EL
REFUGIO DE LAS CAMPANAS
Cuento Navideño
Revista
Mampato Nº 213, Año VI, Santiago de Chile 12/12/1973.
Suplemento Literario mensual diario “El Magallanes”
Nº 37 Punta Arenas, Chile, Año IV, domingo 6/4/1986
p. 1.
Libro
"Chile en cuentos". Antología del
cuento infantil. Arrayán Editores S.A. diciembre
de 2002, paginas 21 a 28. Compilación Héctor Hidalgo.
Ilustrado por Andrés Jullian. Reseña biográfica
p. 196.
*Mención
de Honor en el Concurso Atlántida (Novela y Cuento,
en marzo de 1982), para escritores de habla hispana,
efectuado en Buenos Aires en 1982. Jurado: Beatriz
Guido, Adolfo Bio Casares, Marco Denevi y Jorge
Montes
*Licencia
de la autora ocupa la palabra d e s m o r i r, separada.
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El
niño, con su padre, empezó a caminar por el desierto.
Era el atardecer y por el viento modelador, las arenas
tomaban formas escultóricas y por los cambios de la luz
se teñían de colores diferentes.
El
padre iba llorando. Había desaparecido su mujer y por
eso abandonaba todo, para buscar otros horizontes donde
nada se la recordara. El niño no iba tan triste. Sus
nueve años de edad le daban la certeza de que su mamá
se iba a d e s m o r i r dentro de un tiempo y vendría
a jugar con él y acompañarlo.
La
noche avanzaba, y también el frío. Pero ellos llevaban
un atado de mantas y varias cosas queridas que no pesaban
demasiado. Amarrados los envoltorios y con dos manillas,
una a cada lado, los transportaban fácilmente entre los
dos.
Cuando
se cansaron de andar, tendieron las mantas sobre la arena
blanda y se acostaron a dormir.
Despertaron
muy temprano y se sintieron perdidos. Estaban en un lugar
sin caminos, con una arena alisada y muy blanca, donde
no existían huellas y no se veía principio ni fin.
A
pesar de sentirse desorientados continuaron la marcha.
Durante media hora el decorado no cambió casi nada, hasta
que una especie de pueblo apareció súbitamente ante ellos.
Miraban desde lo alto de una loma y a sus pies se extendía
una configuración de paredes a medio derrumbar, y en los
huecos de sus ventanas y de sus puertas se divisaban campanas
de distintos tamaños y metales. Y algunas, movidas por
una suave brisa, emitían en conjunto una sonoridad como
de carillones.
Les
gustó encontrar, en medio del desierto, ese pueblo de
campanas. Y el niño corrió por la pendiente para llegar
cuanto antes él.
Entremedio
de sus calles, -si así pudiera llamárselas-, descubrió
a un anciano que caminaba deteniéndose ante cada campana.
Se acercó a él, sin saber que era el depositario de las
leyendas de las campanas, que hablan sido llevadas a ese
lugar para que él contara sus historias, a quien se interesara
por escucharlas.
El
niño, mirando una muy pequeña que pendía de un pimiento,
preguntó:
—
¿Quién la puso ahí?
—
Yo - dijo el anciano -. Me la trajeron. Me la trajo una
joven que me dijo así:
—
Yo jugaba con ella, desde una vez que un señor la sacó
de un Árbol de Pascua para regalármela. Pero ahora, yo
soy grande. Ya no juego con ella. Además, me voy lejos
y no puedo llevármela. No puedo o no quiero. Tal vez cabría
en algún rinconcito de mí equipaje. Pero llevo tantas
otras cosas que me gustan más en mi vida de ahora. Y aquí
quedará entre sus hermanas campanas y estará feliz.
El
niño, después de escuchar esta historia, la tocó. No era
una campanita sólo de forma. Su badajo se movía, golpeando
sus paredes azules — porque era de color azul — y emitía
un sonido débil, dulce, acogedor.
—
¿Y cuál es la campana más grande? — preguntó, ansioso
de saltar a los extremos: de la más pequeña a la más espaciosa.
—
Está lejos — dijo el campanero —. Cuando anochezca puedes
alcanzar hasta ella. Hoy no te puedo acompañar, pero mañana,
cuando la hayas visto, te contaré su historia.
Las
pupilas del niño, dilatadas por el interés, siguieron
así cuando el anciano terminó de hablar. Sus ojos
perdieron de antemano el suero de su hora de dormir. Esperó,
anheloso, la noche. Y bajo un cielo intensamente estrellado,
bajo la luz iluminadora de la luna llena, caminó sin cansancio
hasta enfrentarse a una campana gigante que no pendía,
sino que estaba inclinada en el suelo.
Se
acercó y penetró en ella. La tocó. Quiso mover el badajo
y no pudo. Parecía imposible que hombres, por mas potentes
que fueran, pudieran haber tenido la fuerza suficiente
para haber traído de alguna manera esa campana. ¿De qué
manera? Algún poder sobrenatural tenia que haber influido
en el traslado. O la habían fundido allí mismo.
Oyó
la voz de su padre que lo llamaba. Respondió a esa llamada
y su voz tuvo como una resonancia de campana: hermosa,
fuerte, prolongada. El padre se guió por esa voz que tenía
sonoridades de Universo y encontró a su hijo.
Juntos,
aquella noche durmieron dentro de la cobijadora campana,
que era como una caja sonora. Y aunque era de duro metal,
les pareció que sus cuerpos flotaban entre blandos arpegios
de músicas siderales.
Despertando,
el padre le dijo a su hijo:
—
Debemos abandonar este pueblo. Tengo que buscar trabajo
Y aquí no lo encontraré.
El
niño estuvo un momento silencioso. Luego insinuó:
—
¿Yo podría quedarme?
Por
esa pregunta tímida y ansiosa, el padre comprendió que
su hijo había sido conquistado
por las campanas. Recordó que el amor de su hijo por lo
que suena, venia de los sonajeros que tuvo en su infancia.
Su mujer, desde que su hijo nació, utilizó el sonajero
y los cascabeles para avivar los sentidos del niño y distraerlo.
Se acordó de unos saltimbanquis y payasos que llegaron
al lugar donde vivían y cuyas vestimentas estaban adornadas
de cascabeles. Su hijo los seguía fascinado, detuvo a
uno y le pidió que le regalará el cascabel. El más joven
arrancó de su blusa el más lindo y se lo regaló. Hasta
ahora, no dudaba que su hijo, seguramente lo traía en
un bolsillo. Pensó que ese lugar le daba confianza. No
podía haber demonios, porque el diablo no puede morar
donde hay campanas. Tampoco las brujas. Las campanas preservan
de maleficios.
Decidió
alejarse y dejar allí a su hijo.
El niño empezó a ser el ayudante del campanero. Y a sentirse
dueño de las campanas, envuelto en sus historias, ampliadas
por su imaginación y por las campanas que siguieron llegando.
Aprendió a conocer los metales que formaban los diversos
tamaños de esos cuerpos sonoros. Había campanas de metales
preciosos, de oro y plata, de metales nobles, de metales
pesados y livianos: cobre, zinc, niquel, aluminio. Identificaba
las resonancias. A veces corría junto con la brisa y pillaba
el son en el momento de nacer, antes de ninguna repetición
de ningún eco. Subió a partes difíciles, donde lo sujetaba
la mano amiga del campanillero. Las campanas tenían distintos
colores, según el metal de que estuvieron hechas, según
el tiempo, según la edad que les daba de pátina. Las menos
pesadas se movían con el viento y emitían a veces juntas,
a veces unas después de otras, según el vaivén de la brisa
y su pasar entre los recovecos. ¡Que bien se oían los
sones en el aire transparente de ese pueblo nortino, subiendo
hacia el cielo tan azul, sin nubes y esparciéndose por
todos los ámbitos! Un día, cosa extraña, granizó, y las
campanas sonaron desde fuera, con los badajos quietos,
multiplicándose en tañidos sin eco. Los golpeteos del
granizo llenaron el aire de sonecillos breves y murientes.
Las
campanas llegaron a ser las mejores amigas del niño; sus
confidentes. Les hablaba y el susurro de las respuestas
solo él lo conocía y lo interpretaba.
Las
campanas sin campanario: campanas de barcos naufragados
y encontradas después, otras que se descubrieron en escondites
donde se las había llevado por miedo a los enemigos, en
las guerras, o de los ladrones que las querían robar por
su valor metálico y no ritual. Había campanas que se reflotaron
desde ríos y lagos, donde estuvieron sumergidas, producto
de leyendas, porque a veces sonaron bajo las aguas por
el reflujo de las corrientes y se creía que manos misteriosas
las hacían sonar. No faltaban campanas de barco que fueron
utilizadas para llamar a comer; campanas de colegio que
avisaron la entrada y las salidas al recreo. Pero allí
no estaban para responder a las tareas para las que fueron
hechas. Eran libres, tocaban solas, por la brisa, por
los movimientos, porque alguien las movía en cualquier
momento, sin rutina, sin horario, sin deberes que cumplir.
Los
días de Semana Santa, el día viernes precisamente, que
por la muerte de Cristo en la Cruz, todas las campanas
del mundo cristiano enmudecen, persistían allí con sus
sones habituales. Las campanas de ese pueblo no doblaban
a muerto, no tañían para anunciar un entierro, no repicaban
para llamar a los fieles a cumplir en las iglesias sus
oficios religiosos.
Pero,
un viento arcangélico se levantó a las 12 de la noche
del primer 24 de diciembre que le tocó al niño vivir en
ese pueblo. Fue como un viento de alas, que arrancó volutas
de sonidos. Ondulantes sones se elevaban, crecían, disminuían
como un oleaje. En ese prodigio derrame de sonidos, se
desplegaban sonoridades que alcanzaban distancias infinitas.
El
niño, estupefacto, escuchó el asedio de las campanas que
tintineaban todas en el cristal del aire. una mano invisible
balanceaba todos los badajos, orquestando una música inigualable,
como la de un gigantesco carillón terrestre y celestial
a la vez; música no escrita, no basada en las siete notas
musicales, sino en una sobrenatural sinfonía que tenía
entremezclados el canto de los pájaros, el murmullo del
mar, la canción de las corrientes fluviales, y otras sonoridades
de la naturaleza.
Nunca
más el niño quiso dormir la víspera de Navidad, la noche
de transición hacia la Pascua del 25 de diciembre, Las
escuchó la vida entera. Niño, hombre, anciano, esperó
esa música de campanas que no se generaba sino una vez
al año, para rememorar el nacimiento de Jesús hacía veinte
siglos.