sobre su preferencia por las ardientes.
Y si yo estoy cerca no olvida de añadir que soy glacial.
Yo considero frías a las que como ella hacen del amor
un ridículo juego.
—Eso
no debiera molestarte, Claudia. Eva no da importancia
a sus palabras. Seguramente las olvida apenas vertidas.
Son pocas las personas como tú que pesan cada acto
de vida.
—No
se trata de compararla conmigo. Detesto la vanilocuencia,
Y ese es uno de los vicios de Eva, aparte de su chocante
coquetería.
—Tú
compartes con ella muchas veces esa vanilocuencia.
—No
se puede hacer otra cosa en su compañía. Me amoldo
momentáneamente en sociedad al ambiente que la mayoría
crea, en circunstancias lo he creado yo también, a
sabiendas de que no se puede hacer nada mejor... Desciendo
hasta mis amigas, ¡qué sé yo por qué toleradas!
—¿Ellas
no pueden subir hasta ti? ¡Orgullosa inmodestia!
—Muy
legítima— dice pausadamente Leopoldo.
—No
la defiendas — le advierte Jimena—. Claudia pide a
los seres y a la vida lo que no pueden darle.
—Yo
no les pido nada. Quizás me rebelo, pero no combato.
No he movido jamás un dedo para cambiar nada, para
amoldar a nadie a mi gusto. Siempre soporto.
—Reconocerás
siquiera que soportas mal.
—Muy
mal.
Se
miran con expresión amable. La discusión no las lleva
al distanciamiento, Las une un cariño fraternal que
suaviza sus diferencias.
—Pobre
del que de ti se enamore, Claudia. Y pobre de ti si
te llegas a enamorar —sentencia Jimena con acento
profético.
Claudia
sonríe, entrecierra los párpados, recoge en su mente
una reminisencia lejana. Y habla:
—Recuerdo,
hace algunos años, un sacerdote en el púlpito dio
un hermoso y romántico ejemplo. Dijo que la mujer
en la elección del hombre debía seguir el ejemplo
de la abeja reina. Al salir en el vuelo prenupcial,
seguida de una nube de zánganos, la abeja reina emprende
un ascenso en que van quedando atrás los incapaces.
Y sube hasta que solamente uno, el vencedor, se convierte
por su esfuerzo en el elegido.
Glávick
esboza un gesto malicioso y dice en tono de broma:
—Creo
que las mujeres para casarse no emprenden ascensos
sino descensos... Y el hombre no tiene para qué subir
tan alto, cuando en el colmenar humano hay tantas
reinas a flor de tierra...
Una
carcajada general acoge sus palabras.
Leopoldo
mira reír a Claudia, aparentemente divertida con la
verdad jocosa. Por la gradación un poco discorde de
su risa la adivina herida. Se fija en ella con insistencia
observadora, preguntándose: “por qué?”.
Claudia,
con su espíritu alambicado, se retrae, se sumerge
en su propio fondo temiendo ser descubierta. El razonamiento
sobrio la vuelve al anverso de su yo quieto, viviendo
con rigorismo, esa exaltación anterior que juzga la
hizo aparecer ridícula.
Sufre
de sí y de los otros por aquella elocuencia viva,
pródiga de un anhelo de mujer sin experiencia amorosa
por la que quiso ser reconocida. El comentario envuelto
en una delicadeza cariñosa le ha hecho mal. Sus palabras
se vuelven a sus ojos una caricatura. Ella se reconoce
a través de la deformación. Pero... ¿y los otros?
Todo el encanto de su pensamiento creador e ilusionado
se ha desencantado en sus palabras, destrozado por
las expresiones de los escuchadores.
Al
llegar la hora de retirarse, Claudia acompaña a Leopoldo
hasta la puerta.
Al
abrirla, el aire fresco de la noche la hace estremecer
en su traje veraniego.
—¿
Tienes frío?
—No.
Fue un escalofrío.
—Buenas
noches, reinita — susurra Leopoldo, medio mi
broma, medio en serio. Y cogiéndole delicadamente
la mano, se la besa.
Ella
siente, por primera ve, el roce de los labios de un
hombre. Retirándosela rápida le da un leve golpe en
la mejilla diciendo:
—Tonto...
No
sabe si enojarse o reír. Da unos pasos atrás y apresurada
cierra la puerta.
*
En
la noche avanzada, Claudia permanece despierta. Su
desasosiego de siempre alcanza una plenitud que no
le es desconocida. En su cerebro brota una claridad
desconcertante que, girando en un vértigo febril,
atormenta sus pensamientos. El punto céntrico de sus
meditaciones es ella. Está invadida de descontento.
Como el peso de las palabras pronunciadas lo sufre
más insostenible, anhela poder ser una gran silenciosa.
Dentro de ese anhelo reconoce que algunos silencios
le han reportado un peso mayor que el de las palabras.
Anhela ser una gran silenciosa, sabiendo que esto
es lo más difícil para ella. Un afán de. poder expresarse
la tortura de continuo. Sabiendo la traición deformadora
del lenguaje, ama las palabras como una forma de liberación.
Y en ese instante se encuentra encadenada al dolor
por conceptos vertidos.
Todo
lo que conversó cae sobre ella con una cavilación
de análisis implacable. Principalmente Eva y sus defectos
señalados y el ejemplo de la abeja reina. ¿Para
qué haber dicho eso? ¿Para qué decir tantas cosas?
El silencio siquiera no es ridículo. La palabra, hasta
la más sublime, puede para algún escuchador tener
un sonido desagradable, puede ser molesta o sobrante
o sin significación. Entre lo que se quiere decir
y no se puede y entre lo que se pudiera decir y no
de quiere, ¿no es mejor optar por el
silencio?
Hay
una verdad que la daña y ella va en su búsqueda.
A
través del caos de sus reflexiones que la mantiene
insomne, Claudia se acuerda de ese beso del amigo
en su mano virgen.
Abre
los ojos como para convencerse de que es posible estar
sacudida por tanta agitación manteniéndose inmóvil
bajo la liviandad de los cobertores de una cama.
Mira
al lecho contiguo donde Jimena duerme tranquila. La
envidia un segundo, y luego se prefiere ella con su
insomnio punzante que la diferencia de su hermana.
Se
siente sola, muy sola. Recónditamente quiere encontrar
a alguien semejante, para buscar en su compañía una
senda diversa. Vive sin vivir, adquiriendo una experiencia
herida con el avance del tiempo, entre conocimientos
y desconocimientos.
Se
sabe detenida en indecisiones. Comprende que sin afectos
no se puede estar y ha temido depositarlos sobre quienes
ha conocido. Ha variado, sigilosa, a cada instante
sus afectos. No ha encontrado el ser ni la causa a
que entregarse confiada. A veces ha querido dejar
de ser lo que es y otras se ha sentido orgullosa,
de un orgullo singular, no precisamente orgullo. Su
vida le parece un oleaje en que a cada momento alcanza
un punto alto y lejano; un oleaje en que entre ascensos
y descensos se desliza su atroz monotonía.
Con
los ojos abiertos, su pensamiento converge en Leopoldo.
Se pregunta si el amor vendrá de él y si ella, sabrá
corresponderle. Retrocede, miedosa. El amigo dista
del esquema del hombre con quien ha juzgado poder
identificarse. Analiza lo que en él le gusta y lo
que le disgusta. “Es feo”—se dice. "Parece interesante
y comprensivo"— se advierte. Le brota una especie
de temor muy vago, porque sabe que si él llega a amarla,
difícilmente podrá huirle. Forman como una familia
en que existen ciertos deberes por la antigüedad de
los lazos amistosos. Está ahora más que nunca ligado
a ella. “No podré huirle”— se dice. “No podré porque
no quiero”— se advierte. Por primera vez en su vida
la azuza un impulso considerable de avanzar, de dejarse
amar, de conocer una ternura varonil, de ceder; no
hasta una total entrega, pero sí hasta la pulsación
de los arrebatos cumbres. Piensa en Leopoldo como
en el elegido, no por ella, sino por las circunstancias.
Sin creer en el destino, decide cruzarse de brazos
para dejar formarse los, acontecimientos.
Y
tan pronto como decide esto se arrepiente, se prepara
para luchar en contra, para quitar a Leopoldo los
privilegios: entre otras cosas su aquiescencia para
la soledad de dos. El beso le significa entonces una
afrenta que no vengó a tiempo y que le hará pagar
con severidad.
¿Por
qué soy así? ¿Por qué? Desea gritar esa pregunta,
gritársela a quien pudiera responderle. Quizá Leopoldo
pudiera... El amor es el espejismo creado en mí por
su beso de esta noche. Soy pueril. Como Eva, no concibo
que la mirada atenta de un hombre se pose en mí si
no es por amor. Es así casi siempre; aunque sin por
un amor pasajero y mentiroso. Qué me importa. Yo no
me prestaré para su entretención momentánea de divorciado.
Desde mañana me desligará de él. Seré otra: la amiguita
de la edad pueril que le habló de mil vaguedades sin
decirle nada, que rozó su epidermis con la de él sin
darle nada...
Sus
ojos se cierran. El sueño desciende sobre ella dejando
suspendida sobre su decisión una gran interrogante.
*
Leopoldo
no se ha acostado.
En
su cuarto de hotel, sentado frente a una mesa, rodeado
de libros, ha intentado leer.
Experimenta
cansancio, fatiga de energías. Lo acosa una soledad
fría en las horas ociosas, hace mucho tiempo, desde
que ninguna mujer le prodiga horas amables.
Algo
le falta: un sentimiento primordial. Su ex mujer,
desde un plano físico le atrajo en otros tiempos al
amor. Reconoce: algo más sublime que el instinto y
que el dinero acerca al hombre a la mujer para una
vida prolongada más allá de esas necesidades.
Myrta
le habló, el día de la ruptura definitiva, de dolor,
tristeza y soledad si ella se tornara inflexible a
ruegos futuros... Para deshacerle esa convicción de
supremacía amorosa. ¿qué le había respondido? ¡Ah!
¡Sí! La había destrozado con estas palabras: ‘‘No
eres de las mujeres imprescidibles. Cuando me guste
alguna, trataré de que sea en todo opuesta a ti, para
no detestarla”. En la irritación producida a Myrta,
tuvo ella el sobresalto de que él, algún día pudiera
sentir por alguien un afecto firme, completo, para
llegar a, disfrutar de una felicidad de amor. Y aun
cuando esto era sólo una suposición, quiso impedirle
de antemano un disfrute legal ‘‘El vínculo matrimonial
que nos une no podrás desatarlo, así tampoco podrás
reanudarlo”.
Aquella
vez él supo responder con serenidad a esa decisión
perversa. La serenidad de su respuesta yace hoy desmoronada.
Por sobre el olvido de la mujer que no desea ni su
carne ni su alma, se yerguen sus palabras como una
maldición.
Se
siente solo y quisiera no sentirse, para no entrar
en el círculo trazado por esas palabras fatales. Quiere
sentirse fuerte como en la ocasión en que las escuchó.
Trata de desplazar su presentimiento, alejar signos
intuitivos, desvanecerlos a un golpe de energía aferrándose
a ese pasado reciente de hombre más o menos frío.
Con repentina serenidad juzga que por eso mismo, por
que es reciente, él no ha dejado de ser el mismo.
Y encuentra raro, extraño, hallar seducción en el
pesimismo de Claudia, que transmuta los valores experimentales
de la vida en corrosivos creadores de un perenne dolor.
A
pesar de sí mismo la seducción está filtrada por sus
sentidos. Ya ha gozado de goces fortuitos. Su alma
solitaria y ansiosa captó la innovación de un alimento
lleno de tormentos y delicia, emanado de una condición
femenina.
Sus
manos se tienden sobre los libros en un ademán
causado. De un montón de papeles coge al azar un pliego
y lo dobla. A continuación, casi inconscientemente
sus manos buscan un lápiz y en una esquina del papel
escribe un nombre: Claudia. Luego sonríe, rompe la
hoja, se levanta; se pasea, se asoma a la ventana,
escucha el ruido lejano del mar. Queda en actitud
meditabunda contemplando la belleza de la noche.
*
Una
vez más la mañana los une como amigos. Pero hay en
ellos algo que les causa mutua extrañeza. En la aparente
serenidad de él se adivina, inquietud. y ella está
callada, casi hostil.
Reposan
bajo un emparrado, en el pequeño jardín de la casa
de Claudia.
La
mañana es brumosa. El paisaje revestido de tonos grises,
conserva sin embargo su calidez estival
Leopoldo
pregunta a Claudia el motivo de su silencio.
Ella
responde en formo ambigua, evasiva.
Glávick
comprende. Claudia intenta abstenerse de toda confidencia,
trata de retirarle su confianza. Esto le hace daño.
—Creo
no haberme hecho en ningún momento desmerecedor de
tu confianza. ¿Porque reí anoche de tu ejemplo de
la abeja reina? Era hermoso. ¿Por mi beso?...
—No
— ataja Claudia.
—Si
yo he llegado a serte molesto, yo que he puesto todo
mi cuidado en ser para ti el mejor de los compañeros,
no sé qué pensar ni cómo disculparme.
Claudia
se emociona con el reproche. Mira a Leopoldo con una
mirada ávida y plena. Contribuye a que él reciba un
choque íntimo. Luego aparta sus ojos; mira a Jimena,
que acaba de salir de la casa a regar las flores del
jardín
Gláviek
se inclina un poco y solicita como un amante
—Mírame.
Ella
obedece y pregunta:
—¿
Qué ves en mi mirada
——No
lo de antes.
Se
le muestra afectuoso, casi tierno.
Ella,
vibrante de continuo por el peso de su alma eléctrica,
sobrecargada de corrientes, cree encontrar el refugio
soñado en la momentánea paz que le nace al escucharlo.
No sabe lo que cree. La solivianta un impulso irresistible
de dar la clave de su vida interior para ser conocida
y reconocerse. Piensa lo que ha de decir y cómo ha
de decirlo; en qué clase de frases explicar sus tormentos,
la tristeza corrosiva para ella en todas las cosas:
en las que le gustan y en las que le disgustan. ¿Puede
decir solamente “sufro”? ¿Cabe, pues, todo en el escueto
término “sufrir”?
Claudia
dice algunas palabras con sencillez distante de sus
complicaciones. Parece disgustarle esa sencillez y
adorna sus expresiones con cierta elocuencia que le
resta sinceridad. Se inclina a quejarse de la influencia
fatal del medio que,—define—. la tiene anquilosada,
aniquilada, diversificada.
—¡Qué
honda tragedia puede ser sólo el tratar de crear su
ambiente, el de sentirse sujeta, impedida para forjar
esa realización, enredada en las herencias familiares,
siendo “otra” bajo la apretada vestidura de los prejuicios,
de las obediencias, de la educación, con credos ajenos
en la boca, con atributos familiares otorgados con
largueza y con inutilidad, sin poder ser lo que uno
quiere, sino pareciendo lo que otros desean, enmascarada
en una falsa adaptación!
Cuando
enmudece, no sabe si el dramatismo de sus conceptos
la ha desenmascarado. Desde su pausa clama a su compañero
por una comprensión.
—Seguramente
ese aplastamiento en el reducido círculo de tu cárcel
provinciana y familia te ha hecho ser lo que eres
—dice Glávick.
Claudia
lo escucha desencantada. En inexplicable descontento
emana más de sí que de lo recién escuchado.
El
la mira en forma confortante, profunda.
Claudia,
con movimiento lentísimo, baja la frente, pensativa.
Súbitamente
le brota un agradecimiento para Leopoldo; casi un
síntoma amoroso. Encuentra alivio. Cerca de él, la
semana última, los días le han sido menos monótonos,
aunque igualmente crueles.
Tras
un gesto enigmático guarda estos sentimientos.
—Tienes
una manera peculiar de fatigar tu alma —pronuncia
Glávick—. Miras las cosas como con microscopio: las
ves verdaderas y aumentadas. ¿No has tratado nunca
de escribir tus sensaciones?
—Cuando
más niña lo intente. Llegué a la conclusión de que
toda verdad expresada es una pobre verdad.
—¿Y
ahora?
—Continúo
en esa creencia. Anoche tuve deseos de escribir. Pensé
mucho. Sentí mi pensamiento en una forma… diré...
casi material de lenguaje. Tan grande como mi deseo
fue mi indolencia: por aquello de encender la luz,
de moverme en busca de papel y pluma, segura de
espantar mis ideas por claridad y movimientos.
Jimena,
libre de su quehacer de riego, se detiene un segundo
ante ellos y les sonríe.
Claudia
abandona el asiento y se dirige, lenta hacia una glorieta
del jardín.
Leopoldo
la sigue.
—Teniendo
tanta sensibilidad, ¿es posible que no te hayas enamorado
nunca? —le dice.
Soy
cerebral.
No
es cierto.. Estoy. seguro que en muchas ocasiones
habrás practicado siquiera la sensualidad...
—No
la practico; la juego en ideas voluptuosas. No necesito
nutrir mi cuerpo de sensaciones — expone Claudia.
—¿Siempre
el cerebro?
—Siempre.
—¿Quiere
decir eso que existe una sensualidad idealista?
—Sí.
Triste y gozosa como la otra.
—No:
sabes de la otra.
—Hay
mucho que se sabe sin saber...
—No
creo que se pueda pensar y gozar de lo que de hecho
se ignora.
—¡Bah!
La experiencia de otros, la enseñanza de los libros.
—No
sirve.
Así
será; no trato tampoco de convencerte.
Se
presenta agresiva. Procura zafarse de la intromisión
del hombre, por medio de expresiones complejas. Sus
reservas mentales se agolpan en la defensa sin sentido.
Su instinto femenil la torna caprichosa y exuberante
de seducciones frente al que no la entiende, no entendiéndose
tampoco ella.
Leopoldo
Gláviek, guiado por una tolerancia amorosa, no se
aparta ni aun sabiéndola esquiva.
La
observa con una mirada intensa y casi dura que tiene,
sin embargo, destellos de amor.
Claudia
se apoya levemente en la reja blanca de la glorieta.
La circunda una enredadera de hiedra y de campánulas.
Tiene un vestido muy delgado que el viento aprieta
contra su cuerpo y finge desnudarla.
En
voz baja y cauta Leopoldo le dice:
—Estoy
celoso del viento, porque te ciñe.
Con
sabiduría perspicaz, hecha de ingredientes de experiencia
y de deseo, va intoxicando a la virgen arisca para
ligarla a su vida que la reclama.
*
Claudia
no sabe más al presente sino que debe ser buscada.
"Si él no se acerca a mí yo no me acercaré"
— es su lema frente a los varones; su divisa favorita,
verídica, leal. A Claudia le gusta eso de que ellos
comiencen. Entonces encuentra natural y correcto seguirles
en su simpatía, dar algunas satisfacciones y lograr
el derecho de encontrarlas en ellos.
En
esta época de su vida, por complacencia y por necesidad
se deja buscar, no sin esquiveces, no sin agresividad,
que todavía hay en ella un residuo orgulloso de mujer
intocada.
Aun
cuando no quiere pertenecer ampliamente a Leopoldo,
ni en su pensamiento amoroso, aun cuando muchas de
sus actitudes llegan a disgustarle, aun cuando su
ansiosa locura de embellecer la vida recibe el choque
de una realidad cruel, algo la retiene.
Leopoldo
se le convierte en un compañero necesitado por impulsos
más fuertes que sus disgustos y sus medidas.
En
su continuada y aparente amistad, cada uno empieza
a gozar y a sufrir del otro como de un amante, experimentando
la voluptuosa e infinita tristeza de sentirse prometidos
de una imposible realización. Se gustan, calladamente,
en medio de complacencias amargas.
En
ambos la pasión amorosa penetra en zonas vírgenes.
En ambos se prende a cada instante el temor discontinuo
de que no podrán unirse. El impedimento de la legalidad
para la verificación de un amor completo, es una causa
que haciéndolos temerosos los empuja a caminar hacia
lo inaccesible.
Una
esposa y un hijo voluntariamente repudiados, un lazo
legal difícil de romper, pero tal vez rompible con
implacable lucha en contra, con tenacidad heroica,
capaz de arrostrar por largo tiempo una serie de obstáculos,
para una mujer que no fuera Claudia, hubiera sido
acaso incentivo de pasión o disculpa considerable
para vivir una dicha amorosa al margen de la ley.
Pero Claudia se resiste de amar a un hombre que ha
tenido lazos, que los tiene todavía, y para quien
ella frente a sus reflexiones prejuiciosas y frente
a un mundo más implacablemente prejucioso, la mejor
de las soluciones le resultaría afrentosa. En su país
el divorcio legal, con disolución de vínculo, no es
ley promulgada sino argucia ambigua de jueces y abogados.
Sufre
el influjo de dos potentes fuerzas enemigas:
la sociedad y el sexo.
El
ambiente de su desarrollo ha sido un cúmulo de posibilidades
coartadas. Su intento mental de evasión la tortura
por un posible fracaso. No sabe ni puede mirar al
hombre libremente. Al fijarse piensa en el matrimonio.
Su mundo le ha enseñado y repetido: “Si andas con
un hombre, si le escuchas y le correspondes, si intimas
con él debes casarte”. Aprendió a mirar absurdamente
al más lejano como a un posible marido. Sus observaciones
trataban de penetrar lo que podría gustarle para siempre
y temía con antelación sus posibles defectos. Así
se castigó en no ser espontánea. ¿Darse a un amor
sin exigir una gran reciprocidad? Imposible. Peor
aun: anhela reciprocidad antes de que a ella la ilumine
exteriormente su preferencia. Es cobarde, terrible,
implacablemente cobarde en el don. Sumado el pudor
natural del primer despertar amoroso con visos de
realidad, lejos de los amagos y de los sueños de la
adolescencia, Claudia continúa cerca de Leopoldo con
su estremecimiento escondido, buscando márgenes para
desentenderse de la revelación. Piensa románticamente
que el verdadero amor eleva, no denigra, y que su
caso es de los que rebajan. Afila las cosas y con
ellas se forma una herida y un problema.
En
estos días de trastornos iniciales, él se decide una
mañana a simplificarlos. Despojado de temores, animado
por la grandiosidad del paisaje marino henchido de
una belleza de colores fuertes, efectúa su simple
declaración de amor:
—Yo
te quiero, Claudia. Y sé que tú lo sabes. ¿No podrías
quererme un poco?
—No
— responde ella con crueldad.
Allí
está la negadora, la receledora, viviendo el terror
de sus constantes análisis que la diferencian de su
circulo y que sin embargo, la tienen recubierta de
influencias y de semejanzas.
—¡Quién
sabe! — duda él—. He sido durante este tiempo tu compañero
inseparable. A tu edad es difícil desentenderse del
llamado del hombre... Noto que no estás ya tranquila
a mi lado.
—¿Por
qué no he de estarlo?
—En
tus reflexiones habrás llegado a descifrar el componente
de tus ansias y tu imaginación las habrá transformado
en maravillosos fuegos artificiales. Te perviertes
en belleza, convencida de que las realizaciones no
son tan decorativas. Sufres del llamado del amor,
no por el llamado mismo, sino por la necesidad indeclinable
de rendirte a otra voluntad, de saciar a otro para
apagar tu sed.
—No
te comprendo.
—Sí
me comprendes. A algunas personas las amamos mientras
las desconocemos; a otras, nuestro amor emana de un
profundo conocimiento, de las cualidades que les descubrimos
sólo para nosotros, para nuestro solaz. ¿Sabes que
mi preferencia se afirma en el conocimiento que he
hecho de ti?
—Tiene
mucho de halagador lo que me dices.
—No
te disgusta mi amor.
—No…
—Y
juzgas fuera de lugar el derecho de ser correspondido.
—Tienes
cualidades. Contigo puedo demostrarme tal cual soy,
puedo ser “yo”. Esto me atrae, es innegable, pero
entre nosotros hay un impedimento... Seria vivir un
amor trágico.
—No
hables de tragedia. ¿No pudiera ser que en mí encontraras
la alegría de vivir y que al corresponderme, tú también
me la dieras en forma intensa?
Claudia
ha estado siempre demasiado sola. Ninguna amistad
honda, ningún amor ha rodeado su vida de esa abrazadera
confortante que es el afecto. El cuidadoso afecto
familiar no tiene ya para ella ningún valor; le da
la impresión de un cerco cerrado a las posibilidades
deslumbrantes. Y he ahí que viene hacia ella un sentimiento
voluptuoso de cercanías y caricias... “¿No pudiera
ser que en mí encontraras la alegría de vivir y que
al corresponderme también me la dieras en forma intensa.
Ella
no confía encontrar en ese amor la alegría de vivir.
Vislumbra nada más que la comprensión de dos seres
que se han buscado primero como amigos para salvarse
de una soledad desesperante. En ese acercamiento,
hasta las inquietudes, han tomado formas desconocidas
de belleza Por debajo de sus negaciones, de sus defensas,
desea que el hombre batalle contra ella y le enseñe
"aquello" desconocido, a donde todas las
criaturas anhelan encaminarse.
Tras
de su silencio, sin respuesta a las palabras de Leopoldo,
que con un gesto al parece frío lo han hecho enmudecer,
repica su corazón.
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