Cuentos
Pepita
Turina
LA
MUJER QUE NO QUISO VER EL SOL
Del
libro 6 cuentos de escritores chilenos yugoeslavos
[yugoslavos] Ediciones PlaTur, Santiago de Chile,
1960, pp. 77 a 88. [Ediciones PlaTur, es la unión
de los apellidos Plath y Turina]
Del
libro "Hrvatska/Cile. Croacia-Chile".
Kulturno-povijesne veze. Relaciones históricas
y culturales. Edición bilingüe. Selección
y traducción de los textos realizado por el
profesor Jerko Ljubetic. Zagreb 2000. Textos en croata
pp. 107-111; texto en español pp. 401-405.
*
Se respeto las mayúsculas de algunas palabras
del texto, licencia de la de la autora.
|
Gravemente
enfermo, más que su muerte sentía el dolor de su mujer cuando
tuviera que abandonarla, inevitablemente. Le aterraba la
muerte, si; era horrible sentirla acercarse, pero más que
nada le atormentaba la soledad de esa mujer que le amaba
tan entrañablemente. Siete años de matrimonio. ¿Breves?
Cuando se acerca la muerte todo tiempo, aunque enorme, parece
breve. En la mente desfila lo vivido y nunca parece bastante.
Falta, falta un no sé qué; todo lo que no se ha realizado
y lo que no se alcanzará a realizar. Lo hecho impresiona
como nimio. Falta el futuro. Y cien, ni mil años serian
suficientes para edificarlo. Ningún tiempo alcanza. Gracia
no lo comprendería así.
No.
No. Ya no lo comprendía. ¿Cómo era posible que ella iba
a perder al que amaba en forma tan intensa? Se rebelaba
de lo inevitable. ¿Lo encontró para perderlo?
Ella
había atraído a ese hombre, gustador de mujeres fáciles
y lo retuvo por lo contrario: por ser difícil. Para Arnaldo
ella fue un motivo, una atracción de posibilidades. En el
amor hay un sinnúmero de excelencias más esenciales que
lo esencial y eso atrajo a Arnaldo hacia ella. ¡Cómo vivía
él rodeado de mujeres! ¡Cuántas le querían y a cuántas él
quería! Era infiel por naturaleza. Para él eso no era infidelidad;
era simplemente querer a la mujer. ¿Diversos nombres, otros
temperamentos? Nada variaba la atracción. Era enamorado
y bullanguero. Ella era demasiado baja, magra y taciturna
para su gusto y solamente la buscó como consuelo de un descalabro
amoroso. Le extrañó conocer a una mujer sin celos, que todo
lo permitía, que sabía esperar el momento de la mirada que
le pertenece y olvidar las demás que se prodigaban. ¿Celos?
Gracia no los conoce —aseguraba él—. Me quiere con todos
mis defectos; le halaga que otras mujeres me festejen y
que yo las deleite.
Parecía
así. Sólo que ella sabía secretamente que no era así. En
el fondo de su corazón no permitía que le fuese robada ni
la más mínima parte del ser amado. Cada simple sonrisa dada
a otra mujer la hería. Pero toda su paciencia era un ardid
para retenerlo; un ardid tan cultivado que llegó a formarle
como una segunda naturaleza insensible. Lo quería tanto,
tanto, que era imposible no tener celos. Los que no aman
pueden eludirlos y ser indiferentes. Sabia que Arnaldo era
de ella y se atrevía a compartir las, alegrías de él, que
eran estar con otras mujeres, con muchas mujeres, pero también
con ella.
Gracia
era enormemente tierna y fiel. No comprendía la infidelidad
y si la veía, si la adivinaba en él, podía mirarla con fijeza
temblando un poco, pero lejos, lejísimo de su análisis,
porque para ella no podía haber más que un solo ser.
¿Arnaldo
merecía un amor así? Lo había despertado. Y lo que se convierte
en un destino es como si se mereciera.
Ella
no lo importunaba. Sabía esperar. Él, a veces, se alejaba
de ella, pero volvía irremediablemente. ¿Por qué? Era indefinible.
Había llegado a quererla de una manera como saben querer
los infieles. Gracia era una yedra que lo protegía. Su adhesión
formaba parte de sí y se hubiera sentido abandonado sin
ella. Seguramente la amó porque ya no se sentía joven. Algo
fallaba en su salud y necesitaba una mujer cuidadosa y abnegada.
Se había casado tarde y repetía a menudo: —”Sigo siendo
enemigo del matrimonio, pero no de la mujer que tengo”.
Cuántas
horas hermosas le dio esta mujer. Y cuántas le proporcionó
él a ella; las suficientes para no olvidarlo nunca.
Una
tarde, las arrugas poco profundas del rostro de Arnaldo
se alisaron plácidamente. Vino la paz dulce y solemne. Arnaldo,
transfigurado, se convirtió en historia.
El
grito desesperado de Gracia repercutió en toda la casa,
junto con el eco de la caída de la silla en que estaba sentada.
Del
lecho del enfermo se difundió el silencio, el dolor y el
olor de la muerte.
Ahora,
Arnaldo viviría a través de las interpretaciones del recuerdo.
Ya él no existía sino como representación imaginativa. La
fidelidad del recuerdo dependería de la eficacia de las
mentes sensibles a los hechos pasados. Todo el resplandor
del presente, que entrega la renovación de recuerdos, había
desaparecido. Para avivar ese resplandor no quedaba sino
la fría y escalofriante obsesión de lo que de él pudiera
retenerse.
Después
de la muerte, la substancia persistente de lo desaparecido
rondó a Gracia.
La
misma voz de todos los días, los mismos pasos y no se pareció
esta hora a ninguna. Aún persistían los jardines y los niños.
Aún persistían las estaciones del año y las maravillas astronómicas.
Aún existía la categoría de espíritu de ciertos hombres
y la ternura de las epidermis jóvenes. Quedaba eso y mucho
más. Y sin embargo, la amargura se le hizo insoportable.
La fatiga le envenenó las articulaciones y las ideas. La
impresión externa de su inmensa soledad fue un llanto angustiosamente
desesperado. Todo le recordaba la felicidad que había disfrutado
teniéndolo con ella y todo la hería con la desdicha de haberlo
perdido.
La
casa se llenó de gente, de flores, de lágrimas. Gracia,
que estaba más sola que nunca en su vida, se encontraba
rodeada de voces y presencias venidas de distintas partes
¿Quién les avisó la tragedia? La servidumbre, los familiares,
los vecinos, seguramente. Ella no había llamado a nadie.
Imposible que se le ocurriera llamar. ¿A quién, para qué?
No creía tener tantos amigos, y si en realidad tenía algunos,
contadísimos, no eran los que estaban allí. Ignoraba que
en esos trances se acercan los más diversos seres, posiblemente
los menos esperados. Estaba allí hasta un enamorado suyo
de tiempos lejanos. Los antiguos enamorados creen que hay
un resquicio para ellos en un corazón que una vez pudo haber
latido con alguna preferencia. Tal vez eso suceda en el
corazón de algunas mujeres, sobre todo en las veleidosas
que nada retienen ni tampoco rechazan rotundamente. Pero
Gracia. Ella no tuvo alma, ni mente, ni cuerpo sino para
Arnaldo, desde que apareció en su vida. Ahora que lo había
perdido estaba tan saturada de su presencia que no cabía
otra imagen.
La
rodeaban y hablaban mucho. Era como un afán de aturdirla,
de transportarla a otros extremos donde no deseaba que la
llevaran. No quería olvidar, ni aturdirse, ni superar el
dolor.
Nadie
se atrevía a preguntarle de su futuro. Suponían que había
uno. Imposible detenerse. Gracia sentía cuál era ese futuro.
Secretamente se lo había trazado. Ninguna taumaturgia era
capaz de cambiárselo.
—¿Qué
hacer?— dijo en un momento. Y alguien respondió: VIVIR.
¡Vivir! Le pareció tan rara la respuesta. Para ella se había
detenido la vida. Nunca más miraría la luz del sol. “Sobrevivir”:
esa era la palabra más exacta. Sobrevivir a quien había
desaparecido.
Sentía
única su tragedia para confundirla con otras, para identificarse
con los que la acompañaban en ese momento un poco teatral
del duelo reciente. Todos esos que llenaban su casa desaparecerían
mañana o pasado, cuando la soledad iba a hincar sus garras
más fuertemente en ella. Habían sentido la urgencia de acompañarla
en ese trance. Era una reunión social de duelo. Había grupo,
apretones de mano, conversaciones, miradas, simpatías y
antipatías; todo el teatro de la vida social de los salones.
Es
difícil saber por qué en los duelos las casas se llenan
de gente. Se acercan conocidos y desconocidos. Se saturan
de tragedia y quieren ayudar a evaporaría con su presencia,
o simplemente por curiosidad y entretenimiento de la tragedia.
Las lágrimas como las risas son espectáculo. Toda reunión
de gente, aunque sea la de un duelo, es espectáculo. Hay
trajes, gestos, movimientos. ¿La comprensión? Eso es lo
de menos.
Para
ella su depresión tenia la misma intensidad. Nada disminuía
con esas presencias. Ella era lo personal, lo incomparable.
No estaba viviendo como los otros vivían a su lado esos
momentos. Si hubieran sospechado siquiera lo que pasaba
dentro de sus ideas, la habrían considerado loca. Es tan
fácil considerar locura lo que no se alcanza a entender,
lo que se sitúa distante de la propia concepción.
Ni
un momento la dejaron sola. Ni siquiera en la noche. Cuando
consideraron que debía estar muy cansada, la obligaron a
recostarse y dormir. Ella fingió que dormía, para apartarse
de los que trataban de consolarla. Era posible que quisieran
hacerlo. Muchos de ellos se habían encontrado en circunstancias
mortuorias directas por pérdida de parientes o familiares
cercanos, aunque permanecían semiolvidados. Para ella eso
no iba a existir. Era inconsolable. Para ella el duelo no
iba a evaporarse; sobre él no iban a pasar los días, sino
que iban a acumularse.
Odiaba
la vida en todos los aspectos que después, sin ÉL, habrían
de presentársele. De antemano estaba dispuesta a no dejarse
avasallar por el consuelo. Presentía que no lo iba a conocer.
Cada minuto seria un desconsuelo. Sabia que muchos habían
querido persistir en un dolor y buscaban mantenerlo vivo.
Ella no buscaría eso. En ella el desconsuelo iba a ser tan
natural como irremediable. Al afirmarse en su decisión de
no querer ver más la luz del sol, era sincera y definitiva.
Simplemente desdeñaba querer verlo. Quién puede privar a
un ser de una necesidad intrínseca. ¿Los que quieren ver
la luz del sol? ¿Los capaces de consolarse? Su anormalidad
no era locura. Era intensidad de dolor.
Su
vida estaba obscurecida y sus ojos no necesitaban resplandores.
Mirar una luz que la dejaría en tinieblas. ¿Para qué? Ninguna
luminosidad llegaría a lo intimo de su abandono. Nada era
premeditado, sino acatado por la voluntad inquebrantable
de hacer la noche en sus días, puesto que le había sido
quitada la única luz que le interesaba: la del amor de su
marido.
La
casa estaba sombría; más que otras casas en duelo reciente.
Ni un resquicio dejaba penetrar la luz diurna. Todo estaba
herméticamente cerrado. Había que encender las luces como
si fuera de noche. Nadie dijo nada, porque creyeron que
eran disposiciones del momento. Las casas siempre se cierran,
se obscurecen, cuando alguien muere dentro de ellas. Pero
nadie sospechó entonces que las persianas se habían bajado
para siempre.
Los
vecinos pronto se dieron cuenta que cuando anochecía, la
viuda salía al jardín y caminaba entre las sombras menos
intensas que su tristeza. Cada atardecer avanzado, cuando
ya no quedaban destellos, ni arreboles, vestida de negro,
deambulaba por el amplio jardín. Empezó también a salir
a la calle, a resolver su vida doméstica, a vivir afuera
solamente cuando el cielo perdía la claridad diurna. Olvidó
que existía un cielo azul y cambiante.
Para
contrarrestar la pena inconsolable de Gracia, los amigos
resolvieron cometer una infamia. Consiguieron las cartas
amorosas de Arnaldo —de unas relaciones clandestinas llevadas
secretamente dentro de los años de matrimonio— y se las
enviaron anónimamente a Gracia.
Ella
las recibió primero sorprendida y apesadumbrada, luego curiosa:
a ver cómo se podía querer a otra. Las fue leyendo una a
una. Prendió la chimenea y allí las fue arrojando a las
llamas, a medida de su lectura. Pensó que la mujer a quien
habían sido escritas debía tener un desconsuelo grande como
el suyo, por la desaparición del amado. Su angustia se hizo
solidaria con la de aquella que debía, tenia que sufrir.
Ella siquiera tenía el derecho de sufrir abiertamente, sin
ocultarse ni avergonzarse de su dolor.
Aunque
era una primavera avanzada, el humo de la chimenea de la
casa de Gracia, donde se quemaban las cartas, obscureció
el sol.
En
vano esperaron los amigos que se levantara una persiana
y se abriera una cortina para dejar penetrar la luz del
día. Estaban lejos de Gracia; de su mente y de su alma,
de sus reacciones, de su sensibilidad, de su alquimia inconsolable.
DISTANTES, como están siempre los amigos y los enemigos.
|