Cuentos
Pepita
Turina
LOS
CABALLOS QUE CAMBIARON DE COLOR
Cuento Navideño
Revista
Mampato Nº 309, Año VIII, Santiago de Chile 23/12/1975,
pp. 14-15.
|
Nacieron
en distintas fechas, unos antes, otros después, de padres
y madres diferentes: unos alazanes, otros bayos, unos overos,
otros pintojos. Los más, de un color café oscuro, retintos,
casi negros. Nacieron de cuanto color hay caballos, menos
blancos, porque a esa región no habían llegado nunca yeguas
ni caballos de ese color.
Eran
hermosos, semisalvajes. Nadie les cortaba la tusa ni la
cola. No conocían las tijeras. Y su andar, su correr ágil,
era libre y natural: las crines de sus cuellos y de sus
colas ondeaban en sus trotes y carreras con un ritmo hermoso.
Todos
eran poco apacibles, desconocedores de las riendas y de
las enseñanzas de utilidad doméstica; pero, cerca de los
niños, olían la amistad, se dejaban tocar y caminaban lentamente
al lado de ellos, siguiéndolos en sus incursiones por el
campo, llegando a veces a lugares apartados y bosques desconocidos.
Cuando
iban naciendo los potrillos, en los niños crecía la felicidad
y se acercaban aún más hasta ellos. Y como el potrillo jamás
se separa de su madre y sigue todos sus andares, los niños
formaban parte del grupo familiar, lo integraban y hablaban
con el caballo chico como si fuera a aprender el lenguaje
de ellos, repitiendo lo que ellos les decían:
¿Vamos a pasear? ¿Tienes hambre?
Muchas
preguntas, más que respuestas. Los potrillos los miraban
y cuando los niños se sentaban en el suelo, ellos también
se tendían a descansar.
Entre
los niños había uno más soñador. Su padre tenía una biblioteca
llena de libros. Y nadie le prohibía acercarse a ellos y
mirar lo que allí habla. Es que no sabia leer. Todavía no
habla ido a la escuela y parece que en esa biblioteca no
se guardaban 1ibros con estampas prohibidas, que no pudieran
ver los niños. Así es que él sacaba libros y libros para
mirar los que estaban ilustrados.
Había
un libro de dibujos coloreados, donde aparecían muchos caballos
blancos. Cuando el pequeño los descubrió, salió aquel día
a mirar y a recorrer todo el campo. Examinó cada caballo
y lamentó no encontrar ninguno blanco. Esperó mucho tiempo,
un año, dos años. vio potrillos nuevos que nacían durante
cada temporada. Ninguno fue blanco.
¿Por qué? ¿por qué? por qué? preguntaba.
No tienen herencia blanca. No han llegado aquí caballos
blancos.
Cuándo mi papá viaja ¿no puede traer uno? interrogaba.
Tu papá no se preocupa de caballos le decían. Va
a la ciudad donde no hay caballos.
¿Y qué hay?
Automóviles.
Son lindos. Pero meten mucho ruido - comentaba -. No lo
siguen a uno cuando camina. No lo miran. Yo no hablaría
con un auto.
Los caballos tampoco te contesten.
No.
Parece que me entienden. Me miran, me siguen, se alegran
cuando los toco. Son mis amigos
Aquella
noche del 24 de diciembre fue excepcional. Nadie podía dormir.
Era una noche calma y clara. No corría una brisa. Parece
que no oscurecía. Algo en el aire anunciaba un acontecimiento
singular. Todas las estrellas brillaban más. Y de repente,
emergiendo como un sol tras las montañas, apareció una estrella
gigante, resplandeciente, multiplicada en haces que iluminaban
desde el cielo a la tierra. Grandes y chicos se levantaron
a mirar esa claridad sobrenatural. La estrella se movía
como un farol guía que mostrara un camino. Los caballos
empezaron a seguir ese fulgor, y a medida que avanzaban,
centellas de luz los iban envolviendo, destiñendo sus pelajes
y dándoles una inmaculada blancura. A medida que recibían
las chispas fulgurantes de la estrella, tomaban el más puro
color blanco.
El
niño soñador, con ojos asombrados vio esta transformación.
Pero, una pena inmensa lo cogió cuando los caballos se fueron
alejando del lugar en pos de la estrella, hasta perderse
de vista. Lloró y lloró, sintiéndose enemigo de esa estrella
ladrona que le había robado los caballos.
Los
caballos caminaron y caminaron guiados por esa luz. Al llegar
a un pesebre donde había nacido un niño, a quien llamaban
Jesús o Niño-Dios, formaban una tropilla blanca y su pelaje
brillaba como iluminado.
Allí
se detuvieron toda la noche y al amanecer tomaron el
camino de regreso.
Cuando
volvieron, el niño salió a recibirlos al camino. Saltaba
y aplaudía de contento. Reía, gritaba, llamaba a sus compañeros,
para que se alegraran junto con él del retorno de los caballos
y de que todos se hubiesen convertido en tan blancas y lindas
bestias, corno las de las ilustraciones del libro que él
habla visto.
Y
desde entonces ese lugar se llama la región
de los caballos blancos, porque en todo el globo,
en ninguna parte, hay caballos más blancos que los que allí
viven, que los que allí nacen.
|