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LOS
MUSEOS VATICANOS.
MultiDiálogos
(inédito)
Pepita
Turina.
Revista
Peregrino Año V, Nos 12 y 13. Revista de
la Provincia Agustina de Chile, Santiago de Chile
1988, pp. 55-58. |
"Escribo
porque tengo ansias de registrar. No quemo las experiencias,
están ardiendo dentro de mí y necesito grabarlas.
En vez de usar madera y puntas de fuego, utilizo palabras
y papeles (…) Los multiDíalogos me persiguen, son
obsesiones en cualquier hora, entre murallas, entre
silencios y también sobrantes de los temas ya limpios
y ordenados…" ("Pepita Turina o la vida
que nos duele", Juan Antonio Massone, Editorial
Nascimento, 1980). Esta ansía de registrar se demuestra
en el texto inédito que les entregamos; un ansia por
dejar grabado su asombro antes las pinturas del Vaticano,
"asombro que para ella es constitutivo del niño,
en la novedad de la primera vez ". Este MultiDiálogo
de Pepita Turina (1907-1986) nos entrega la grandeza
de su alma de escritora, junto a sus "registros"
de la belleza de artistas que nos dejaron sus creaciones
en el Vaticano.
P.
TURINA.— Los museos vaticanos son hermosísimos.
La superficie no es lo grandioso. En las primeras
salas rige la hermosura suntuosa al mismo tiempo,
que acogedoramente discreta, podría decirse celestial.
Empequeñece encontrarse en ese lugar privilegiado,
entre tantas y tan sobresalientes muestras de arte,
y engrandece el privilegio de haber estado allí, de
ser un visitante más de tales esplendores: los jardines,
los aposentos, los artesonados, los adornos, los objetos,
los cuadros, las esculturas y… la apoteósica Capilla
Sixtina. ¿Quién no quiere ver — o decir que vio— los
frescos de Miguel Ángel en la Capilla Sixtina? Contra
lo que creí al llegar a Roma, estuve uncida a la sugestión
plural, fui siguiendo el rigor de la curiosidad, me
arrastraron los mismos siglos de historia que atraen
turistas a Italia. Contagiada por el deseo de ver,
visité un solo museo: las salas vaticanas. Entrando
al subsuelo de la Capilla Sixtina, con varias personas,
de mis cinco sentidos, la vista actuó de inmediato,
recuperando la espontaneidad del niño: la capacidad
para el asombro. A medida que crece la experiencia
exterior o interior, el asombra va disminuyendo. Contrariamente
a lo que Gide asegura, de que el sabio se asombra
cada día y no pierde esa facultad, creo que el asombro
es infantil. Al niño todo le asombra, porque está
en la edad de asombro infantil. Al niño todo le asombra,
porque está en la edad de los descubrimientos, en
la novedad de la "primera vez". Y ese fue
mi deslumbramiento. En el cielorraso está la historia
del Génesis, en las paredes, el día del Juicio Final.
Las resquebrajaduras de cuatrocientos años atraviesan
los pliegues de los vestidos, las expresiones, la
mímica, los movimientos, las actitudes multiplicadas
de cada figura. Las hay hasta en los ángulos más mínimos
entre las cornisas. El conjunto es sobrecogedor, por
la potencia del hálito dramático, por el estilo genial
de la perfección, que junto con un sentido de belleza
posee un grado aterrador.
RUDOLF
ARNHEIM.— Esta historia del Génesis que
Miguel Ángel hizo visual significa que ejecutó imágenes
de Dios, el ambiente, la acción. El motivo bíblico
del soplo de la vida se traduce en que Adán levanta
el brazo, al encuentro del brazo extendido de Dios,
a través del cual parece transmitir la energía vivificadora.
La "trama" de la Creación de Adán es extendida
a cualquier lector del libro del Génesis. Pero aquí
la trama se modifica de modo que se hace más comprensible
e imponente. En lugar de animar con el soplo un cuerpo
de arcilla, Dios se extiende hacia el brazo de Adán
como si una chispa vivificadora que pasara de dedo
a dedo se transmitiera del creador a la criatura.
El puente que constituye el brazo conecta dos mundos
separados: la redondez del manto que circunda a Dios,
al que imparte un movimiento de avance, por la disposición
diagonal de su cuerpo, y el incompleto y plano trozo
de tierra cuya pasividad se expresa por la inclinación
de su contorno. Hay también pasividad en la curva
cóncava sobre la cuál se moldea el cuerpo de Adán.
Su figura yace y puede levantarse en parte por el
poder de atracción de su creador que se aproxima.
P.
TURINA.— La culminación pictórica de capacidad
creadora, que realizó Miguel Ángel en esa increíble
cantidad de figuras en paredes y en techos contribuyó
a que se le torciera el cuello de tanto trabajar en
posturas incómodas durante cuatro años, en la soledad
de la bóveda de la Capilla Sixtina. Allí quedó en
permanencia su tensión muscular, su tensión espiritual.
JACQUES
DE LACRETELLE.— Se sabe que después de cuatro
años pasados sobre los andamios de la Capilla Sixtina,
Miguel Ángel se había arruinado las vista de tal modo
que, por largo tiempo, no pudo ver un objeto ni leer
una línea sin tenerlos más arriba de la cabeza.
P.
TURINA.— Como no me gustan los paisajes ni los
museos "hablados" había ido sola, y contemplé
sola, en medio de un gentío bullicioso y movedizo,
esa pintura titánica, excepcional. Y me libré de tener
que repetir esas frases admirativas que estorban la
belleza: ¡Qué lindo! ¡Qué maravilloso! ¡Qué interesante!
JACQUES
DE LACRETELLE.— La posteridad, admirando por igual
los frescos de la Capilla Sixtina y la estatua de
Moisés, se han preguntado cuál de las dos artes prefería
Miguel Ángel. Al Papa Julio II le repitió durante
los años que trabajo en la Sixtina: "Yo no soy
pintor". Pero más tarde parece que modificó su
opinión. En realidad, su obra de la Capilla Sixtina,
en particular la Creación del Mundo, no envidia nada
a ninguna de sus obras escultóricas. Miguel Ángel
Buonarroti pensaba que en arte es bueno lo que dice
todo a primera vista. La serenidad clásica le aburría:
prefería los dioses irritados o las almas desesperadas.
P.
TURINA.— Entrar en la Capilla Sixtina fue un impacto
de belleza. Pero, la Capilla Sixtina no es "vivible",
no es para estar sumergida en ella las 24 horas del
día, ni para mirarla cada mañana. Si regresará a Roma,
no repetiría la visita, para guardar esa conmoción
primera que ninguna repetición superaría. Mis pisadas
volvieron sobre los pisos de mármol recorridos al
entrar, buscando una galería de monumentos vista rápidamente,
de soslayo, cuando el ansia de llegar a la Capilla
Sixtina impedía cualquier demora. Entonces, lentamente,
pude apreciar docenas de estatuas de tamaño natural,
una tras otra, una después de la otra, en el desfile
inmóvil de la más perfecta estatuaria clásica. La
trascendencia del mármol, atravesado de vetas, es
traslúcida y da la impresión que tiene venas con sangre,
y esa sublimidad del mármol, inmortalizador del blando
material de la cárnea composición humana que muere
en corrupción y hedor, da en esa dureza metamórfica,
de textura compacta y cristalina, la permanencia del
arte y del hombre. Proseguí entrando a distintas salas,
sin obedecer rutas señaladas que indicaban un método
para observar. No seguí sino el orden de mis apetencias,
volviendo una y otra vez sobre lo ya visto, con la
más irreversible desobediencia y con la más tenaz
repetición, para hacer más hondo el surco del recuerdo
y contemplar rostros de hombres célebres pintados
por artistas célebres aún, y vitrinas exhibidoras
de variados objetos. Los colores del Museo son atenuados,
nada es reverberante, hasta las tenidas de los cuidadores
son grises, identificándose con el conjunto. Cuando
salí, la mañana sobrepasaba el mediodía. Dentro de
mí llevaba mucho más que las miles de páginas de estudiosos
y críticos de arte, que en libros y artículos de prensa
demuestran los valores artísticos que encierran las
Salas Vaticanas. Alejándome, empezando a caminar por
las calles que me iba distanciando de tales maravillas,
él último libro de versos leído en Chile "Raíz",
de María Silva Ossa — me iba golpeando con unas frases
en el recuerdo: "Mundo, eres / demasiado grande
/ para vivirte. Asomada de nuevo el ruido y a la agitación
de la ciudad, otros versos del mismo libro me dijeron:
Hay una ciudad tras el aire / que mis ojos buscan
/ la ciudad de otros y de muchos".
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