Juan Antonio Massone

                    Creo, Pepita, que su verdadero nombre es, por fin, el de su alma sin agobio de irrealizaciones, como usted me dijo, hace años, ¿recuerda? Desde hace mucho sabe que  el tiempo es oleaje veleidoso, capaz de tender las jornadas en serenas playas o, muchas veces, golpearlas con furia en las rocas más ásperas y filosas. En algunos predomina el bajamar; en otros, la tempestad con salidas de mar. Y en usted el mar del tiempo se hizo espeso, grave, gemebundo. Hasta que desbordó su impaciencia y capacidad de sufrir. En verdad, era mucho lo que le dolía la vida. Esta vida.

          Pero, hallado el verdadero centro luminoso que es siempre la semilla de Dios en el misterio y el milagro de la vida, ya sabe mucho más y, con seguridad, ha tomado apuntes para nuevos MultiDiálogos. Sí, hablo de esos que usted tuvo a bien inventar para nosotros, sus lectores. Para qué le cuento de la admiración bien dispuesta de quienes le han conocido a partir de esas materias que usted hilvanaba a punta de opiniones y de papeles recortados que pegaba en cualquier otro: cartulinas, reversos de hojas escritas e incluso cartones, con un desorden pocas veces visto por mí, aunque no sea yo un dechado en ese respecto. Pero el interés de cada tema fue enriquecido más que por el ensamble de “contertulios”, siempre muy bien seleccionados, en razón de los enfoques tan personales con que marcaba su presencia, nunca ostentosa, por lo demás.

          No se me borra de usted su voz enfática, buena pronunciación y también su sentido del humor. Me parece que en sus palabras se acortaba la distancia entre habla y escritura. Hablaba tan bien como apuntaba sus cavilaciones. ¿Recuerda la comida de escritores disfrazados —-no con disfraz de escritores—que tuvimos, hacia 1979 o 1980, en un hotel de Santiago? Usted lució un arreglo floral en su cabeza. Tampoco se me olvida la visita que hizo a mi esposa, cuando ella convalecía de una operación. Ni cuando fue al colegio donde yo trabajaba y sorprendió a los alumnos con juicios y análisis descarnados. Nítida aún aquella tarde que usted leyó su Quién soy, en el Museo Vicuña Mackenna, alumbrada tan sólo de una luz amarilla. Entonces dijo al final de su intervención aquello tan concluyente como categórico: “Para mí ya todo es demasiado tarde”.

          Ese anatema—así lo mentó en aquella oportunidad—parece le rondaba desde siempre. Algunos años antes de su partida usted compartió conmigo algunas opiniones y penas que, después, fueron incluídas en ese libro que me atreví a escribir acerca de su obra, el que, al parecer, no la ofendió. A propósito de ese libro, se lamentó de que yo fuera tan joven, “porque con más años se hubiera dado cuenta de más cosas”, me dijo. Desde luego, estuve y estoy de acuerdo en lo absoluto con esa observación. Pero el tiempo, una vez más, el tiempo interior no podía apresurarse. Con seguridad, hoy me percataría de otras facetas.

          Usted era enigmática como un personaje de su admirado Igmar Bergman. Llevaba en sí algo de augurio y mucho de escalpelo al mentar y sentir los hechos y la memoria de este lado del universo. Perdóneme que insista en hablar a base de dimensiones y relatividades que usted, hace mucho, superó. Pero el lenguaje no es tan lógico, ni necesita serlo, cuando sentimos y evocamos, o si nos sorprende alguna hora en viaje a través de parajes animados desde el afecto.

          Se despidió de mí, en la clínica, con una seña acompañada del título del libro que dedicara a usted. Me dijo: Pepita Turina o la vida que nos duele. Fue lo último que le escuché. Desde luego, se sentía morir. Poco después vino el silencio. Y estuvimos con Oreste en el velatorio, junto a Isabel Velasco y a Jaime Barrientos. Fue denso el tiempo de esa tarde como también el momento de acercar, al estupefacto recogimiento de la mayoría de quienes acompañaron sus restos, algunas palabras durante su sepelio. Fue difícil. Usted lo sabe. Pero estaba seguro—en eso no tuve ni tengo mérito alguno—de que sería acogida desde el núcleo de su verdad por el Señor de la Vida. Lo que sucede es que olvidamos, con porfiada frecuencia, de que para comprender es preciso creer y para mejor creer es bueno comprender. Pero no quiero dar lecciones de lo que usted conoce de sobra.

          Le decía más arriba que el tiempo es veleidoso. Más que por sí mismo, debido a las circunstancias que forjan las personas. Algunas—no pocas—son muy favorables. Esta carta personal acompaña a sus trabajos, en una recopilación de su hija Karen, quién mejor que usted sabe conocerla. No sé de una albacea más consagrada a sus padres. No le digo nada de cuánto trabaja en las obras suyas y en las de Oreste. En este caso se difundirán por todo el mundo. Eso no lo conocía usted cuando estaba con nosotros. También tenemos algunas novedades. Y de las buenas, en este caso.

          Estoy seguro de que estas palabras nada agregan a su prestigio ni a su valer. Pero sentí que debía escribirlas, aunque usted no las necesite, ahora. Tal vez ellas contribuyan a complementar los retazos de la memoria de otros que la vieron y escucharon, alguna vez. No me atrevo a decir que la conocieron. En eso soy más cauto en estos tiempos, y no me convencen tan fácilmente las majaderías de optimistas profesionales ni de ácidos pesimistas que gustan repetir las opiniones de algún autor de moda. En lo humano, este mundo es el de siempre. Hay ángeles silentes, pero activos, y, por supuesto, no faltan diablos vendiendo cruces.

          Pepita, no quiero se me vayan de las manos estas líneas sin encarecerle saludos para muchos amigos y amigas. A Oreste, en primer lugar. Luego, a tantos y a tantas que, como usted, siguen en mi vida con gesto inolvidable. ¿Ensayará con ellos y con ellas algunos MultiDiálogos? La disonancia de aquí acordará más alta armonía allá.

Para usted el abrazo de un siempre.

Su amigo que ahora tiene más años.

Juan Antonio Massone del Campo

 

 



© Karen P. Müller Turina