¿Quén soy?

Pepita Turina

          El pasado está hecho de imágenes sensibles, de imágenes intelectuales y en el recuerdo toda imagen tiene grados de irrealidad.

          Somos capaces de recordar de muchas maneras y en lo que evocamos, el sentimiento, el pensamiento actuales, van bordando sobre la misma trama otro tapiz.

          Mi imaginación actual tiene otra luz, otro tiempo. Ya lo externo no existe. Sólo tiene interioridad. Entre tantos olvidos la imaginación construye sus mitos. Cuando en nuestros años maduros recordamos algo de nuestros años inmaduros, le damos la mentira de la madurez que en el tiempo de suceder no tuvieron.

          Espectadora emocional de lo vivido, lo reconstruyo tratando de darle un tono entendible y aún he hecho lo posible para que no sea aburridor.

          Esta autoconfesión se puede titular: MILLONES DE SEGUNDOS EN OCHO MIL PALABRAS.

          ¡Qué supersíntesis es hablar una hora de más de sesenta años de vida!

          Nací en Punta Arenas, en el primer cuarto de este siglo, hija de padres yugoslavos (precisamente croatas).

          El origen de mi apellido viene de Turinovocelo, que quiere decir: pueblo de los Turina. Todos los habitantes se llamaban Turina. Mis padres, sin ser parientes, tenían el mismo apellido, por lo tanto, soy Turina Turina.

          La mayoría hace derivar este apellido de Turín, y dicen que soy italiana. Los que saben música no ignoran que en Andalucía nació el compositor Joaquín Turina, y aseguran que soy española. Muchos creen que es seudónimo y que lo elegí porque suena bien.

          En fichas de Bibliotecas (entre ellas la de la Casa Central de la Universidad de Chile), dice: Pepita Turina (pseud.) Poco me conocen donde trabajé. Fui Catalogadora de esa Biblioteca durante seis años. Y donde menos deberían cometer errores es en la Universidad de Chile, que fue cuna de los Estudios Biblioteconómicos, Bibliotecológicos, y da hoy el título de Bibliotecario.

          Aunque me llamo Josefa, Pepita no es seudónimo. Es el familiar de las Josefinas, Josefas, como Pepe lo es de José. ¿Por qué no se cataloga a Walt Whitman como seudónimo, si se llamaba Walter Whitman y no el abreviado Walt?

          Nací la última, teniendo dos hermanos y siete hermanas mayores —bastante mayores—. Las cuatro primeras tenían ya la edad suficiente para haber sido mis progenitoras.

          Me cuidaron desacertadamente y me criaron desamparada. Entremedio de ese enorme familión, era sola. Mis hermanas mayores se enamoraron y se empezaron a casar cuando yo tenía tres años. Por eso, a los cuatro, cuando se me preguntaba cómo me llamaba, respondía: Pepita Turina y Tía. Ese era mi título nobiliario.

          El miedo y la inseguridad han sido las constantes de mi vida.

Cuando empecé a caminar, no pasaba si había un hilo en el suelo. Esto lo oí contar muchas veces como una gracia de la niña. Yo lo encuentro aterrador.

          Ahora, paso sobre grandes obstáculos, pero, grandes o pequeños, tiemblo igual.

          La descarga de adrenalina en mi organismo ha sido —y es— permanente. No sé cómo no me han mordido todos los perros.

          El miedo y la inseguridad han superado en mí todas las emociones. Y por eso no pude, ni puedo ser alegre. Todas las variaciones psíquicas son en mi posibles, menos la alegría. Como sé que no puedo tenerla, jamás la busco. La risa ha sido para mí algo completamente externo. Nunca mi alma se ha dado cuenta que he reído. La felicidad, la alegría vienen y se posan en un resquicio de nosotros. Carezco de ese resquicio. El entretejido de: mi alma y de mi cuerpo es de tan tupida composición, que cada suceder viene hacia mí en un choque estremecedor. Nada puede invadirme sin golpear.

          Hace veinticinco años tuve una operación al cerebro —me extirparon un tumor auditivo— y cómo resultado postoperatorio, quedé con una parálisis periférica al lado derecho del rostro.

          Como al reír, desde entonces sólo podía hacerlo con la boca torciéndose hacia un solo lado, en un gesto horrible, dejé de reír para siempre. Nunca un defecto físico pudo favorecer mejor un estado de ánimo. Al acostumbrarme, a no reír jamás, realicé externamente mi verdad más íntima.

          Mi niñez transcurrió en el tiempo de las tarjetas postales y del gramófono. Hoy, cuando digo: “es del tiempo de la tarjeta postal”, quiero significar algo siútico, cursi, pasado de moda.

          La afluencia de tarjetas postales a las casas era tal, que había álbumes para guardarlas y tarjeteros para lucirlas en las paredes. Y hasta en los cajones más secretos se encontraban atados de ellas. En mi casa hubo todo eso.

          Cuando llegó para mí el tiempo del amor, ya había caído en desuso el envío de tarjetas postales amorosas. Pero, en mi niñez, los cortejantes de mis hermanas mayores me enviaban tarjetas con versitos para mi cumpleaños. Y en mi adolescencia recibí tarjetas postales de mis amigas y de un primo, con quien, premeditadamente, nos escribíamos para “juntar” esas cartulinas y nos empeñábamos en buscar las que nos parecían de mejor gusto. Guardé durante mucho tiempo tarjetas que representaban niñitos o escenas infantiles ramos de flores, algunas con rosetones en relieve que formaban verdaderos escenarios, que se podían abrir y cerrar en planos superpuestos.

          Vi a mis hermanas emocionarse con aquellas otras que eran muestras de afecto y lazos de conquista y que, además de las escenas de amor, tenían una cursilería reforzada por frases copiadas. del “Secretario de los Amantes”.

          Este libro aún se vende en cierto tipo de librerías y todavía ayuda a ciertos enamorados tímidos a quienes les faltan dones para saber escribir sus efusiones amorosas. Pero entonces, era muy corriente que los mejores jóvenes, copiaran frases de ese libro de ayuda a los enamorados, que contiene modelos de cartas de amor. Y había algunos tan poco imaginativos —uno de esos le tocó a una hermana mía—, que copiaban textualmente, sin cambiar una sola, coma, lo que esas páginas encierran. En sus declaraciones de amor, no se daban el trabajo de redactar ninguna expresión personal, nacida de sus encendidos corazones.

          Era el tiempo del recato, de los rubores fáciles, pero la tarjeta postal era la audacia de la confesión amorosa y del juego del enamoramiento.

          Las actitudes de las parejas representadas en ese rectángulo de cartulina resultan hoy incomprensibles. Las doncellas castas que iban al teatro dos veces al año, que salían a la calle muy de vez en cuando con la mamá, con las parientes o las hermanas mayores, recibían postales en que el varón, en encendida actitud, le estrechaba los pechos a la dama, o en que reposaba la cabeza en un escote audaz, o que le estrechaba la cintura con un entusiasmo realmente pornográfico.

          Los enamorados de la época aprovechaban la tarjeta postal para demostrar lo difícilmente confesable y para hacer ruborizar a las jóvenes del 1900.

            Ahora, que las jóvenes salen de día y de noche, con sus amigas, con sus enamorados, con sus cortejantes, para ir al cine a ver películas muchas veces no recomendables para señoritas, y que van a las piscinas donde lucen sus cuerpos en audaces tangas, y bailan el botecito, el mambo, el rock and roll y otros contorsionados bailes, se avergonzarían de recibir una tarjeta del tipo de aquellas coloreadas y pomposas escenas de amor y serían capaces de considerarla una falta de respeto.

          De aquel tecnicolor de otros tiempos se ha pasado a la simplicidad de que las mujeres de hoy reciban declaraciones de amor escritas a máquina, en papel con membretes comerciales, o en aquellos otros casi ingrávidos que transportan por los aires el correo alado de los aviones.

          El ambiente de mi casa era aintelectual. No había libros y mi padre opinaba que leer era una pérdida de tiempo.

          Cuando empezaron a entrar los novelones por entregas, yo, púber, y siempre prohibida para leer, busqué en horas propicias “El Coche N° 13”, de Xavier de Montepin, que mis hermanas escondían debajo de la cama. Y entre mis compañeras de colegio tuve una que acostumbraba a leerse un libro cada día y que empezó a prestarme sus autores favoritos: Vargas Vila, Pitigrilli, Guido da Verona, es decir, los más eróticos novelistas del momento.

          Mi padre no alcanzó a saber que la menor de sus hijas iba a tener el vicio de la lectura y que, además, confeccionaría libros. Creo que si hubiera vivido lo suficiente para saberlo, la sorpresa de este insólito resultado genético, lo hubiera divertido.

          Tenía veintiún años al terminar de escribir, en Valdivia, mi primera novela.

          La empresa "Letras" en Santiago, acababa de lanzar, con gran despliegue de publicidad, una de las peores novelas de la literatura chilena, lo que me indujo a pensar que la mía era mejor. Amanda Labarca pertenecía al Consejo Editorial de esa empresa y se me ocurrió enviarle los originales. Al devolverlos, me escribió: “No publique esa novela, después se va a arrepentir”.

          Por esa posibilidad remota e incierta, no me fue posible eludir lo que el presente me exigía. No pude postergar lo impostergable. Ignoraba cuánto podía esperar. ¿Podemos decir alguna vez que no nos equivocaremos, que no nos arrepentiremos jamás? Muchos creen que los desaciertos juveniles se esfumarán llegada la madurez. Las equivocaciones no tienen edad.

            Goethe hace decir a Mefistófeles, en Fausto: “Si no te extravías no encontrarás jamás el camino de la verdad”.

          Empeorando mis intentos, envié la novela a la Editorial Ercilla, que estaba en auge con la publicación masiva de libros baratos, generalmente mal impresos.

          ¡Cómo la imprimió! En pésimo papel, casi sin márgenes y, para ahorrar paginas, ni siquiera están separados algunos capítulos, ni siquiera cuando entre uno y otro mediaba un lapso de tres años.

          A pesar de todo, ese libro, me dio un renombre local. Aparecieron artículos de connotadas firmas de la provincia, ocupando un lugar destacado, a varias columnas, en el diario “El Correo de Valdivia".

          Valdivia, se conmovió con su primera joven novelista. Me ofrecieron una comida que produjo mucha polémica, porque se invitaba a los intelectuales a participar en ella. Hubo explicaciones, en varios artículos, qué es y qué no es ser intelectual.

          En esa comida uno de los oradores fue Alvaro Bombal. Su discurso fue reproducido en el diario, en la primera, página y a todo lo ancho de ella. Uno de sus párrafos decía así:

          “La publicación del libro de Pepita Turina ha sonado como una campanada argentina en medio de los pitazos de las fábricas. Porque Valdivia es la ciudad más plutocrática del país y aquí sólo se comienza a creer en un individuo cuando ya ha amasado por medios lícitos o ilícitos una fortuna. Esta hermosa ciudad está entregada al culto del becerro de oro, lo que repugna a quienes creemos que la vida es algo más, que una carrera loca y desmedida tras el dinero”.

          “Y así como tantas veces nos sorprende descubrir de pronto una hermosa calle de dos o tres cuadras que caracolea para ir a morir junto a un bajo pintoresco o, en la ribera del río, así también descubrimos a veces valores ocultos, vidas preciosas, flores, raras, que estaban escondidas entre los infinitos pliegues del sinuoso y ambiguo mundo social de Valdivia”.

          La edición, del diario se agotó, comprado sobre todo por los alemanes, que se sintieron ofensivamente aludidos.

          Aquella noche se fundó, con algunos de los comensales, el Círculo de Difusión Cultural de Valdivia. Este Círculo desarrolló una intensa labor cultural, propiciando conferencias, inaugurando el Primer Salón de Bellas Artes, al cual concurrieron, las más destacadas firmas de la plástica chilena.

          Entre los invitados a dar conferencias estuvo Angel Cruchaga Santa María, quien desde Santiago fue a hablar sobre Rimbaud. El poeta, conmovido por mi "celebridad"  escribió y publicó allá la siguiente poesía:


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© Karen P. Müller Turina