¿Quién soy?

 

PERFIL DE PEPITA TURINA

Pepita Turina

En la ciudad del sur, tímidamente fina,
lánguida y azul camina en su fragancia
y su cuerpo y su nombre andan; y ella fascina
como la lluvia, como la muerte, como la distancia.
Después de tanta vida, después de tanta erranciam,
de tanto resquemor, ahora que declina
el mundo en nuestras venas, oh ferviente elegancia
cantemos el prodigio de Pepita. Turina!
Suave, enamorada del tiempo, compañera...
En ella todo brilla del pie a la cabellera.
Y como es la princesa de esta lluvia gris
le pedimos al cielo en una letanía
de que apresure nuestra armoniosa agonía
Ah, Pepita Turina, cómo hacerte feliz.

 

          !Mi novela Un Drama de Almas (1934), remeció tanto la vida de Valdivia y la mía, que hasta me dio marido. Llegó de paso por, la ciudad un santiaguino. Escribía y, por ello, se acercó al director del diario. Allí le hablaron de la “rutilante” escritora. Quiso conocerme. Y vino lo demás..

          Los amigos le decían:

          —Tú no viniste a Valdivia por turismo, sino por turinismo.

          Y qué sucedió años después.

          En una conmemoración de aniversario del Liceo. de Hombres de Valdivia, que se hizo aquí, en el Círculo Valdiviano de Santiago, en 1976, lo dije:

          Aunque Valdivia no es mi ciudad natal, por muchas razones la llamo MI PUEBLO.

          Valdivia, a la que llamaron “la ciudad de madera” porque no sólo sus casas sino también sus calles eran del material de los árboles, es la ciudad donde me eduqué, donde aprendí a tocar el piano, donde publique mi primer cuento, escribí mi primera novela, dicté mi primera conferencia y me casé la primera vez.

          Viví allí veinte años consecutivos. Fueron mis pies de colegiala los que empezaron a transitar por esas, calles tortuosas, de diversas y variadas dimensiones, algunas desniveladas; colgando hacia, el río, chapoteando en los charcos que dejaba la lluvia, cuando su suelo conocía como empedrado de las más céntricas el adoquín y los tablones. Mis ojos miraron las maderas color harapo, los cercados y las casas trasminadas de lluvia, las rejas herrumbrosas, el río que tiene suicidios, idilios y faenas, las hortensias más lindas e intensamente azules de sus jardines particulares, los tilos de la plaza, cuyas flores medicinales recogían los scouts en su época propicia.

          Allí viví mi juventud, sus peligros y sus inquietudes.

          Hace ya un tiempo de mayúsculas que fui escolar, que corrí por las calles, apurada por la hora de mis repetidos atrasos escolares —porque nunca me ha gustado levantarme temprano—. Aunque hay mucho de inamóvible, nada es igual. El Liceo de Niñas, no es ya el mismo. Otro es el edificio y otra la ubicación. Mis profesoras ya no están. No permanezco allí, sino en los archivos escolares, con un nombre y dos apellidos, una clasificación escueta de notas y de conducta y nada más. Es apenas un indicio de “la inmensidad de mis años juveniles.

          Y aunque tuve lo que puede llamarse “una celebridad local”, hoy. —lo he comprobado, porque he estado de paso en Valdivia más de una vez— he sido olvidada. Soy NADIE. La juventud de hoy no había nacido cuando yo estaba allá. Algunos que han escrito sobre la vida intelectual de Valdivia ni siquiera me nombran. Una vez más se comprueba que los escritores no son tan importantes como se creen.

          El norteamericano Scott Fitzgerald, célebre autor de tantas excelentes obras, entre ellas “El Gran Gatsby”, llevada al cine, que por eso la sabemos más, ha dicho: “He llegado sólo a ser un escritor”.

          Todos debiéramos decir lo mismo.

          A. publicar mi segunda novela ya era viuda y vivía en Santiago. Con ella empezaron las grandes equivocaciones. Para mí, las equivocaciones son injurias. El juicio privado condenatorio de Amanda Labarca no es tan objetable. Mi novela de los veinte años era un balbuceo y sólo la imaginación desbordante de una jovenzuela pudo generar esa prosa tan pobre de adjetivos, en que el entusiasmo narrativo era su único mérito.

          Pero, Zona íntima: la soltería (1941), era una novela escrita con mayores conocimientos.

          El dibujo de la portada. hecho por Huelén, el hijo de Juan Francisco González, representaba una mujer desnuda reflejándose en un espejo de agua. Llamarse Zona íntima, y tener una mujer desnuda en la, tapa, ¿quién podía dudar de que no, se trataba de un libro pornográfico? Al exhibirlo, muchos creyeron eso y, por tal motivo, se vendió.

          Ricardo Latcham dijo en su crítica literaria de “La Nación”, que yo “era una señora que escribía buscando, palabras en el diccionario”. Confieso que en el lapso en que escribí esa novela no tenía diccionario. Ahora tengo una enciclopedia y un diccionario. No podría defenderme de tan maligna aseveración, como lo hice aquella vez, en una mini entrevista aparecida en la revista “Vea”.

          Alone aseguró en “El Mercurio”, que sólo en la página no sé cuánto “se adivinaba un alma de mujer”.

            Explico. La novela, en su tercera parte, es epistolar, y no siendo autobiográfica, sino analítica, fueron incluidas auténticas cartas de amor, con muy pocas variaciones para que se adaptaran al tema tratado. Lo que indica, que el primer, destino de esas cartas no fue llenar las páginas de una novela. Si las cartas de amor que una mujer escribe —buenas o malas literariamente— no dejan traslucir su alma, ¿qué entonces?

          En la revista “Atenea”, de la Universidad de Concepción, se publicó un comentario en que se aseguraba que, el argumento de mi novela derivaba de Henry de Montherlant. ¡Y yo no lo había leído nunca! Lo busqué entonces para leerlo y saber a quien imitaba y descubrí que el tema insistente de los libros del escritor francés era la soltería de las mujeres.

          No necesitaba a Montherlant para documentarme sobre la soltería. Estaba envuelta en esa asfixia. En mi casa de Valdivia fui perseguida por las lágrimas y los fracasos de mis hermanas y sus amores irrealizados. Y yo misma, había llegado a los veinticinco años sin casarme. Y eso, en aquellos años, mucho más que en Francia, en el ambiente, provinciano de Chile, llevaba cómo marca la insidiosa palabra: solterona.

          El yerro no literario que involucró un cambio en la vida privada, fue el de. Oreste Plath. Vio llegar a la Alianza de Intelectuales a una joven viuda, sin hijos (él también era viudo sin hijos) y creyó en una apasionante aventura. Yo no era fácil ni apasionante. Cayó en el vínculo legal. El se encuentra aquí. Pueden preguntarle cómo le ha ido en los 33 años de matrimonio.

          En el mes de enero de 1976 fui a conocer Magallanes. Para mí, era una. tierra sin recuerdos, porque me fui de ella siendo una niña de cinco años.

          Llegué a Punta Arenas, descendiendo de un avión Jet, en un aeropuerto, habiendo partido de ella cuando no se habían inventado todavía esos medios de transporte.

          Pero me recibió lo inmutable: el frío, el cielo nuboso, el paisaje polar en que la claridad estival dura cada día veinte horas, y vi, a las cinco de la, mañana la aurora en el Estrecho de Magallanes, en las calles desiertas, bajo el azul del cielo, sobre los techos rojos de pintura impecable de las casas puntarenenses. Y también vi el sol, mayestático, ocultándose recién a las diez de la noche, posado en el horizonte.

          Estaba en una tierra en la cual había nacido, para la cual no traía recuerdos enlazados, en la que nací de nuevo, ya no en el ancestro, sino en los sentidos para mí más golosos: la vista y el oído.

          Conocí las esquinas del viento, donde para cruzarlas de niña me llevaron fuertemente cogida de la mano, para que no me arrastrara. Conocí el clima y el mar de mi olvidada infancia, la faena de la esquila, el cuadro “perfecto” de un ovejero con un piño de dos mil ovejas, tres perros, su caballo y una ovejita acalambrada que llevaba en los brazos, delante de él, en su montura.

          Conocí el color que da la intensidad de los siglos a los glaciares milenarios, el ruido del hielo que se parte y se desprende para caer en una laguna de ensueño.

          Vi los árboles de hojas brillantes y puras, en el aire natural, sin smog: los, troncos erguidos, caídos o doblados en las formas más extrañas por la impetuosidad del viento. Y también los árboles petrificados que se encuentran en el camino a la. paleolítica Cueva del Milodón.

          Si hubiera vivido permanentemente en Magallanes, no me hubiera dado esa visión de belleza. Nada de lo que es repetido impresiona así. La cotidianidad no presta esa excitación. Por eso, Punta Arenas fue para mí un acontecimiento. Y mi observación emocionada le dio un significado intenso. Le presté esa atención que se da a todo aque­llo con lo cual no estamos familiarizados.

          Veinte años viviendo en Valdivia, donde nací literariamente, y cuarenta en Santiago, no me hacen valdiviana ni santiaguina. El lugar donde se nace es como la patria: no hay más que una sola. Las nacionalidades adquiridas son fórmulas, papeles, disposiciones. Nada ni nadie puede quitarnos la condición, por fortuita que sea, de pertenecer al punto geográfico de esta esfera terrestre y celeste que rueda por la magnitud del Cosmos.

          Mi padre llegó a un mundo sin pasado, donde el presente había que hacerlo para tener un futuro. Todo era posible de ensayar. En Magallanes se regalaban hectáreas de tierra según el número de hijos que se tuviera. Él tuvo doce y no hizo ningún trámite. No pidió tierras ni crió ovejas. Criar ovejas era para él poco aliciente. No tuvo oídos para el tono pastoril. Instaló una carpintería, construyó casas y muebles Al final de sus años magallanicos abrió uno de los más grandes salones de patinaje en ruedas, en una casa de dos pisos, que fue su última audacia de constructor. Creo que fue la primera casa de dos pisos hecha en Punta Arenas. Allí me tocó nacer, y patinar, porque al cumplir yo los dos años, hizo. unos patines para mis pequeños pies. Yo, no sólo patinaba desde tan temprana edad. También trasnochaba. Y en brazos de mi madre, y en la de los asiduos amigos al bar del salón de patinar, como era una niña tan mal enseñada, regaloneaba y pedía licor de cacao. Nada más diferente a mi futura manera, de ser y a mis preferencias por venir, que el comportamiento y mi ambiente de infancia. Trasnochaba y bebía alcohol y no me gusta beber ni trasnochar. Viví en casas siempre céntricas, porque mi padre dispuso que su familia habitara donde él tenía su trabajo. Casas, sin árboles y sin libros. Y me disgustan para vivir las calles comerciales, tanto como me atraen los árboles y los libros. Leí en mi pubertad novelas eróticas y me desagrada el erotismo.

          Antes de ir a Punta Arenas había viajado a Europa, dos veces. Las circunstancias fueron más favorables para ir a un continente tan lejano.

          En 1966 fui sola a Yugoslavia, al X Congreso de IBBY (Organización Internacional para el Libro Infantil-Juvenil), de cuya Sección Chilena era cofundadora y secretaria.

          Finalizado el Congreso, fui a Roma, París, Madrid, Sevilla, Córdoba, Granada, Alcalá de Henares y Toledo.

          En 1971, mi marido —Oreste Plath—, debía efectuar en Madrid, en el Museo de las Américas, una exposición de Platería Araucana. Y fui con él.

          De esos viajes tengo escrito un libro que no se ha publicado, ni se publicará. Ya hay en él mucho de obsoleto que le resta interés, especialmente tratándose de España.

          He aquí algunos párrafos referentes a Yugoslavia:

          Europa irrumpió ante mí en el sol de España, en un amanecer contemplado desde el avión. Mi reloj había perdido su exactitud. Se había transformado en inexacto. Señalaba las 3 de la mañana de Chile y eran las 7 de la mañana de España. Yo tenía deseos de dormir y era hora de despertarse, Había dejado en mi país la primavera y me recibía el otoño.

          Continuando la ruta aérea, cambiando dos aviones más, seguí pasando sobre el diseño geográfico de Dios (las montañas, los bosques, los ríos, los mares), sobre el diseño de los hombres (las ciudades), hasta llegar a Yugoslavia.

          Avancé hacia lo indefinido. A un tiempo me acosaron cientos de impresiones.

          Entré, a Yugoslavia, el país de origen de mis padres. Eran las 8 de la noche. Entremedio de las extracciones que habían hecho de mí otras costumbres, otras comidas, otro idioma, otro clima, sentí en mi sangre, que estaban mis antepasados. Había volado un día, una noche y otro día. Cansancio y sueño. Dormir, dormir en otro continente, bajo otro cielo. Dormir.

          En la primera mañana del mundo socialista me levanté temprano a mirar por la ventana. Enfrente se estaba construyendo un edificio de muchos pisos. Era la parte moderna de Zagreb. Un tranvía eléctrico con acoplado iba pasando. Un reloj marcaba la hora en la esquina más cercana. Era la capital de Croacia, región de mis padres, pero no era el mundo que ellos vivieron, aunque una niña acababa de salir de la puerta de una casa, para pasear a la muñeca que llevaba en sus brazos, repitiendo un gesto ancestral.

          En la tarde, paseando por Zagreb, buscando donde comer algo, encontré strudel, postre, tan austriaco-alemán como yugoslavo, introducido seguramente bajo el Imperio Austro-Húngaro, en aquel entonces en que Francisco José era el emperador de esas regiones. Fue el postre predilecto de mi infancia, el postre hecho en Valdivia con la prolijidad de los quehaceres alimentarios que tanto fascinaron a, mi madre, y cuyos resultados —cuando se trataba de guisos chilenos—, tenían un sabor diferente, como un idioma extranjero que por bien que se aprenda, tiene una modulación atávica imposible de destruir.

          Cuando dejé Zagreb, para ir a Ljubljana, capital de Eslovenia, el autobús me llevó durante casi dos horas por una espléndida ruta asfaltada. La vegetación no estaba seca, ni quemada, ni polvorienta, como en los paisajes de fin de verano, que estamos acostumbrados a ver en la zona central de Chile. Fresco, colorido, de pasto muy verde, con casas de factura idéntica. Un paisaje favorecido por el clima lluvioso de Yugoslavia, y por la total ausencia de letreros comerciales.

          La ciudad de Ljulbljana es elegida seguidamente para congresos internacionales, porque tiene recintos habilitados para ello, con fonos de traducción simultánea y otras exigencias. Las reuniones. se efectuaron en el Slovenia Magistrat (Intendencia de Ljubljana). El suntuoso recinto. ¡Qué pisos! ¡Qué puertas! ¡Qué paredes!, había sido hecho para cobijar emperadores, emperatrices, noblezas ya desaparecidas. Y en 1966 deambulaban con sus vestimentas y con sus ideas para debatir El Nacimiento de un Libro Infantil, escritores, críticos, profesores, bibliotecarios, traductores, dibujantes, editores de literatura para niños de dieciséis países europeos, tres iberoamericanos y Estados Unidos.

          Aparte del Congreso, cuál es la realidad yugoslava que yo vi. Innumerables conciencias y sensibilidades han transformado el acontecer, ese acontecer misterioso hasta para aquellos en quienes recaen los acontecimientos.

          Las revoluciones son el “no puedo más”, una fuerza que destruye lo que ya no se puede soportar. Todas las revoluciones se han llevado a cabo para romper encadenamientos, para alcanzar algo hasta entonces vedado, para derrocar o destruir ciertas cosas e implantar otras.

          Otras son las significaciones en Yugoslavia, otros los significativos. Ya no son los reyes, sus dinastías, su poder, sus riquezas. Los privilegiados son otros. Y ese vuelco ha demostrado que otros seres, no por herencia familiar, pueden ser importantes, dirigir. Como nadie es insignificante a otros le han tocado las significaciones. Se ha aprendido a vivir con poco dinero, sin hacer dispendios, deslustrando el brillo superfluo de tantas prácticas. Los becarios —al menos los estudiantes chilenos que conocí— recibían una insignificancia en dólares y aseguraban que con ello, se pasaba bien. Se educa en el sentido de que no exista el ansia de poseer, de atesorar. La influencia de los avisos comerciales no existe. Nadie compra algo tentado por un aviso sugerente. No se sugestiona con avisos a comprar lo innecesario.

            La calle Miklosiceva fue mi andar de todos los días. Ahí vi pasar, al alcance de mi mano, de pie en automóvil abierto, a Tito y al Presidente de la Alemania Democrática. El mariscal Tito iba sobriamente vestido con un sencillo impermeable negro. Las condecoraciones que en otras oportunidades luce en su pecho estaban ausentes. Yo portaba mi máquina fotográfica cuando pasaron los dos presidentes. Pero, como no retrato presidentes, ocupé el momento preciso en fotografiar a un niño yugoslavo que los recibía con un gran letrero de saludo: DOBRODOSLA tov., W. ULBRICHT in tov. TITO (Bienvenido camarada Walter Ulbricht y camarada Tito).

          No soy la reina de Gran Bretaña, para que a mi paso pinten ventanas en casas que no las tienen, para impresionarme favorablemente y ver, lo bien que está mi reino.

          Lejos estoy del zar de Rusia, para quien se pusieron. casas de cartón en los campos despoblados por donde pasaba su carruaje.

          Ni el paisaje, ni las personas, ni los hechos se disfrazaron para mí.

          Antes del adiós a Yugoslavia, vino como regalo el conocimiento turístico de la parte de Eslovenia, que llega hasta el mar.

          Conocer el mar Adriático tuvo para mí una especial emoción. Mis poros embebieron algo del pasado en el que habían vivido mis padres. Lo toqué y era tibio como siempre ellos, repetían. El panorama era subyugante.

          Yugoslavia es hermosa. Sin ser selvática, la vegetación frondosa, exuberante y la tierra, junto con la variedad de los vegetales da tonos intensos. El mar Adriático es tranquilo, tiene como una intimidad casi exclusiva de Yugoslavia, tanto que en el extranjero al formar grupos de algo, los denominan con el nombre del mar. En Santiago de Chile, el coro se llama “Jadram”, la sociedad de beneficencia de señoras “Jadranska Vila”.

          Me hubiera gustado quedarme más tiempo en Yugoslavia. Para siempre no. Las excelencias de Yugoslavia no son para mí. La sentí ajena a mi destino. Estaba contenta de haber podido conocerla, y de estar de visita en, los lugares que recorrí. El primer día se llora de contemplar tanta belleza. Pero, en los días subsiguientes, se llora por no poder soportarla, si no se tiene dinero, amigos, trabajo, quehaceres, distracciones, vida personal.

          Cuando vi la película Alicia ya no vive, aquí, en que la protagonista, por diversos motivos, cambia tres veces de domicilio, me pareció inadecuado el título. ¿Por qué? Porque yo, en mi vida santiaguina, me he cambiado veintidós veces: 8 en el primer matrimonio, 6 en la viudez, 8 en el segundo matrimonio.

          A mí sí, que en la película de mí transcurrir, me vendría el título: Pepita ya no vive aquí.

          Y pensar que lo más anhelado es haber tenido el refugio de una casa propia y no haberme mudado jamás. Sólo que como tengo afición de decoradora, habría cambiado muebles, cortinas, objetos, el color de las paredes, algo así corno el proscenio de un teatro fijo, en que la escenografía se adapta a lo que allí está aconteciendo. Y sobre todo la luz, adecuar la luz para embellecer los ambientes, los rostros y los momentos del vivir.

          Else Lasker-Schüler —escritora y poeta judía-alemana— ha expresado lo que se identifica con mi ansia permanente de rodearme de lo que siento mío y de mi gusto: “El pellejo, la piel del Hombre es su casa... Nunca, viviendo como locataria en edificios de piedra ajenos... mi cuerpo y mi alma encontraron reposo”.

          He dicho tantas y tan desemejantes cosas. Quizás alguien quiera saber si tengo hijos no literarios.

          Como Oreste Plath y yo éramos viudos sin hijos, para compensar tal deficiencia, al casarnos, tuvimos mellizos —hombre y mujer— que ya han cumplido treinta años.

          He tratado de ser la menos estorbante de las madres. Y ellos son los menos estorbantes de los hijos. He cultivado el alejamiento que deja hacer hasta lo que no quiero que se haga. Mis hijos no son Yo. El vientre materno sólo es encierro mientras el hijo no nace. Ya en el mundo ha de desprenderse. La sustancia de la vida de un hijo configura la capacidad generativa y dadora de la herencia. Pero, su. encarnación, no es motivo para una salvaje propiedad.

          Entre todo lo que soy —o podría haber sido—, lo más esencial es que soy escritora, sensitivamente, emocionalmente, cerebralmente.

          Llegué a ser escritora porque el ansia de expresar formaba parte de mi índole. Escribir es una necesidad desesperada. Sólo que al principio no tenía el léxico suficiente, ni amaba las palabras como las amo hoy, con el enriquecimiento del lenguaje y del pensamiento.

          Puedo decir que todo lo que publiqué antes de MultiDiálogos, fueron páginas en agraz: antes de sabor y tiempo. De entre ellas, tal vez prefiera “Walt Whitman,” cotidiano y eterno”, ensayo biográfico que es una Separata de los Anales de la, Universidad de Chile (1942). “Sombras y Entresombras de la poesía chilena actual”, (1952), insinúa el escarbamiento mental que predispone a búsquedas. “6 Cuentos de Escritores Chilenoyugoslavos” (1960), se hizo por el Instituto Chileno Yugoslavo de Cultura, con motivo del sesquicentenario de Chile, para destacar a intelectuales descendientes de los pioneros yugoslavos y ellos configuran la razón de este libro. Después, el no haber llegado a la imprenta durante 17 años, tuvo sus motivos y no fue el haber dejado de escribir. En ese lapso rompí una novela que tuve guardada quince años y que me dejó de gustar. Se llamaba “Una mujer escucha”. Terminé un libro de viajes, “12 millones de segundos en Europa”, y mil páginas de MultiDiálogos, de entre las que elegí doscientas. Son las que recién (1978) ha publicado Nascimento: De otros asuntos que trato con mis dialogantes cómplices, podría reunir material suficiente para varios libros más.

          La estructura de los MultiDiálogos podría definirse como poca literatura y mucho pensamiento. Acosada por reflexiones y lecturas decantadas, esgrimo en forma recurrente diversidad de conceptos. Fabrico los diálogos silenciosos, vastos y ricos, donde no estorban los posibles desagrados fisicos. Atraigo hacia mí, libremente, a personas hace tiempo desaparecidas y a tantas existentes con las cuales jamás me encontraré, más que a otras con quienes he dialogado en forma directa.

          Para leer siempre busco papel y lápiz, igual que para escribir, porque generalmente copio de lo que leo o sobre lo que leo. Eso me ha hecho multidialogante. Mi libro MultiDiálogós refleja esa característica. Puedo hacer ese tipo de redacción porque copio, retengo, guardo, analizo, medito.

          El pasado, la muerte, desaparecen, porque traigo a mi presente seres que ya han dejado de existir, niños que han crecido. Las distancias se pierden, porque dialogo con astronautas soviéticos, con pensadores italianos. Los trechos geográficos se eliminan, los trayectos no cansan. El acercamiento es lo único que cuenta. Los MultiDiálogos no son críticos, sino analíticos. Son una búsqueda intelectual en temas predilectos. La identificación con lo que se escucha y se lee es su línea directriz. Y la retentiva es su motivo. Como es mucho lo que se olvida, esta manera de escribir es un desafío contra el olvido, un atesorar con ansia lo qué no se quiere olvidar.

          Los magallánicos tienen la característica de ser escritores zonales. Yo no lo soy. Mis intereses no empiezan ni terminan en una zona, ni siquiera en una época. Me acerco con la misma atención a Plotino (del año 200), que a Julio Cortázar (de estos años que se acercan al 2000).

          Para mí, los, libros inéditos no son el futuro feliz. El libro inédito es una esperanza si se confía en él después. Pero, aunque siempre es posible esperar mientras queda vida, para mí el porvenir solo puede proyectar la débil esperanza de una desesperanzada.

          El mérito del escritor reside en que lo editen y lo lean. Lo peor es cuando esto no sucede a tiempo.. Espero que no haya una vida de ultratumba; en que estemos informándonos de lo que sigue sucediendo en la tierra. Sería para mí el peor de los castigos saber que he perdurado y que a destiempo brillo con lo que no se me dio como goce terrenal.

          No creo ser materialista, pero nunca me ha interesado el más allá, sino el más acá: los días, los minutos, los segundos de esta vida. Y en esta, consideró que ya no tengo futuro. El anatema de lo que me queda por vivir es que ya TODO ES DE­MASIADO TARDE.


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© Karen P. Müller Turina