Novela

ZONA ÍNTIMA: LA SOLTERÍA.
Talleres Gráficos “La Nación” Santiago de Chile 1941, pp. 230
Portada de Huelén (Juan Francisco González hijo).

Pepita Turina

En este WEB, se ha incorporado un mes, para que los interesados en su obra la puedan analizar. Los capítulos eran de enero a septiembre.La autora estaba muy arrepentida de haber publicado sus dos novelas, los cuales fueron sus primeros libros.

ENERO

          Avanzan por la playa.

          En esa hora de bienvenida y de sol de crepúsculo, forman un claro grupo amical.

Son dos mujeres y un hombre: Leopoldo Glávick y las hermanas Claudia y Jimena Nordel.

          Glávick va entre las dos hermanas. Ellas lo llevan cogido del brazo, gozosas de sentirse nuevamente amigas de presencia, después de diez años de separación. Les parece que no hubiera transcurrido tanto tiempo entre el abrazo del adiós y el de bienvenida. Se sienten hermanables, buenos amigos como antes y como siempre.

          Las adolescentes están transformadas en bellas y formales ¿mujercitas. El amigo es ya un hombre maduro. El ceño de su frente se ha hecho más hondo. Tiene en la boca una sonrisa indistinta y fija. Su andar, su hablar, su mirar son cansados. Por el contrario, Claudia, tiene una boca de labios sinuosos y graciosamente movibles, sus ojos, aunque tristes, resplandecen de una inteligencia vivaz que los anima; su andar es liviano, su conversación, entusiasmada. Es discretamente bonita; tiene la cabellera castaña con manchas de tonos rubios, los ojos también castaños cruzados de irisaciones claras. Su cutis es blanco, de un blanco tenue, obscurecido en los párpados y aclarado en la frente y en la garganta. Es delgada, frágil, fina de articulaciones, de movimientos impregnados de languidez. Jimena se le parece. Es más gruesa y saludable, de cutis y cabellos más oscuros.

          Los tres caminan pesadamente por la playa. Sus pies se entierran en la arena y se les hace difícil la marcha.

          Ríen conversando banalidades. Disfrutan la novedad de encontrarse juntos. La trivialidad los llena en ese momento de regocijo, porque con ella no se descubren. Se sienten jóvenes y despreocupados.

          —Hoy estuvimos con Claudia leyendo tus cartas — declara Jimena.

          —No sería gran trabajo — ríe Glávick.

          —Apenas son treinta y cuatro — expresa Claudia.

          —Si serán chiquillas, que las han contado — dice Glávick.

          —No solamente eso, hasta hemos aprendido algunos párrafos de memoria — advierte Jimena —Como eran tan escasas y amenas, siempre tuvimos un gusto especial en releerlas. “Acabo de divorciarme. He vivido una tragedia matrimonesca. Iré al balneario agreste donde ustedes se refugian este verano. Estaré encantado de olvidar... en la compañía grata de mis amiguitas inolvidables”. ¿Te acuerdas de esto?

          Leopoldo Gláviek sonríe con uña vaga complacencia.

          —¡Qué gracia de memorización! Se trata de un párrafo de mi última carta — dice.

          —Sabemos de otras — exclaman a un tiempo las dos hermanas—. “Voy haciéndome una vida nueva. Creo que algún arte, del que guardo todavía el secreto, me cogerá”. “Me caso con una mujer no muy de mi gusto. Es más conveniente una mujer por la cual no se tiene mucho apasionamiento, porque de lo contrario roba demasiadas horas, quizá todas”... — le recitan alternativamente.

          Conexos a las palabras de sus amigas, surgen en Leopoldo Glávick algunos recuerdos y sus derivaciones con un diluido sabor de presente. Lo ataca un segundo de intolerancia que no concuerda con la hora actual, que no va en contra de las amiguitas amables, llenas de buena fe, alejadas de todo deseo de herirle.

          Ellas, confusas y delicadas, reconocen que han sobrepasado un límite y retroceden a la conversación banal. Vuelven al juego sin peligro de lo sin importancia

          La noche se avecina.

          De los alrededores del mar se alejan algunos bañistas rezagados. La sombra va diluyendo colores hacia un solo matiz indeterminado.

          En el corredor exterior de la casita campestre los espera la señora Nordel. Les ve venir en alegre camaradería y sonríe. Leopoldo Gláviek se desprende de las amiguitas jóvenes, y se dirige cordial a saludar a la anciana.

          De sobremesa Gláviek conversa animadamente. Habla de su vida, desmenuza el pasado: describe algún camino tortuoso eludiendo el paralelo emocional. Avanza cauto acercándose al presente. Quiere entrar por sí mismo al tema premeditadamente pospuesto. Quiere desligarse de una vez de la curiosidad disimulada que arde en los ojos de las tres mujeres. Y entra, al fin, al tema escabroso, explicando en pocas palabras el largo proceso de su fracaso matrimonial. Dice poco. Ellas quieren saber más, pero son discretas porque suponen y hasta tienen la convicción de que en los días venideros irán descubriendo más detallada la verdad.

          Jimena, juzgando a Gláviek como un desencantado del matrimonio, le pregunta:

          —¿ No es cierto que es preferible la soltería eterna, al riesgo de casarse en una dudosa probabilidad de ser feliz?

          Glávick le responde:

          —Acaso, para el hombre... La soltería es un estado incompleto; debemos arriesgar y sacrificar algo para completarnos. El matrimonio marca a estas alturas de civilización la finalidad "legítima" del hombre. Y para la mujer virtuosa, digamos mejor, prejuiciosa, la soltería es un estado heroico en infinidad de casos. Además el hogar propio como refugio amoroso es un anhelo permanente. Y la culpa no es nuestra si para cumplir esa aspiración nos guiamos por señales falsas.

          Jimena sonríe con sonrisa rara.

          Claudia sufre un sobresalto íntimo. La opinión del amigo le significa como un descubrimiento y un reproche. Sus veinticinco años conscientes, aunque en realidad no excesivos, le pesan de un modo abstracto. Ella, que no ha sentido atracción, atracción de lucha por lo difícil, se resiente de haber sacrificado posibilidades mediocres por aspiraciones idealizadas.

          Glávick las mira. No desentraña el secreto de sus vidas en sus rostros quieto, en sus miradas atentas. Como mujeres y como amigas estén frente a él inmersas en sombras de desconocimiento.

          Llevan sobre sí veintisiete y veinticinco años de vida provinciana. Un cuarto de siglo en un mismo pedazo de suelo,— el que las vio nacer—, pisando las calles apáticas de una ciudad no amada, encendiendo los juegos artificiales de sus sueños en los días opacos, tediosos, salpicados de alegrías tenues y castigados por ilusiones y deseos irrealizables. Están fatigadas de vivir, aterradas de su ambiente. Aborrecen su existencia pecando siempre de medianía. La vida les parece sin significado. No aspiran a nada, a nada concreto; carecen de ambiciones cristalizadas. Se sienten vacías, sufriendo el mal de las causas ciertas e imprecisas. Tienen la convicción de que más allá de sus constantes melancolías, hay gentes que caminan por una ruta escogida, aunque áspera, mientras ellas sufren de una estagnación, arrastradas hacia. la muerte por una vía monótona, indiferente, no escogida ni tampoco encontrada. Lo que Claudia tiene de complejo, Jimena tiene de sencillo. Lo que Claudia asciende por el ideal Jimena desciende por la burguesía. Tienen semejanzas de contornos, de rasgos familiares, y desemejanzas enormes en aquellas tintas indelebles de la personalidad, que hacen de cada rasgo colectivo y familiar un motivo individual. Atadas al mismo yugo de convencionalismos y moviéndose en el mismo ambiente, Claudia se yergue con sus rebeldías y sus sueños grandilocuentes, mientras Jimena, aunque tampoco conforme, tiene aspiraciones corrientes, de posible realización, que al ser efectivas le bastarían. Para sentirse dichosa le basta casi siempre un rayo de sol, mientras que a Claudia nada le basta o todo le sobra; su pensamiento, su alma descomponen el sol y hacen juegos de luz y sombra en. que goza, sufre, se pierde y se encuentra.

*

          Leopoldo Glávick, montado en un caballo blanco, aparece en lo alto del camino hacia la playa.

          Claudia y Jimena desde abajo sonríen al verlo.

          Se acercan a esperarlo. Y Claudia le grita:

          —¡Napoleón a la vista! ¡Bienvenido!

          Acompaña sus palabras con una cómica genuflexión.

          Los tres ríen.

          La risa retoza en la cara de Claudia. Alegre y riendo parece mayor. Bajo sus ojos se marca un pliegue hondo, y en los ángulos externos, ramificaciones de arrugas finísimas. La alegría hace en ella más visibles los surcos de su años. Bajo la claridad enorme del sol y de su contentamiento está envejecida. Viéndola reír desde lejos, parecía una chiquilla. De cerca, su aire juvenil está impregnado de un declive de madurez.

          Se acerca a rozar las crines del caballo.

          Glávick se lo ofrece para que pasee por la playa.

          Claudia acepta entusiasmada.

          El desmonta y ella monta arrancando al trote rápido por la orilla de las aguas.

          Glávick la mira irse, erguida gallardamente en su caballo blanco, con la cabellera suelta al viento y el perfil acusado relievándose frente al horizonte infinito.

          La recuerda niña, con su misma boca de risa pródiga y forzada, con sus ojos grandes y atisbadores, exaltada y tímida, con el rubor siempre pronto y los juegos siempre rezagados, casi fea por lo huraña, regalona y mal educada, privada de simpatías espontáneas. La recuerda con él; de la mano en los paseos provincianos; él, muchacho púber; con los ojos ávidos por las niñas de su edad, y ella infantil y ausente encantada de la calle y de su “ayo’ protector.

          Leopoldo Glávick encuentra en Claudia materia de estudio. Podía haberla encontrado en Jimena o en la señora Nordel; en cualquiera de ellas como en cualquier ser humano, y con la misma posibilidad de descubrir motivos psicológicos. Prefiere a Claudia. De las tres mujeres, que cerca de él ahora le abren un paréntesis cierto de consuelo a un pasado punzante y reciente, se le antoja la más admirable y la más necesitada de compañía. La ha descubierto inteligente, con una gracia de profundidad en la conversación. Y su preferencia ha encontrado también en ella una inclinación preferente, halagadora para ambos. impregnada de una mutua simpatía existente desde los ámbitos indecisos de la niñez.

          Lo que le produce extrañeza, es que hay en él un interés que emana de algo diverso a su imperioso deseo de zafarse de su herida moral y de su soledad física, también diverso a lo que él cataloga su “freudiana curiosidad”. Hay como un asomo de gustación que elude los motivos al parecer más verdaderos y va hacia la mujer con todos los sentidos abiertos a sus impresiones.

          Lo que le parece mayormente extraño es que en los quince años de Claudia,— época de su alejamiento—, ella no tuvo para él ese atractivo. La recuerda más en la edad pueril que en la adolescente. En sus quince años, Claudia le es una figura borrosa, hasta cree poder asegurar insignificante. La verdad reside en que no la vió. La tenía muy continuamente cerca. La perspectiva de la distancia no le ayudó a seguir el movimiento personal de ella sobre el fondo de su ambiente. Claudia, en aquellos años, era en carácter embrionario idéntica a su desarrollo. Embozada en gérmenes y en silencios, era la de ahora con menos tintas fuertes. Sus motivos y sus realizaciones no la habían desviado del modelo adolescente. Necesariamente había tenido evoluciones; no las suficientes para haberla hecho una mujer distinta, más interesante, como cree verla ahora Glávick. Algo marca una distancia y un acercamiento de hombre a mujer que le hace mirarla al otro lado de su plano sentimental de amigo, con una curiosidad que, no desprendida de las primeras simpatías amistosas, va teniendo aplicaciones en otra esfera.

          Claudia vuelve de su corto paseo. Está agitada y no ya alegre. La curva sinuosa de su labio superior tiene un dejo marcado de tristeza. Baja del caballo. Al acercarse a Glávick busca con los ojos a Jimena.

          —Fue a casa. Era hora de alguno de sus quehaceres — la informa él.

          Se hace un silencio.

          —Ustedes hablaron de mí — dice ella repentinamente al amigo.

          —Un poco — afirma él.

          —Mal — reconviene ella.

          —Entre bien y mal — confiesa él —. ¿ Y cómo lo sabes?

          —¡Bah! Son cosas mías. Me estás mirando con excesiva curiosidad. Sé que mamá y Jimena hablan siempre demasiado de mí, se preocupan demasiado por mí. Más les valiera despreocuparse.

          —¿Estás segura de eso ?

          —¿De qué?

          —¿De que no quieres que se preocupen de ti?

          Claudia enrojece un poco. Se aleja unos pasos y sin mirarle responde en un susurro:

          —No lo sé.

          Están en el lugar favorito de Claudia; una pequeña ensenada frente a la magnífica perspectiva de un mar bravío cortado en la lejanía por el horizonte sumergido. Lo infinito del horizonte y la inmensidad prodigiosa y procelosa de las aguas parecen influir en una inconsciente comparación para domeñar en ella lo exagerado de sus sentires.

          —Ven. Sentémonos aquí — dice Glávick llevándola cogida del brazo hacia un montículo de arena entre dos rocas gigantes.

          Glávick, recuerda las palabras sobre la soltería vertidas la noche de su llegada, y dice a Claudia:

          —La otra noche tal vez no te haya parecido bien, ni a Jimena, mi concepto acerca de la mujer soltera. Eso que dije no es una opinión arraigada. El matrimonio llega a ser, en ciertos casos, un estado heroico peor aun porque encierra graves responsabilidades. Lo sé por experiencia, por mi caso, que fue el de un matrimonio sin amor.

          —Debiste comprender que aquella unión sin cariño te sería fatal. O no crees en el amor...— insinúa Claudia.

          —Sí, creo, pero no he llegado a su posible y máxima intensión.

          —¿Y ella, te quería?

          —Decía que me quería, lo que no significa que se quiere en realidad. Y tú, Claudia. ¿crees en el amor?

          —No he amado ni he sido amada — responde esquiva.

          —No es posible, teniendo más de veinte años y siendo cautivadora — asegura él.

          —No creo en el amor, sino en los amoríos.

          —¿Has tenido muchos?

          —Ninguno.

          —¿Entonces?

          Claudia esboza un gesto que no responde a la pregunta y que provoca conjeturas.

          Luego hiende su silencio con palabras decisivas y neblinosas por cierta bruma de temor; un algo de que es y no es cierto.

          —No creo en el amor en el sentido de que no es un rol que todos saben y pueden desempeñar, sino en una sublimidad de la capacidad humana dentro de las funciones inherentes a su condición, como es el genio, tomo es la facultad de pensar. Todos pensamos, pocos estamos capacitados para crear valiosos y durables procesos del pensamiento. Me parece necesario tener condición y calidad.

          Hubiera podido todavía conversar mucho sin confesarse, en una forma más o menos así: “He asegurado ante mucha gente que el amor no existe; lo he asegurado por convicción superficial. No le conozco por mí. Sólo me pregunto si un gran amor puede ser cosa de un instante y qué pudieran responderme a eso los que aducen la variación como lema. ¿No se puede querer a un ser de una manera insustituible? Todos tienen alucinaciones de amor y se mienten a sí mismos, y sienten por  los otros una adoración que es puro incienso, sin sacrificios y sin fervores”...

          Y hubiera podido agregar en un conato de confesión: “Niego el amor y lo espero siempre... Lo niego con rabia y con dolor, porque me parece que no existe y anhelo que exista para ciertos seres privilegiados; siquiera para algunos y para mí”.

          Esta verdad verificada en ella queda en el silencio. La conversación se reanuda declinando a una variación del tema

          Leopoldo habla de sí con valentía y con esforzada confianza para inducir a Claudia a imitarle.

          No solamente por eso habla de su ruptura matrimonial. En su confidencia aflora un deseo de dar a comprender que su comportamiento como marido ha tenido las características innegables del desamor.

          Claudia mira profundamente a Glávick. El relato comienza a interesarle más de lo que quisiera. Pronto descubre al hombre para quien la mujer es un objeto sin interés. Ve al marido benevolente y atormentador por indiferencia, al otorgador de libertades que empuja a la mujer necesitada de afectos a los brazos de otros hombres. La imagina llegando a deshora o no llegando, y las preguntas indiferentes de él a las que ella respondería convencida de no ser escuchada.

          Leopoldo adivina que Claudia piensa mal de él, y siente un deseo rabioso de herirla con esa su manera peculiar con que hirió tantas veces a la compañera de su vida:

          —A pesar de que no fuí un marido modelo, ella, como toda mujer, se quejó por los detalles de menor importancia, porque las mujeres no saben sino soñar con idolatrías, con hombres convertidos en esclavos, capaces de abandonarlo todo, todo lo que tenga algún valor en la tierra, para estancarse en contemplación junto a ellas, que no son otra cosa que un puñado de barro hecho estatua, que en su forma nos atrae con la fuerza obscura del instinto.

          Su tono enfático tiene algo de falso.

          Claudia se inclina hacia Leopoldo y murmura:

          —De todas maneras, habrás sufrido mucho con la separación. Y anteriormente cuando supiste que te engañaba...

          El no tiene una respuesta rápida, Ya no quiere herir a su escuchadora. Se detiene espoleado por una ansia de sinceridad.

          —Experimenté una dolorosa vergüenza —dice con voz comprimida.

          Su acento cobra luego una firmeza casi heroica:

          —La verdad es que me sentí solo...

          Claudia se le sobrepone, defendiendo el valor de la mujer, hace un momento negado por Leopoldo.

          Él consiente:

          —Así es, pero... a mí no me preocupó nunca el derecho a la felicidad de esa mujer. Ella tampoco se preocupó de la mía. Nunca le importó el grado ni la calidad de mi amor. Yo tuve para con ella frialdad, diré espiritual. No ignoró ni antes ni nunca mi actitud sincera de buscador de su cuerpo. En la hora decisiva de la separación le reproche su conducta, no por el lodo que llevó a mi hogar, sino por su actitud de horas pretéritas, cuando consintió en ser la compañera discreta que su frivolidad le impidió cumplir.

          —Era una misión dura.

          —No le fue impuesta. Casi fue elegida.

          Leopoldo observa a Claudia. Piensa que le ha confiado, cuando era a ella a quien él quería descubrir. Casi se sorprende de no haber adelantado nada y de sentir, sin embargo, enredado en la vaga pena del día perdido, como un encantamiento.

          Anochece.

          El paisaje se impregna de un vaho azul. Se multiplican, ascienden las monocordes canciones del mar. Las rocas semejan perfiles grotescos de espectadores de piedra.

          Un grupo de hombres aparece en la curva roqueña.

          Claudia y Leopoldo se ponen de pie para irse.

          Los hombres avanzan. Al estar cerca de ellos les miran con curiosidad.

          —¿Que no es Leopoldo Glávick? — dicen.

          Leopoldo también los reconoce. Invita a Claudia para acercase a saludarlos. Ella rehusa.

          —Me voy a casa — le advierte — ¿Esta noche vendrás a comer con nosotras? — agrega.

          Seguramente no.

          —Entonces, hasta mañana.

          —Hasta mañana.

          Los amigos de Glávick están ya a pocos pasos. Al saludar a Leopoldo oye Claudia que le dicen: — “¿Quién es tu insociable compañera?”

          Esa pregunta la irrita. Se apresura para alejar pronto y perderles de vista. Se interna por un camino ascendente abierto a golpes de hacha entre matorrales espesos.

          Al llegar a su casa su madre le pregunta: “¿Hasta ahora estuviste con Leopoldo?”.

          Hace una afirmación con la cabeza y se dirige a su alcoba.

          Jimena está allí. Al verla entrar la mira y sonríe con malicia.

          —Mamá estaría encantada que te casaras con Leopoldo — le dice.

          —Tú y mamá siempre piensan disparates. No me gustan los hombres divorciados.

          —Tú les encuentras a todos cien defectos por minuto.

          Ríen.

          Claudia, sentada en la cama, se descalza para sacar la arena de sus zapatos.

*

          Amanece un luminoso día domingo.

          Claudia y Jimena, al despertar conversan regocijadas. Hablan de sus amigas, que, al venirse, les dejaron dicho que los domingos de sol brillante y seguro irían a verlas.

          Se levantan y se visten alegremente.

          Ríen de sus rostros tostados y de sus labios resecos por el sol y el viento.

          Claudia se viste con un traje blanco, salpicado de lunares rojos, que le sienta maravillosamente.

          Jimena se pone una pollera negra y una graciosa blusa blanca.

          Salen tomadas del brazo. Se dirigen al muelle, confiadas de que sus amiguitas vendrán en los vapores de la mañana.

          Llega primero el ‘‘América’’, cargadísimo de pasajeros. Viene mucha gente conocida, pero no las esperadas.

          Se desalientan un poco; Jimena especialmente. Afirmadas en el pretil del muelle dejan vagar sus miradas sobre las aguas inquietas.

          Al ver acercarse el segundo vapor miran recelosas. Y sonríen al divisar la caballera rubia de Eva Kléner.

          Se hacen señales con las manos.

          Al desembarcar Eva les dice:

          —María y Roberta vienen conmigo.

          Ríen y se abrazan con efusión.

          Al estar las cinco reunidas, charlando animadamente toman el camino de vuelta hacia la casa,

          Allá se encuentran con Glávick.

          Las tres amigas no le conocen. Al serles presentado le miran con curiosidad. Eva, especialmente, lo examinan con ojos pícaros. El también mira más a Eva. Su belleza llamativa y sus ademanes de coqueta atraen las miradas de los hombres, aunque pasajeramente. A ella no le importa la durabilidad de las admiraciones. Goza de los  momentos. Sabe vivir el presente. Gusta de las emociones pasajeras. Y las miradas de Leopoldo Glávick le pronostican un día agradabilísimo.

          Piensa un segundo en que tal vez Glávick pertenezca a algunas de las hermanas Nordel. Se acerca a Jimena y disimuladamente se lo pregunta.

          Jimena niega y puntualiza:

          —Es casado.

          —¿Casado?

          Es decir, divorciado.

          —Muy interesante —afirma Eva, mirándole con curiosidad más ardiente.

          Leopoldo Glávick es de aquellos que gustan, versátiles, de la atracción de la mujer. Y se encuentra en un momento crítico en que necesita, más que nunca, las distracciones sin importancia. Eva, en realidad, no le gusta. Ha encontrado bonito en ella nada más que su nombre trilítero y su cabellera de un rubio platinado. Empieza a divertirle su coquetería. Sin saber por qué, antes de acercarse decidido a Eva mira a Claudia. Pero Claudia no le ve. Cerca de la ventana conversa en voz baja con Roberta.

          A plena tarde el grupo total se solaza en la playa. Entre la algazara de la juventud la señora Nordel se encuentra un poco extraña. Recostada bajo su sombrilla abierta, cierra los ojos; deseosa de dormir, mientras Gláviek y las cinco jóvenes se divierten sumergiéndose en el mar.

          Después del baño, Glávick se tumba sobre la arena. Eva, de pie ante él, mueve su cuerpo mojado, inquieta, gozadora de las miradas, mientras Claudia se envuelve en una amplísima capa blanca, ocultando su delgadez a los ojos varoniles que la buscan y que pueden llegar fácilmente a compararla.

          Eva se tiende al lado de Leopoldo.

          Claudia se acerca y se sienta al otro lado. Su capa resbala en uno de sus hombros, dejando al descubierto la mitad de su brazo, su garganta y uno de sus pechos menudos.

          Leopoldo la mira. Observa su cabellera brillante, sus ojos melados, la curva de sus largas pestañas, sus mejillas tersas y pálidas, su boca triste y su pequeño seno eréctil. Y la encuentra hermosa.

          Eva no concibe que en su cercanía la mirada de un hombre se pueda detener por largo tiempo en una mujer que no sea ella. Y decidida le pregunta:

          —Dígame. Leopoldo, ¿es usted frío o ardiente?

          —Según quien esté cerca de mí —responde él, en tono ambiguo.

          Eva se siente aludida y explica:

          —A mí me gustan las personas ardientes. Claudia es glacial.

          —Vaya con la novedad —dice Claudia escondiendo su disgusto tras una breve carcajada—. Si Leopoldo es fuego o hielo, según quién esté cerca de él... en este momento será entonces ambas cosas... —prosigue con sorna.

          —Bajo este sol y entre dos mujeres hermosas, no se puede ser sino fuego —responde él, galante.

          María, Roberta y Jimena se unen al grupo.

          —Ahora me siento volcánico —dice Leopoldo, continuando en el tema.           

          Todas sonríen.

          Claudia se aparta insensiblemente de la conversación insubstancial. Un estado de depresión y de soledad la coge en medio del alboroto de sus amigas.

          Se siente fatigada de vivir. Vencida por una permanente inquietud interior, el menor incidente la derroto. La compañía de Eva, una amiga que la fastidia, y el contentamiento frívolo de los que allí ahora la rodean, avivan su perenne descontento, aquel aborrecer de su existencia sin colorido y sin acción.

          Su pensamiento que nos encauza en los ideales corrientes, refinado en continuos aislamientos voluntarios y hasta quizá involuntarios, ha dado a su cerebro una superación en cauces imaginativos y reflexivos. Construcciones mentales constantes la elevan cada día sobre vacíos. La desventaja de su hipersensibilidad frente a los seres y a las circunstancias, la obliga a desplegar una voluntad enorme de disimulo, no por un vanidoso contentamiento de no darse a conocer, sino por el deseo necesitado y terrible de aparecer así. La pulsación continua de sus sensaciones íntimas la ha señalado para sí misma exagerada. ¿Cuándo podía decirse ella, verídicamente, sin ocultaciones "Estoy tranquila o lo estuve?". ¡Nunca! La tranquilidad es en ella como un accidente, como algo tan extraordinario que la intranquiliza. Antes de que una perfecta, completa tranquilidad interior llegue a invadir su ser como para exteriorizarla sinceramente en un gesto visible, ya está desmoronada.

          Hasta aquí, los hombres que han pasado cerca de su vida la han desconsolado aun más. A pesar de su abstinencia amorosa ninguno le ha parecido el salvador. Tiene en el fondo la horma de un ideal no confeccionado, tan indeciso como cierto. Y en esa horma nebulosa todos le han quedado estrechos.

          Más aun. Ella había hasta cierto punto comprobado que tenía que demostrar dotes superhumanas para despertar la atención de aquellos que eran atraídos fácilmente por mujercitas insignificantes. Se había formado la convicción de que en cada etapa de la vida debía desplegar múltiples energías, sufrir otros tantos dolores, para aprehender lo que en un juego liviano otras lograban en forma infinitamente más satisfactoria.

          Adolecía de problemas innatos. Cuando comprendió la razón de sus fracasos en amor, es decir. fracasos “antes de amar y ser amada” —porque una vez concretado el amor, la persona menos conveniente y mas llena de defectos gusta y se hace imprescindible—, ya su razón de ser, su temperamento estaba arraigado. Se presentaba ante los hombres como un problema, no como una entretención. Y la base del querer reside en hacer la vida amable, con su cortejo de sufrimientos o de lo que sea, pero amable. Ella, con su razón profunda de ser y de vivir no daba el tono de amabilidad; se transformaba, en vez de en una compañera liviana, en una mujer interesante. Y a las mujeres interesantes se las admira más de lo que se las ama.

          Aunque ella hubiera querido a veces ser lo que le habría resultado conveniente, la sinceridad para consigo misma, privándola de espontaineidad le restó brillo a sus intentos.

          Está crucificada en su alma inquieta por la inamovilidad de su escepticismo. Está entumecida de repeticiones frías.

          ¿Qué pueden significar para ella esas llamaradas artificiales de tiempo en tiempo, como alguna ilusión de amor pronto desvanecida?: instantes que se desean más seguidos y que no pueden ser obligados, instantes que se desespera de esperarlos para librarse del desmesurado vacío de siempre.

          Vive menudeando en un sinfín de cosas sin importancia, respirando en la nada. ¿Ella había sido capaz de  contentarse con sólo eso? No puede juzgarlo; le parece que nunca, porque está saturada. Muchas cosas pueden ser bellas o pueden parecerlo antes del conocimiento, de antes del cansancio, del pesimismo, del estragamiento, de la repetición.

*

          Anochece.

          Claudia y Jimena se instalan ea el comedor. Despreocupadas oyen la voz grave de Leopoldo que conversa en la pieza contigua con la señora Nordel.

          Las amigas ya no están.

          La hora familiar cobra su prestigio monótono, disminuido y hecho tolerable por la presencia de Leopoldo.

          No tardan en reunirse para comer.

          En la mesa hablan de las amigas recién idas; Jimena demuestra su predilección por María, Glávick comenta la frivolidad de Eva.

          —Me parece que ustedes han sentido mutua simpatía —expresa Jimena.

—Muy sin importancia —hace notar Leopoldo.

          —Es una mujer brillante.

          —Brillantemente tonta —tercia Claudia—. Hace cinco años,— desde que la conozco—, la oigo hablar de lo mismo. Apenas se le presenta una persona le pregunta si es fría o ardiente, y, da su opinión sobre su preferencia por las ardientes. Y si yo estoy cerca no olvida de añadir que soy glacial. Yo considero frías a las que como ella hacen del amor un ridículo juego.

—Eso no debiera molestarte, Claudia. Eva no da importancia a sus palabras. Seguramente las olvida apenas vertidas. Son pocas las personas como tú que pesan cada acto de vida.

          —No se trata de compararla conmigo. Detesto la vanilocuencia, Y ese es uno de los vicios de Eva, aparte de su chocante coquetería.

          —Tú compartes con ella muchas veces esa vanilocuencia.

          —No se puede hacer otra cosa en su compañía. Me amoldo momentáneamente en sociedad al ambiente que la mayoría crea, en circunstancias lo he creado yo también, a sabiendas de que no se puede hacer nada mejor... Desciendo hasta mis amigas, ¡qué sé yo por qué toleradas!

          —¿Ellas no pueden subir hasta ti? ¡Orgullosa inmodestia!

          —Muy legítima— dice pausadamente Leopoldo.

          —No la defiendas — le advierte Jimena—. Claudia pide a los seres y a la vida lo que no pueden darle.

          —Yo no les pido nada. Quizás me rebelo, pero no combato. No he movido jamás un dedo para cambiar nada, para amoldar a nadie a mi gusto. Siempre soporto.

          —Reconocerás siquiera que soportas mal.

          Muy mal.

          Se miran con expresión amable. La discusión no las lleva al distanciamiento, Las une un cariño fraternal que suaviza sus diferencias.

          —Pobre del que de ti se enamore, Claudia. Y pobre de ti si te llegas a enamorar —sentencia Jimena con acento profético.

          Claudia sonríe, entrecierra los párpados, recoge en su mente una reminisencia lejana. Y habla:

          —Recuerdo, hace algunos años, un sacerdote en el púlpito dio un hermoso y romántico ejemplo. Dijo que la mujer en la elección del hombre debía seguir el ejemplo de la abeja reina. Al salir en el vuelo prenupcial, seguida de una nube de zánganos, la abeja reina emprende un ascenso en que van quedando atrás los incapaces. Y sube hasta que solamente uno, el vencedor, se convierte por su esfuerzo en el elegido.

          Glávick esboza un gesto malicioso y dice en tono de broma:

          —Creo que las mujeres para casarse no emprenden ascensos sino descensos... Y el hombre no tiene para qué subir tan alto,  cuando en el colmenar humano hay tantas reinas a flor de tierra...

          Una carcajada general acoge sus palabras.

          Leopoldo mira reír a Claudia, aparentemente divertida con la verdad jocosa. Por la gradación un poco discorde de su risa la adivina herida. Se fija en ella con insistencia observadora, preguntándose: “por qué?”.

          Claudia, con su espíritu alambicado, se retrae, se sumerge en su propio fondo temiendo ser descubierta. El razonamiento sobrio la vuelve al anverso de su yo quieto, viviendo con rigorismo, esa exaltación anterior que juzga la hizo aparecer ridícula.

          Sufre de sí y de los otros por aquella elocuencia viva, pródiga de un anhelo de mujer sin experiencia amorosa por la que quiso ser reconocida. El comentario envuelto en una delicadeza cariñosa le ha hecho mal. Sus palabras se vuelven a sus ojos una caricatura. Ella se reconoce a través de la deformación. Pero... ¿y los otros? Todo el encanto de su pensamiento creador e ilusionado se ha desencantado en sus palabras, destrozado por las expresiones de los escuchadores.

          Al llegar la hora de retirarse, Claudia acompaña a Leopoldo hasta la puerta.

          Al abrirla, el aire fresco de la noche la hace estremecer en su traje veraniego.

          —¿ Tienes frío?

          —No. Fue un escalofrío.

          —Buenas noches, reinita susurra Leopoldo, medio mi broma, medio en serio. Y cogiéndole delicadamente la mano, se la besa.

          Ella siente, por primera ve, el roce de los labios de un hombre. Retirándosela rápida le da un leve golpe en la mejilla diciendo:

          —Tonto...

          No sabe si enojarse o reír. Da unos pasos atrás y apresurada cierra la puerta.

*

          En la noche avanzada, Claudia permanece despierta. Su desasosiego de siempre alcanza una plenitud que no le es desconocida. En su cerebro brota una claridad desconcertante que, girando en un vértigo febril, atormenta sus pensamientos. El punto céntrico de sus meditaciones es ella. Está invadida de descontento. Como el peso de las palabras pronunciadas lo sufre más insostenible, anhela poder ser una gran silenciosa. Dentro de ese anhelo reconoce que algunos silencios le han reportado un peso mayor que el de las palabras. Anhela ser una gran silenciosa, sabiendo que esto es lo más difícil para ella. Un afán de. poder expresarse la tortura de continuo. Sabiendo la traición deformadora del lenguaje, ama las palabras como una forma de liberación. Y en ese instante se encuentra encadenada al dolor por conceptos vertidos.

          Todo lo que conversó cae sobre ella con una cavilación de análisis implacable. Principalmente Eva y sus defectos señalados y el ejemplo de la abeja reina. ¿Para qué haber dicho eso? ¿Para qué decir tantas cosas? El silencio siquiera no es ridículo. La palabra, hasta la más sublime, puede para algún escuchador tener un sonido desagradable, puede ser molesta o sobrante o sin significación. Entre lo que se quiere decir y no se puede y entre lo que se pudiera decir y no de quiere, ¿no es mejor optar por el silencio?

Hay una verdad que la daña y ella va en su búsqueda.

          A través del caos de sus reflexiones que la mantiene insomne, Claudia se acuerda de ese beso del amigo en su mano virgen.

          Abre los ojos como para convencerse de que es posible estar sacudida por tanta agitación manteniéndose inmóvil bajo la liviandad de los cobertores de una cama.

          Mira al lecho contiguo donde Jimena duerme tranquila. La envidia un segundo, y luego se prefiere ella con su insomnio punzante que la diferencia de su hermana.

Se siente sola, muy sola. Recónditamente quiere encontrar a alguien semejante, para buscar en su compañía una senda diversa. Vive sin vivir, adquiriendo una experiencia herida con el avance del tiempo, entre conocimientos y desconocimientos.

          Se sabe detenida en indecisiones. Comprende que sin afectos no se puede estar y ha temido depositarlos sobre quienes ha conocido. Ha variado, sigilosa, a cada instante sus afectos. No ha encontrado el ser ni la causa a que entregarse confiada. A veces ha querido dejar de ser lo que es y otras se ha sentido orgullosa, de un orgullo singular, no precisamente orgullo. Su vida le parece un oleaje en que a cada momento alcanza un punto alto y lejano; un oleaje en que entre ascensos y descensos se desliza su atroz monotonía.

          Con los ojos abiertos, su pensamiento converge en Leopoldo. Se pregunta si el amor vendrá de él y si ella, sabrá corresponderle. Retrocede, miedosa. El amigo dista del esquema del hombre con quien ha juzgado poder identificarse. Analiza lo que en él le gusta y lo que le disgusta. “Es feo”—se dice. "Parece interesante y comprensivo"— se advierte. Le brota una especie de temor muy vago, porque sabe que si él llega a amarla, difícilmente podrá huirle. Forman como una familia en que existen ciertos deberes por la antigüedad de los lazos amistosos. Está ahora más que nunca ligado a ella. “No podré huirle”— se dice. “No podré porque no quiero”— se advierte. Por primera vez en su vida la azuza un impulso considerable de avanzar, de dejarse amar, de conocer una ternura varonil, de ceder; no hasta una total entrega, pero sí hasta la pulsación de los arrebatos cumbres. Piensa en Leopoldo como en el elegido, no por ella, sino por las circunstancias. Sin creer en el destino, decide cruzarse de brazos para dejar formarse los, acontecimientos.

          Y tan pronto como decide esto se arrepiente, se prepara para luchar en contra, para quitar a Leopoldo los privilegios: entre otras cosas su aquiescencia para la soledad de dos. El beso le significa entonces una afrenta que no vengó a tiempo y que le hará pagar con severidad.

          ¿Por qué soy así? ¿Por qué? Desea gritar esa pregunta, gritársela a quien pudiera responderle. Quizá Leopoldo pudiera... El amor es el espejismo creado en mí por su beso de esta noche. Soy pueril. Como Eva, no concibo que la mirada atenta de un hombre se pose en mí si no es por amor. Es así casi siempre; aunque sin por un amor pasajero y mentiroso. Qué me importa. Yo no me prestaré para su entretención momentánea de divorciado. Desde mañana me desligará de él. Seré otra: la amiguita de la edad pueril que le habló de mil vaguedades sin decirle nada, que rozó su epidermis con la de él sin darle nada...

           Sus ojos se cierran. El sueño desciende sobre ella dejando suspendida sobre su decisión una gran interrogante.

*

          Leopoldo no se ha acostado.

          En su cuarto de hotel, sentado frente a una mesa, rodeado de libros, ha intentado leer.

Experimenta cansancio, fatiga de energías. Lo acosa una soledad fría en las horas ociosas, hace mucho tiempo, desde que ninguna mujer le prodiga horas amables.

          Algo le falta: un sentimiento primordial. Su ex mujer, desde un plano físico le atrajo en otros tiempos al amor. Reconoce: algo más sublime que el instinto y que el dinero acerca al hombre a la mujer para una vida prolongada más allá de esas necesidades.

          Myrta le habló, el día de la ruptura definitiva, de dolor, tristeza y soledad si ella se tornara inflexible a ruegos futuros... Para deshacerle esa convicción de supremacía amorosa. ¿qué le había respondido? ¡Ah! ¡Sí! La había destrozado con estas palabras: ‘‘No eres de las mujeres imprescidibles. Cuando me guste alguna, trataré de que sea en todo opuesta a ti, para no detestarla”. En la irritación producida a Myrta, tuvo ella el sobresalto de que él, algún día pudiera sentir por alguien un afecto firme, completo, para llegar a, disfrutar de una felicidad de amor. Y aun cuando esto era sólo una suposición, quiso impedirle de antemano un disfrute legal ‘‘El vínculo matrimonial que nos une no podrás desatarlo, así tampoco podrás reanudarlo”.

          Aquella vez él supo responder con serenidad a esa decisión perversa. La serenidad de su respuesta yace hoy desmoronada. Por sobre el olvido de la mujer que no desea ni su carne ni su alma, se yerguen sus palabras como una maldición.

          Se siente solo y quisiera no sentirse, para no entrar en el círculo trazado por esas palabras fatales. Quiere sentirse fuerte como en la ocasión en que las escuchó. Trata de desplazar su presentimiento, alejar signos intuitivos, desvanecerlos a un golpe de energía aferrándose a ese pasado reciente de hombre más o menos frío. Con repentina serenidad juzga que por eso mismo, por que es reciente, él no ha dejado de ser el mismo. Y encuentra raro, extraño, hallar seducción en el pesimismo de Claudia, que transmuta los valores experimentales de la vida en corrosivos creadores de un perenne dolor.

          A pesar de sí mismo la seducción está filtrada por sus sentidos. Ya ha gozado de goces fortuitos. Su alma solitaria y ansiosa captó la innovación de un alimento lleno de tormentos y delicia, emanado de una condición femenina.

          Sus manos se tienden sobre los libros en un ademán causado. De un montón de papeles coge al azar un pliego y lo dobla. A continuación, casi inconscientemente sus manos buscan un lápiz y en una esquina del papel escribe un nombre: Claudia. Luego sonríe, rompe la hoja, se levanta; se pasea, se asoma a la ventana, escucha el ruido lejano del mar. Queda en actitud meditabunda contemplando la belleza de la noche.

*

          Una vez más la mañana los une como amigos. Pero hay en ellos algo que les causa mutua extrañeza. En la aparente serenidad de él se adivina, inquietud. y ella está callada, casi hostil.

          Reposan bajo un emparrado, en el pequeño jardín de la casa de Claudia.

          La mañana es brumosa. El paisaje revestido de tonos grises, conserva sin embargo su calidez estival

          Leopoldo pregunta a Claudia el motivo de su silencio.

          Ella responde en formo ambigua, evasiva.

          Glávick comprende. Claudia intenta abstenerse de toda confidencia, trata de retirarle su confianza. Esto le hace daño.

          —Creo no haberme hecho en ningún momento desmerecedor de tu confianza. ¿Porque reí anoche de tu ejemplo de la abeja reina? Era hermoso. ¿Por mi beso?...

          —No — ataja Claudia.

          —Si yo he llegado a serte molesto, yo que he puesto todo mi cuidado en ser para ti el mejor de los compañeros, no sé qué pensar ni cómo disculparme.

          Claudia se emociona con el reproche. Mira a Leopoldo con una mirada ávida y plena. Contribuye a que él reciba un choque íntimo. Luego aparta sus ojos; mira a Jimena, que acaba de salir de la casa a regar las flores del jardín

          Gláviek se inclina un poco y solicita como un amante

          —Mírame.

          Ella obedece y pregunta:

          —¿ Qué ves en mi mirada

          ——No lo de antes.

          Se le muestra afectuoso, casi tierno.

          Ella, vibrante de continuo por el peso de su alma eléctrica, sobrecargada de corrientes, cree encontrar el refugio soñado en la momentánea paz que le nace al escucharlo. No sabe lo que cree. La solivianta un impulso irresistible de dar la clave de su vida interior para ser conocida y reconocerse. Piensa lo que ha de decir y cómo ha de decirlo; en qué clase de frases explicar sus tormentos, la tristeza corrosiva para ella en todas las cosas: en las que le gustan y en las que le disgustan. ¿Puede decir solamente “sufro”? ¿Cabe, pues, todo en el escueto término “sufrir”?

          Claudia dice algunas palabras con sencillez distante de sus complicaciones. Parece disgustarle esa sencillez y adorna sus expresiones con cierta elocuencia que le resta sinceridad. Se inclina a quejarse de la influencia fatal del medio que,—define—. la tiene anquilosada, aniquilada, diversificada.

          —¡Qué honda tragedia puede ser sólo el tratar de crear su ambiente, el de sentirse sujeta, impedida para forjar esa realización, enredada en las herencias familiares, siendo “otra” bajo la apretada vestidura de los prejuicios, de las obediencias, de la educación, con credos ajenos en la boca, con atributos familiares otorgados con largueza y con inutilidad, sin poder ser lo que uno quiere, sino pareciendo lo que otros desean, enmascarada en una falsa adaptación!

          Cuando enmudece, no sabe si el dramatismo de sus conceptos la ha desenmascarado. Desde su pausa clama a su compañero por una comprensión.

          —Seguramente ese aplastamiento en el reducido círculo de tu cárcel provinciana y familia te ha hecho ser lo que eres —dice Glávick.

          Claudia lo escucha desencantada. En inexplicable descontento emana más de sí que de lo recién escuchado.

          El la mira en forma confortante, profunda.

          Claudia, con movimiento lentísimo, baja la frente, pensativa.

          Súbitamente le brota un agradecimiento para Leopoldo; casi un síntoma amoroso. Encuentra alivio. Cerca de él, la semana última, los días le han sido menos monótonos, aunque igualmente crueles.

          Tras un gesto enigmático guarda estos sentimientos.

          —Tienes una manera peculiar de fatigar tu alma —pronuncia Glávick—. Miras las cosas como con microscopio: las ves verdaderas y aumentadas. ¿No has tratado nunca de escribir tus sensaciones?

          —Cuando más niña lo intente. Llegué a la conclusión de que toda verdad expresada es una pobre verdad.

—¿Y ahora?

          —Continúo en esa creencia. Anoche tuve deseos de escribir. Pensé mucho. Sentí mi pensamiento en una forma… diré... casi material de lenguaje. Tan grande como mi deseo fue mi indolencia: por aquello de encender la luz, de moverme en busca de papel y pluma, segura de espantar mis ideas por claridad y movimientos.

          Jimena, libre de su quehacer de riego, se detiene un segundo ante ellos y les sonríe.

          Claudia abandona el asiento y se dirige, lenta hacia una glorieta del jardín.

          Leopoldo la sigue.

          —Teniendo tanta sensibilidad, ¿es posible que no te hayas enamorado nunca? —le dice.

          Soy cerebral.

          No es cierto.. Estoy. seguro que en muchas ocasiones habrás practicado siquiera la sensualidad...

          —No la practico; la juego en ideas voluptuosas. No necesito nutrir mi cuerpo de sensaciones — expone Claudia.

          —¿Siempre el cerebro?

          —Siempre.

          —¿Quiere decir eso que existe una sensualidad idealista?

          —Sí. Triste y gozosa como la otra.

          —No: sabes de la otra.

          —Hay mucho que se sabe sin saber...

          —No creo que se pueda pensar y gozar de lo que de hecho se ignora.

          —¡Bah! La experiencia de otros, la enseñanza de los libros.

          —No sirve.

          Así será; no trato tampoco de convencerte.

          Se presenta agresiva. Procura zafarse de la intromisión del hombre, por medio de expresiones complejas. Sus reservas mentales se agolpan en la defensa sin sentido. Su instinto femenil la torna caprichosa y exuberante de seducciones frente al que no la entiende, no entendiéndose tampoco ella.

          Leopoldo Gláviek, guiado por una tolerancia amorosa, no se aparta ni aun sabiéndola esquiva.

          La observa con una mirada intensa y casi dura que tiene, sin embargo, destellos de amor.

          Claudia se apoya levemente en la reja blanca de la glorieta. La circunda una enredadera de hiedra y de campánulas. Tiene un vestido muy delgado que el viento aprieta contra su cuerpo y finge desnudarla.

En voz baja y cauta Leopoldo le dice:

          —Estoy celoso del viento, porque te ciñe.

          Con sabiduría perspicaz, hecha de ingredientes de experiencia y de deseo, va intoxicando a la virgen arisca para ligarla a su vida que la reclama.

*

          Claudia no sabe más al presente sino que debe ser buscada. "Si él no se acerca a mí yo no me acercaré" — es su lema frente a los varones; su divisa favorita, verídica, leal. A Claudia le gusta eso de que ellos comiencen. Entonces encuentra natural y correcto seguirles en su simpatía, dar algunas satisfacciones y lograr el derecho de encontrarlas en ellos.

          En esta época de su vida, por complacencia y por necesidad se deja buscar, no sin esquiveces, no sin agresividad, que todavía hay en ella un residuo orgulloso de mujer intocada.

          Aun cuando no quiere pertenecer ampliamente a Leopoldo, ni en su pensamiento amoroso, aun cuando muchas de sus actitudes llegan a disgustarle, aun cuando su ansiosa locura de embellecer la vida recibe el choque de una realidad cruel, algo la retiene.

          Leopoldo se le convierte en un compañero necesitado por impulsos más fuertes que sus disgustos y sus medidas.

          En su continuada y aparente amistad, cada uno empieza a gozar y a sufrir del otro como de un amante, experimentando la voluptuosa e infinita tristeza de sentirse prometidos de una imposible realización. Se gustan, calladamente, en medio de complacencias amargas.

          En ambos la pasión amorosa penetra en zonas vírgenes. En ambos se prende a cada instante el temor discontinuo de que no podrán unirse. El impedimento de la legalidad para la verificación de un amor completo, es una causa que haciéndolos temerosos los empuja a caminar hacia lo inaccesible.

          Una esposa y un hijo voluntariamente repudiados, un lazo legal difícil de romper, pero tal vez rompible con implacable lucha en contra, con tenacidad heroica, capaz de arrostrar por largo tiempo una serie de obstáculos, para una mujer que no fuera Claudia, hubiera sido acaso incentivo de pasión o disculpa considerable para vivir una dicha amorosa al margen de la ley. Pero Claudia se resiste de amar a un hombre que ha tenido lazos, que los tiene todavía, y para quien ella frente a sus reflexiones prejuiciosas y frente a un mundo más implacablemente prejucioso, la mejor de las soluciones le resultaría afrentosa. En su país el divorcio legal, con disolución de vínculo, no es ley promulgada sino argucia ambigua de jueces y abogados.

          Sufre el influjo de dos potentes fuerzas enemigas: la sociedad y el sexo.

          El ambiente de su desarrollo ha sido un cúmulo de posibilidades coartadas. Su intento mental de evasión la tortura por un posible fracaso. No sabe ni puede mirar al hombre libremente. Al fijarse piensa en el matrimonio. Su mundo le ha enseñado y repetido: “Si andas con un hombre, si le escuchas y le correspondes, si intimas con él debes casarte”. Aprendió a mirar absurdamente al más lejano como a un posible marido. Sus observaciones trataban de penetrar lo que podría gustarle para siempre y temía con antelación sus posibles defectos. Así se castigó en no ser espontánea. ¿Darse a un amor sin exigir una gran reciprocidad? Imposible. Peor aun: anhela reciprocidad antes de que a ella la ilumine exteriormente su preferencia. Es cobarde, terrible, implacablemente cobarde en el don. Sumado el pudor natural del primer despertar amoroso con visos de realidad, lejos de los amagos y de los sueños de la adolescencia, Claudia continúa cerca de Leopoldo con su estremecimiento escondido, buscando márgenes para desentenderse de la revelación. Piensa románticamente que el verdadero amor eleva, no denigra, y que su caso es de los que rebajan. Afila las cosas y con ellas se forma una herida y un problema.

          En estos días de trastornos iniciales, él se decide una mañana a simplificarlos. Despojado de temores, animado por la grandiosidad del paisaje marino henchido de una belleza de colores fuertes, efectúa su simple declaración de amor:

          —Yo te quiero, Claudia. Y sé que tú lo sabes. ¿No podrías quererme un poco?

          —No — responde ella con crueldad.

          Allí está la negadora, la receledora, viviendo el terror de sus constantes análisis que la diferencian de su circulo y que sin embargo, la tienen recubierta de influencias y de semejanzas.

          —¡Quién sabe! — duda él—. He sido durante este tiempo tu compañero inseparable. A tu edad es difícil desentenderse del llamado del hombre... Noto que no estás ya tranquila a mi lado.

          —¿Por qué no he de estarlo?

          —En tus reflexiones habrás llegado a descifrar el componente de tus ansias y tu imaginación las habrá transformado en maravillosos fuegos artificiales. Te perviertes en belleza, convencida de que las realizaciones no son tan decorativas. Sufres del llamado del amor, no por el llamado mismo, sino por la necesidad indeclinable de rendirte a otra voluntad, de saciar a otro para apagar tu sed.

          —No te comprendo.

          —Sí me comprendes. A algunas personas las amamos mientras las desconocemos; a otras, nuestro amor emana de un profundo conocimiento, de las cualidades que les descubrimos sólo para nosotros, para nuestro solaz. ¿Sabes que mi preferencia se afirma en el conocimiento que he hecho de ti?

          —Tiene mucho de halagador lo que me dices.

          —No te disgusta mi amor.

          —No…

          —Y juzgas fuera de lugar el derecho de ser correspondido.

          —Tienes cualidades. Contigo puedo demostrarme tal cual soy, puedo ser “yo”. Esto me atrae, es innegable, pero entre nosotros hay un impedimento... Seria vivir un amor trágico.

          —No hables de tragedia. ¿No pudiera ser que en mí encontraras la alegría de vivir y que al corresponderme, tú también me la dieras en forma intensa?

          Claudia ha estado siempre demasiado sola. Ninguna amistad honda, ningún amor ha rodeado su vida de esa abrazadera confortante que es el afecto. El cuidadoso afecto familiar no tiene ya para ella ningún valor; le da la impresión de un cerco cerrado a las posibilidades deslumbrantes. Y he ahí que viene hacia ella un sentimiento voluptuoso de cercanías y caricias... “¿No pudiera ser que en mí encontraras la alegría de vivir y que al corresponderme también me la dieras en forma intensa.

          Ella no confía encontrar en ese amor la alegría de vivir. Vislumbra nada más que la comprensión de dos seres que se han buscado primero como amigos para salvarse de una soledad desesperante. En ese acercamiento, hasta las inquietudes, han tomado formas desconocidas de belleza Por debajo de sus negaciones, de sus defensas, desea que el hombre batalle contra ella y le enseñe "aquello" desconocido, a donde todas las criaturas anhelan encaminarse.

          Tras de su silencio, sin respuesta a las palabras de Leopoldo, que con un gesto al parece frío lo han hecho enmudecer, repica su corazón.

 

 

 



 

© Karen P. Müller Turina