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Pepita
Turina
LA
GEOGRAFÍA Y LOS YUGOSLAVOS DE MAGALLANES.
Diario
La Prensa Austral, Punta Arenas, Chile 31 de mayo de 1978, p. 2
A
comienzo de 1976 fui a conocer Magallanes. Para mí era una tierra
sin recuerdos, porque me llevaron lejos de ella siendo una niña
de cinco años.
Llegué
a Punta Arenas descendiendo de un avión Jet, en un aeropuerto,
habiendo partido de allí cuando todavía no se había inventado esos
medios de transporte.
Pero
me recibió lo inmutable, el paisaje del extremo Sur,
en que la claridad estival que dura cada día 20 horas,
y vi a las 5 de la mañana la aurora en el estrecho
de Magallanes, en las calles desiertas, bajo el azul
más cautivante del cielo, sobre los techos de pintura
impecable de las casas puntarenenses. Y también vi
el sol, mayestático, ocultándose recién a las 10 de
la noche, posado en el horizonte.
Estaba
en una tierra en la cual había nacido, para la cual no llevaba recuerdos
enlazados, en la que nací de nuevo, ya no en el ancestro, sino en
los sentidos para mí más golosos: la vista y el oído.
Conocí
las esquinas del viento, donde para cruzarlas de niña, me llevaron
fuertemente cogida de la mano para que no me arrastrará. Conocí
el clima y el mar de mi olvidada infancia, la faena de la esquila,
el cuadro "perfecto" de un ovejero con un piño de 2.000
ovejas, 3 perros, su caballo y una ovejita acalambrada que llevaba
en los brazos delante de su montura.
Conocí
el color que da la intensidad de los siglos a los glaciares milenarios,
el ruido del hielo que se parte y se desprende para caer en una
laguna de ensueño.
Vi
los árboles de hojas brillantes y puras, en el aire natural, sin
smog, los troncos erguidos, caídos o doblados en las formas más
insólitas, por la impetuosidad del viento. Y también los árboles
petrificados que se encuentran en el camino a la paleolítica cueva
del Milodón.
Si
hubiera vivido permanentemente en Magallanes, no me habría dado
esa visión de belleza. Nada de lo que es repetido impresiona así.
La cotiodianidad no presta esa excitación. Por eso, Magallanes fue
para mí un acontecimiento. Y mi observación emocionada le dio un
significado intenso. Le presté esa atención que se da a todo aquello
con lo cual no estamos familiarizados.
Veinte
años viviendo en Valdivia donde nací literariamente, y cuarenta
en Santiago, no me hacen valdiviana ni santiaguina. El lugar donde
se nace es como la patria, no hay más que una sola. Las nacionalidades
adquiridas son fórmulas, papeles, disposiciones. Nada ni nadie puede
quitarnos la condición, por fortuita que sea, de pertenecer al punto
geográfico de esta esfera terrestre y celeste que rueda en la magnitud
del Cosmos.
A
fines del siglo XIX Punta Arenas era una colonia penal. La mayoría
de sus habitantes eran indeseables delincuentes, desterrados, perseguidos
por la ley: eran los que tenían que purgar alguna falta. Los yugoslavos
que en ese tiempo llegaron a Magallanes no fueron por castigo, ni
huyendo de su patria para ocultar aquí una desvergüenza. Llegaron
puros, a cambiar de vida, porque querían ser otra cosa. Laboriosos
y honrados dignificaron esas tierras vacías, fustigadas por el clima,
la soledad y la distancia. Fueron los soñadores anónimos que arraigaron
sus sueños en una patria que no era la suya. A esta patria que ellos
ayudaron a engrandecer y de la cual esperaba tanto, dieron todo:
hasta hijos para probarla.
Los
yugoslavos de entonces vivieron en la concreta realidad de lo inmediato.
No buscaron en los libros el apoyo a sus vacilaciones. No era el
tiempo del intelecto sino de los brazos. Los intelectuales nacieron
después.
La
última de las hijas del pionero Juan Turina, mira hoy ese pasado
que fue su ancestro y lo aprehende con los tentáculos que su progenitor
no desarrolló.
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