Cuentos
Pepita
Turina
TRES
TIEMPOS EN LA VIDA DE SERGIA
Cuento
que obtuvo Mención Honorífica en el Concurso “ESPERANTE”
de la Northeastern Illinois University, Chicago, EE.UU.
Con publicación en un libro "Cuentos Esperante"
Editorial Universitaria Centroamericana - Educa, setiembre
1986, cuento de P. T. en las páginas 261-271, reseña
de la escritora página 259.
Organismo
de la Confederación integrada por: Universidad de
San Carlos de Guatemala, Universidad de El Salvador,
Universidad Nacional Autónoma de Honduras, Universidad
Nacional Autónoma de Nicaragua, Universidad Nacional
de Costa Rica, Universidad Nacional de Panamá.
De
los 20 seleccionados en el concurso en el que participaron
escritores de 12 países hispanoamericanos, de España
y de Estados Unidos. Los países con autores premiados
fueron: Ecuador; Barcelona, España; Evaston, Illinios;
México, Caléxico, California; Chile; Santa Fé, Argentina;
Santa Cruz de la Sierra, Bolivia; Palmares, Costa
Rica, Buenos Aires, Argentina.
Ref.
De este premio escriben en los artículos:
- El
cocodrilo. Concurso de cuenttos. Diario la Tercera
de la Hora, mayo - junio de 1985.
- Anónimo.
Concurso de cuentos. Se lucieron en USA. Diario
la tercera de La Hora, martes 4/6/1985. p. 6.
- Mosaico
informativo. Cuentistas premiados. Diario el Magallanes
(Suplemento literario mensual), Punta Arenas, Chile.
Lunes 28/7/1985.
- Pepita
Turina, por Darío de la Fuente. Diario La Tribuna,
Los Angeles, Chile 5/6/1989 p. 3.
- Pepita
Turina, dialogante con la vida. Por Horacio Hernández
Anderson. Diario La Estrella (Columna Buena Tardes),
Valparaíso, Chile miércoles 5 de junio de 1985,
p. 6.
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Primer
Tiempo
Salió
al pasillo. Se afirmo en el quicio de la puerta. Vio venir
a Horacio Dambria.
-Fui
a buscarla a su taller y no la encontré. Porque su maestro
de pintura está enfermo, usted ha abandonado los pinceles.
¿Le parece bien que un artista se transforme en enfermera?
Caminaron
por el pasillo alejándose de la puerta. Otra pregunta vino
de Horacio; la precisa para comunicar celos de amor, leves
y conmovedores celos.
-
¿Sabes que Jorge te quiere?
Qué
palabras tan sencillas y tan lindas, las de quien indaga
si hay estorbo para acercarse
más. Y cuando esas palabras las dice quien secretamente
empezamos a querer, con una expresión que no se sabría definir
y que es la justa para que la sangre se acelere.
Estaba
predispuesta a que los hombres entraran es su predilección
por los gestos y
por la voz. Después de los ojos y los oídos, las demás percepciones
eran mas bien disgustadoras. Su olfato enemigo percibía
los hedores sutiles que los cuerpos exhalan; su gusto no
lo consideraba para el sabor humano y su tacto ignoraba
todavía muchas complacencias.
Había,
ahora, en los ojos de Horacio cierta voracidad que ella
sabía conocer y que aligeraba su respiración en un pequeño
sofoco gozoso.
Sergia
no respondió. En las respuestas no todo son las frases.
-¿Te
ha besado? -insistió él.
-Sí.
Su
voz tuvo una entonación medio tono más abajo que de costumbre,
un tono
bemol, muy agradable, como si hubiera encontrado una hendidura
propicia para tener más sonoridad, en un registro un poco
descendido y como impregnado de interior. Estar con Horacio
no era sólo un deseo; era la todopoderosa necesidad que
le entregaba cada vez más esta convicción: Mi destino eres
tú. Ella tenía una manera de ser que la amparaba de gustar
a los que no debían quererla. Y si este amigo de Jorge Mirall,
ya buscaba, aunque fuera por momentos su compañía y le hacía
preguntas indagatorias, era seña que merecía una ilusión.
El
monosílabo de Sergia, turbó de tristeza los ojos de Horacio.
Al mismo tiempo que envalentonó de dominio. Contra la afirmación
reciente se consideró triunfador sobre el otro. Trató de
analizar su belleza inaprensible ¿por qué parecía bonita
sin serlo?
Se
produjo un silencio: ese silencio que interrumpe a veces
hasta las conversaciones más animadas
y que para aclararlo, ha sido tocado por la superstición
que en la simple explicadora de los misterios.
Caminando
el corto trayecto que los separa de la habitación de Jorge,
entraron en la atmósfera
asfixiante.
Dentro,
la atmósfera era asfixiante y las horas estaban como equivocadas.
Habían llegado
algunos visitantes. Horacio saludó a todos con una sonrisa
amable. Sergia no se acercó a nadie, saludo con la cabeza
y quedo cerca de la puerta, manteniendo una actitud de recién
llegada pronta a salir, a escapar. Remontaría esas horas
como siempre. Era un periodo oxidado, en que no se buscaban
recursos para desenmohecerlo. Se esperaba lo sospechado
y lo no dicho para después de las lágrimas de duelo, echar
la gota de aceite y empujar la vida. Estaba colocada en
esas horas obligatorias, pedidas por el maestro, en un papel
preponderante que sería luego un vacío irreconciliable.
Su inactividad era respetuosa y casi sublime, siendo un
entreacto que debía continuar lejos de ese decorado. Esas
voces que la hendían ahora de surcos olvidables y desaparecían
en cuanto un solo ser dejara de habitar ese recinto. Curiosa
de lo que escucha, se le filtran extraños conceptos, combinación
de voces que emitían espíritus diversos y dispares. Le obsequiaban
ideas. Trató de ordenar el desequilibrio de las voces. Allí
estaban las palabras, permaneciendo dentro de ella, en sus
millares de resonancias internas, donde perdiendo su son
se multiplicaban de silencios. La conversación estaba partida
en tres sectores. Al enfermo le hablaba una de las moradoras
del piso.
Cuando
la mujer se fue, Jorge la hizo acercarse a él con un gesto.
En tono confidencial le dijo: -Alguna vez tengo que llegar
a comprender esa extraña delicia que se experimenta en no
decir nada y en no necesitar decir nada.
Una
mirada tocó entonces su piel; la de Horacio, como reconviniéndola
que tuviera palabras confidenciales con un hombre que "también"
la quería.
Horacio
se despidió, Jorge Mirall le dijo:
-Quiero
hacerte un retrato. Voy a pintar los ojos que tienes y no
la mirada.
Pintaré
la mirada que yo quisiera que tuvieras para mí. Vístete
mañana con ese traje color cyclamen que tanto me gusta y
trae del jardín una rama de buganvilla que tanto te gusta.
Ella
obedeció.
Se
puso el traje color cyclamen; el mejor, el que armonizaba
con el color de su piel, de sus ojos, de sus cabellos y
de su expresión desesperanzada. Se había peinado de otra
manera. No; de otra manera no; se había peinado menos. Sus
cabellos lacios y esponjados le caían con negligencia y
daban otra forma al óvalo de su rostro. Aparecía así más
voluptuosa, más íntima y también más elegante por el color
del vestido y la finura de la tela con que estaba hecho.
Las manos febriles de Jorge empezaron a trabajar la tela con
pasión de agonía. Pintaba lo que quería llevarse dentro de
sí hasta más allá de la vida.
Fueron
siete días en que la fatiga fue más de la modelo que la
del pintor.
Los
habitantes del piso tenían curiosidad enorme, por conocer
ese retrato de Mirall mantenía escondido a todas las miradas
que no fueran las de ellos dos. Hasta pensaron que la estaba
pintando desnuda. Y las mujeres envidiaron el bronceado
de su piel y miraron, como si nunca antes la hubieran visto,
su cabellera glorificada de exuberancia y de reflejos. Y
de repente, arrepentidos de los malos pensamientos -más
los hombres que las mujeres- opinaban que tenía un "aire"
de mujer honesta que la perjudicaba.
Jorge
Mirall, mientras tanto, comprobaba que la indiferencia y
el amor dan muy distintos descubrimientos. Antes, cuando
miraba a Sergia impremeditadamente, lo impresionó con aspectos
que una inclinación amorosa desde el comienzo no le hubiera
dado.
El
retrato se iba formando sin más argumento que esa mujer
y su deseo. Y trataba de pintar en una sola inmovilidad
las metamorfosis de ese rostro, reflejando expresiones sólo
posibles para él.
La
idea de pintarla no había sido súbita, aunque así lo pareciera.
Hubo procesos, modificaciones emocionales que se sintetizaron
en el deseo de pintar; lo único posible en su trance actual.
Ella,
soportaba extrañamente halagada, hasta que la séptima tarde
los pinceles cayeron de las manos de Jorge, manchando de
pintura color violeta el cubrecama claro. Su rostro tuvo
un súbito cambio. Una inmovilidad casi hermosa le dio un
estatismo sin arrugas, rejuveneciendo, libre ya de toda
angustia.
Había
muerto solo, a pesar de su permanente cercanía. Ella estuvo
acompañándole inasequible y lejana, sosteniendo su débil
voluntad de vivir. Esa voz que se había deslizado cerca,
sin fe ni esperanza, sin rencor ni tedio, dejó de pertenecer
a lo que puede escucharse.
El
cuadro quedó inconcluso. Quedó con ese desvanecimiento distinguido
que caracteriza las telas de Marie Laurencin.
Sergia
logro la paz de no cuidar más a un enfermo y de no tener
tampoco la persecución de su amor, delicadamente no correspondido.
Inmediatamente
después de la muerte, subsiste la esencia de lo desaparecido,
infiltrándose en ella. Transcurridos unos minutos guardó
su adherencia casi imperceptible. La amargura se le hizo
insoportable. La fatiga le envenenó las articulaciones y
las ideas. Mordida por la impresión del miedo a la muerte
y el descontento de la vida, su llanto fue auténticamente
desesperado.
Reanimada,
un ritmo tranquilizador de reposo aplacó sus nervios. Dobló
la cintura y apoyó la frente sobre sus rodillas. Desligada
de las realidades terrenas un sentimiento claro y solemne,
bienhechor, abstracto, sin la pasión de los hechos, sin
ningún instinto de lucha ni egoísmo, la invadió. Se adapto
a una forma de amistad perfecta, sin desilusiones ni desgarramientos;
una amistad sin convivencia, en que la voz extinta de Jorge
Mirall era un recuerdo fervoroso.
Segundo
Tiempo
Enterrando
los zapatos excursionistas en las dunas, bordeando colinas
terrosas con vegetación anémica, sumergiéndose en el mar,
pasando entre casas de pescadores, al lado de adustos cardos
florecidos de azul-moreno, entre y cerca de geranios y hortensias,
vivió Sergia su primer día de costa.
Al
anochecer, cuando los dedales de oro habían cerrado sus
pétalos y arrebujados en sí mismos se anticipaba a resguardarse
de la noche con la primera sombra que rozaba los pastos,
ella sintió el deseo de arrebujarse igual.
Ese
fin de tarde era hermosísimo y no lo percibió con el corazón
alegre.
Desprendida
del eco de los llantos y del olor de flores marchitas, lejos
de la ciudad donde Jorge Mirall reposaba en su tumba, se
acordó de la parte de aquella vida en relación con ella.
Sintió una impregnación misteriosa de ultratumba, desde
donde Jorge Mirall le señalaba como un sueño premonitorio
su futuro: "Ahora, que no tengo un destino fisonómico,
no estoy más cerca de ti. Quieres a quienes puedan estar
contigo y acompañarte, aunque no te toquen, prefiriendo
que no te toquen. Es la presencia la que necesitas. Sin
ella todo posible cariño se desvanece. Horacio no está ahora
contigo, pero sabes que no estás sola. No le has escrito
ninguna carta. No quieres escribir, porque las palabras
te representan mal. También el hablar. Eres silenciosa,
sin los chillidos de la vida. Ahora puedes cumplir con tus
silencios y huir de las comunicaciones forzadas y de las
explicaciones que poco explican. Ahora, que yo he desaparecido,
se acrecentarán los aspectos emanados del amor entre Horacio
y tú; aquellos que sólo el amor despierta y exacerba. El
no encontrará en ti nada de lo que espera y lo retendrás
por causas terribles y encantadoras. Producirás en él irrealidades
soñadas; ya está pensando en aquello que sabrás desarrollar
si llega a producirse la entrega. Eres, no sé por qué, provocadora
de fantasías; haces disfrutar de antemano por la tentación
de lo inexplorado. Eres una mujer que provoca en el hombre
el vértigo que posee al que va en pos de conquistar lo difícil;
mujer que atrae porque se la cree "sabida" y que
retiene porque no lo es. Para Horacio serás un motivo, una
atracción de posibilidades. Te querrá, deplorando tu manera
de ser. Sabes que no te espera la soledad; la definitiva
y tremenda soledad. Si marcas un número de teléfono responderá
una voz, un hombre que sueña, que ha soñado mucho contigo
como la mujer ideal para el lecho. Sabes que lo defraudarás
y que seguirá contigo sin encontrar lo que imaginó. Mortificándose
con lo inesperado, esa mortificación será su cadena y un
aliciente mayor que lo esperado. Horacio en esas horas íntimas,
sintiéndose perdido en ti disfrutará contigo como con pocas
mujeres, ignorando tus laceraciones o sabiéndolas apenas.
No sabrá por qué cedes, ni podrá explicárselo. Buscas siempre
aquel en quien puedas reposar, aunque te haga sufrir, siempre
que sepa darte algún consuelo. Eres atormentada y atormentadora
y estás deseando, incansablemente, comunicaciones más amplias
que las de tus interlocutores al alcance de tus palabras
en voz alta. Está cada vez mas lejos mi rostro del tuyo.
No me dijiste adiós; fui yo quién te lo dijo. Estar a tu
lado era la vida, pero vino la muerte y tuve que irme. Antes
de ti yo existía, pero, desde que te acercaste, todo lo
sucedido era solo un recuento de mi amor junto a tu indiferencia
discreta de la cual no eras culpable. Tienes algunas preguntas
que te obseden. Le harás algunas a Horacio y la serenidad
de él para responderte, y su palidez, no será la del duelo,
será la emocionada felicidad de quién siente ya sin disputa
suya una mujer".
Al
día siguiente, Sergia descubrió varios caminos de tierra
ocre que llevaban a distintas partes. Pasó bajo el encaje
perfumado de los eucaliptos y bajo la sombra de los pinos
y de los acacios. Al anochecer se tendió sobre las arenas,
donde el mar arrojaba cabelleras de algas. Era un mar sin
gaviotas -apenas vio cruzar una en todo el día- y, aunque
abundaban las casas de pescadores y se veían redes puestas
a secar, en el tiempo transcurrido tampoco había visto sobre
las aguas botes de pescadores. Cuando la noche tomó su color
definitivo, la luna llena dejó caer sobre la aldea plumas
de luz, y un viento suave columpió las flores y esparció
el aroma de los pinos y los eucaliptos.
Al
otro día, se acercó a un sanatorio pintado de blanco, sobre
cuyas ventanas, puertas
y macetas, el sol derramaba sus rayos. Los enfermos, con
expresiones herméticas, recluidos en la sombra, añoraban
el sol que les estaba prohibido. Las miradas zaínas, de
los pocos que la vieron mirándolos, le demostraron la envidia
provocada por sus pasos libres, a pleno sol, fuera de esa
galería y la obligación de las sillas reposantes.
Poco
después se encontró con gente supersticiosa que se dedicaba
a la brujería, como único medio de proporcionarse inquietudes
y salir de su órbita pequeña. La superstición era la consecuencia
de sus vidas restringidas. Faltos de percepciones para lo
que hay, inventaban lo que no existía, para agrandar su
mundo. Le quisieron dar bebedizos de amor, piedras-imanes
para atraer dinero y felicidad, y ella rechazó sonriendo
los dones que le ofrecían, que a ella le faltaban, pero
ellos tampoco tenían.
Sobre
una de las paredes de su casa, colgó el retrato hecho por
las manos agonizantes
de Jorge. Los colores formaban una sola gama obispal, desde
el fondo hasta el vestido y la rama de buganvilla que sostenía
entre el pulgar y el índice. Desde allí parecía seguir atisbando
la vida que continuaba sin él, y que miraba con una expresión
que sus ojos no habían tenido nunca. Desde ese retrato no
miraría con hostilidad ni aquello que le había sido hostil,
ni lo que seguiría siéndolo. No; ese retrato era un espejo
que devolvía su imagen exacta. Tampoco era ya la alumna
aplicada y preferida del maestro.
Preparo
telas y pinceles. Arregló tres pequeñas para trabajarlas
simultáneamente. Eran sus preferidas. Toda tela tipo pared
la amedrentaba. Ella reducía las dimensiones. Quería volar
enjaulada. Su lenguaje plástico informal la había alejado
del éxito, de la admiración, de la fama. De su insumisión
nació si informalismo, que solo Jorge Mirall y unos pocos
admiraron. Su paleta se tiñe de colores otoñales. Los prefiere;
el otoño es el moho, la corrosión de la naturaleza. Traza
sobre dos telas líneas horizontales, hace marañas de líneas
curva. Lo recto y vertical le parecía erguido, triunfador,
y ella estaba curvada por algún peso que le impedía erguirse.
En dos cuadros hizo ondular los horizontes, los regó de
grumos, con manchas crecientes y unas poquísimas líneas
poéticas. Exploro y proyecto su deterioro interior. Pinto
hierros y metales enmohecidos, vidrios quebrados, maderas
carcomidas, piedras patinadas, cosas deshechas. De una de
las telas, con movimientos de uñetazo y de caricia arrancó
algunos colores y, enseguida con la yemas de los dedos los
alisó. En el tercer caballete expresó cierto júbilo, con
movimientos caligráficos, casi vegetales. Al dejar libre
la espontaneidad complicó esa caligrafía con líneas feas.
¿La alegría representada con fealdad? Actuó entonces su
mente ordenadora, dirigiendo esa caligrafía para embellecerla.
Conduciendo su impulso anímico enriqueciendo sus trazos
con una corrección hermosa, realizándose sin el desorden
de la espontaneidad desaparecida. ¡Oh!, si pudiera pintar
como el Tiziano, empezando a trabajar con ese amarillo que
en cada una de sus obras brilla por trasparencia a través
de la segunda decoración policroma, de esa claridad interior
de lámpara iluminado la piel de sus retratos. Imposible
ser lo que no es. Su imposibilidad le dio unos segundos
de rabia y tuvo el impulso, por suerte retenido, de tirar
con furia cada tela a un rincón para que la pintura fresca
se expandiera anulando los horizontes.
Pintó
varias horas. Por último recogió las telas y cuidadosamente
las puso en el suelo, vueltas contra la pared para no verlas
y no ser perseguida por ellas.
Se
dedicó a escribirle a Horacio. Redactó la única hoja que
la disculpaba de no seguir escribiéndole.
"Te
saludo por sobre los ferrocarriles, por sobre los aviones
y por sobre todos los mecanismos modernos que podría emplear
para comunicarme contigo, de quien me acuerdo profundamente.
No me gusta escribir. Nunca me ha gustado, aunque haya tenido
que hacerlo cuando sabía menos lo que me gustaba. No me
satisface escribir cartas. A los que quiero me agrada sentirlos
acompañándome, tocándolos con mis sentidos y no con mi imaginación
convertida en signos alfabéticos. Mis cartas -déjame ser
vanidosa- te acercarían a mí, y no quiero esa aproximación
que perduraría más allá de hoy, Yo cambiaré. Tú también.
La sinceridad es fugaz. ¡Silencio! La distancia es difícil
por el silencio, tanto como la cercanía por las explicaciones.
Te dejaré tiempo para que pienses en mí y me recorras con
tu capacidad imaginativa. A la pobreza de un espíritu vegetal
no le dejaría tiempo, porque me perdería. Pero a ti sí.
Quiero hacer trabajar tu imaginación y creo que solamente
puedo gustar a los hombres que la tienen".
Tercer
Tiempo
En
la casa de los extramuros que arrendó Horacio para sus citas,
la cuidadora vio en ellos una pareja que buscaba el lecho.
Imposible adivinar lo demás. Como iba a sospechar que la
mujer que se encerraba noches enteras con un hombre joven,
era un alma torturada y un cuerpo difícil, si ella, a los
diecisiete años, en un campo de trigo, después de un corto
tiempo de lenguaje ingenuo, había sentido dentro de sí al
hombre, sin inquietud y sin dolor.
Un
día le pareció oír llorar a la visitante. Sólo que, al día
siguiente cuando los vio, tuvo envidia y olvidó el asomo
de sus conjeturas.
Las
presunciones de la cuidadora eran más aproximadas cuando
conducía algo del rumor de los sollozos, que cuando los
veía salir de la casa, jóvenes y enamorados, con los rostros
empalidecidos y un silencio sobrecogedor.
Había
nacido en Sergia la voluntad de darse. No se iba a salvar
de las perturbaciones del amor y sus tribulaciones. Era
el enriquecimiento de sus horas. La elección se hizo por
reclamo íntimo. Dando la impresión de no querer no sabía
vivir sin amor.
Se
entrego temerosa. Fue un exceso pasional para su temperamento.
No tuvo miedo de las murmuraciones, porque eran una pareja
anónima de la gran ciudad. Este atrevimiento no hubiera
podido verificarse si se hubiera librado de principios estrictos.
Al llegar el momento su corazón tuvo miedo. Era un corazón
cruzado de prejuicios. Pero su carne no tuvo miedo y debía
haberlo tenido más en su corazón.
Horacio
era el que le infundiría el conocimiento, la sustancia de
las horas secretas de las parejas. Descubrió en sus dedos
la forma del cuerpo de él; sus manos fueron más sensibles
que sus ojos cerrados.
Muchas
noches no buscó otra cosa que su tacto. Y su conocimiento
se iluminó.
La
desilusionó mucho y lo quiso.
Después
de haber conocido la desnudez de Horacio se preguntó, sorprendida,
cuál era el color exacto de sus ojos y no le importó ignorarlo.
Lo sabía sin seguridad. Lo sabía y lo ignoraba. Ahora conocía
una expresión de sus ojos que solo sus mujeres íntimas podían
saber; conocía de sus labios una voz sin palabras, un nuevo
cansancio y su sueño, en que teniéndola inconscientemente
su lado, la sabía y la amaba.
Aspiro
profundamente ese aire nocturno en que respiraba junto a
ella un hombre: el primero. El no tuvo para ella palabras
nocturnas, palabras de alcoba. ¿Qué le dijo la última noche?:
nada para retener y mucho para olvidar prontamente.
A
él le gustaba la luz, la plena luz para el amor. A ella
la penumbra, casi la obscuridad, la dilución de los efectos
visibles y los gestos desagradables.
Era
tan fácil el placer para él, asombrosamente fácil, mientras
que en ella las confidencias de las amigas y su experiencia
actual la sofocaban de complejidades. Muchos porquées y
reclamos la envolvían. No la inhabilitaba esto para ser
por relámpagos extrañamente dichosa; sentía a alguien que
había encontrado en ella el placer. Mientras se preguntaba
¿cómo soy yo? Quería saberlo a través de él, a través de
él descifrarlo. Ella había dispuesto hasta ahora de su elemental
experiencia, él, en cambio, podía comparar. Sus insomnios
al lado del hombre dormido, la traspasaban de tristeza y
de arrepentimiento. A la sombra del logro de él, sentía
ella refrescado su ardor y se impresionaba de integridad,
de perfectibilidad. La había poseído a medias, suponiendo
que, vencidas las dificultades de apariencia insalvables
por el momento, podría desenvolver con ella los recursos
de su sabiduría sexual, a los que ella se prestaría, indudablemente.
Imaginaba que ella era como un alba, o un capullo, y esperaba
convencido que el día o la flor serían de su gusto dándole
plena satisfacción.
Una
brisa de fin de verano había puesto todas esas noches un
ruido tenue en la persiana corrida, susurrando la discreción
del amor de una doncella que, a pesar de todo, no había
dejado de serlo.
Inesperadamente,
Horacio que no era artista, recibió desde el extranjero
un ventajoso contrato de trabajo. No quiso irse sin Sergia
y le propuso matrimonio.
Ella
debía haber dicho NO, para resguardar su vida futura de
alteraciones. Pero dijo SÍ. Buscando protección aceptó al
menos protector de los hombres que había conocido.
En
el aeropuerto la despidieron sólo dos amigas que nunca más
volvería a ver.
Desde
lo alto de la nave en vuelo, empezó a mirar el paisaje.
Todo retrocedía; sí, retrocedía. Al lado de su asiento iba
un hombre suyo. Clavada, unida, como los palos de la cruz,
emprendió el viaje que la llevaría, par siempre, lejos del
lugar donde vivió.
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