Filebo
(Luis Sánchez Latorre)
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Diario
Las Últimas Noticias, Santiago de Chile, domingo 9 de
marzo de 1986 |
Sólo
el otro día, con motivo de su trágica muerte al dejarla en
el camposanto, algunos empezaron a comprender que Pepita Turina
había vivido y había sufrido como escritora. En verdad, y
a la inversa del poeta portugués Fernando Pessoa, conjeturado
magistralmente por Octavio Paz, Pepita Turina fue esencia
“la conocida de sí misma”. Su inteligencia acerada (ya los
escribimos tiempo atrás), atributo raro al lado de las virtudes
afectivas en la literatura femenina de nuestro país, se conjuró
con su temperamento rebelde y huraño para situarla, de modo
injusto, entre las sombras de la segunda fila.
Aquí,
donde se perdona todo menos que las personas sean de veras
cultas e independientes, Pepita Turina no estaba destinada
a hacer escuela. Y no la hizo. Ello, no obstante, evitó la
amargura de la frustración o que el fracaso la tomara por
sorpresa. En el texto autobiográfico que dio a la luz en 1978
con motivo de las sesiones testimoniales animadas por su esposo,
el escritor Oreste Plath,
en el recinto del Museo Histórico Benjamín Vicuña Mackenna,
recuerda en prosa tensa, franca, directa, llena de admirable,
sinceridad, las palabras con que críticos de la jerarquía
de Ricardo A. Latcham y Alone saludaron sus primeros (y últimos)
experimentos en el campo de la novela. Latcham dijo, a propósito
de la publicación de “Zona Intima: la Soltería” (1941), que
se trataba de una “señora que escribía buscando palabras en
el diccionario”. Alone, a su turno, expreso (narrado por la
autora) “ que en la página no sé cuánto se adivinaba un alma
de mujer”.
Pepita
Turina, hija de yugoslavos, originarios de Turinovocelo, que
significa “pueblo de los Turina”, provino así de un lugar
en que todos los habitantes llevaban el mismo apellido: Turina.
La evocación de ese episodio permite a la autora en el texto
en el texto autobiográfico aludido hacer irónicas y punzantes
consideraciones acerca de la confusión que a ciertos bibliotecarios
de la Universidad de Chile, donde ella prestó servicios, llevó
a fijar su nombre de Josefa Turina Turina como un seudónimo.
Pepita
Turina aprendió un arte que Gabriela Mistral reconocía como
reacio a su apropiación
por las mujeres: el arte de explicar las cosas en bloque.
En su estudio “La lengua de Martí”, la Mistral escribe: Las
mujeres no sabemos explicar nada en bloque y sólo tenemos
una habilidad de encajeras, es decir detallistas”. La prosa
de Pepita Turina, en sus ensayos y en sus debates interiores
titulados “Multidiálogos”, es la contrapartida de la habilidad
de las encajeras. Ni hilados no costurería preciosista. Al
revés, síntesis, pensamientos, condesanciones de lectura peleadas
bravamente con la rudeza del tosco ámbito de lo efímero.
Es patético, en su ensayo autobiográfico, el análisis que
ofrece en torno al carácter de su falta de alegría interior.
Nacida en Punta Arenas, en el seno de una familia numerosa,
la muy menor entre muchas hermanas, ha de habérselas desde
niña, insumisa y solidaria, con mundo provinciano (no Punta
Arenas, sino Valdivia), completamente chapado en la antigua,
en que el amor alcanza su más abrasante condescendencia en
el intercambio pudoroso de tarjetas postales. Allí, en Valdivia,
Pepita Turina conquista sus primeros laureles literarios.
Angel Cruchaga Santa María se encargara de loar a la joven
“triunfadora” en un poema: “Perfil
de Pepita Turina”. Más adelante el matrimonio y luego
la viudez temprana. Dos viudos sin hijos se reunirán un día
en la Alianza de Intelectuales de Chile, Oreste
Plath y Pepita Turina, para fortalecerse mutuamente y
traer al mundo una pareja de mellizos: una niña y un niño.
Resulta impresionante el temple vigoroso con que Pepita Turina
encara en su relato el proceso de la maternidad y el fenómeno
de la independencia de los hijos. Pero, sin duda, las páginas
más conmovedoras y genuinas son las que refiere el momento
en que un tumor del oído trae por consecuencias la parálisis
facial y la sordera, trasportándola físicamente, según la
autora, el verdadero estado de su conciencia interior al impedirle
sonreír.
Quienes
conocieron o creyeron conocer algo de esta enorme “conocida
de sí misma”, siempre desollada, orgullosa y vulnerable, recuerdan
la lúcida parquedad de sus comentarios. Pocos, sin embargo,
tan sombríos y rotundos como éste con que cierra su testamento
literario: “El mérito del escritor reside en que lo editen
y lo lean. Lo peor es cuando esto no sucede a tiempo. Espero
que no haya una vida de ultratumba, en que estemos informándonos
de lo que sigue sucediendo en la tierra. Sería para mí el
peor de los castigos saber que he perdurado y que a destiempo
brillo con lo que no se me dio como goce terrenal.
“No
creo ser materialista, pero nunca me ha interesado el más
allá, sino el más acá: los días, los minutos, los segundos
de esta vida. Y en esta considero que ya no tengo futuro.
El anatema de lo que me queda por vivir es que ya TODO ES
DEMASIADO TARDE”.

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